La Jornada Semanal, 22 de julio del 2001
Enrique López Aguilar


La iglesia criminal (II)

La dualidad institucional manifiesta en los incontables crímenes de la Iglesia se deriva no sólo de haber sido ejecutados por quienes dicen fundarse en el mandamiento nuevo predicado por Jesús (el de amarse los unos a los otros como él había amado), ni en el casi incontable catálogo de los mismos, engrosado perseverantemente durante veinte siglos, sino en que, en el siglo xxi, esa Iglesia los sigue cometiendo casi impunemente. Vale la pena aclarar que la noción de crimen no sólo abarca a hechos y personajes conocidos, como la tortura de Galileo, la ejecución de Giordano Bruno, la violación, tortura y muerte de Hipatia, o la Noche de San Bartolomé: también están las víctimas anónimas resultado de una responsabilidad derivada de la autoridad moral que la Iglesia ha ejercido durante siglos: la negación de los avances científicos que han contradicho sus dogmas, el ejercicio de la censura, el fomento de la violencia para dirimir diferencias, la rabiosa misoginia elevada a estatus teológico y práctico, la intolerancia contra todo aquello que no sea ella misma, la condena irracional del aborto y el control natal, así como la prédica abierta o disfrazada de mensajes antisemitas.

La Iglesia descubrió tempranamente su vocación criminal y la suya no fue una conducta exclusiva de la Edad Media, el Renacimiento o el siglo xx, pues casi no ha habido momento en que la Iglesia no haya recurrido a la tortura, muerte y destrucción ideológica de sus adversarios. Al historiar el antisemitismo, por ejemplo, ilustra saber que Hitler no es sino un epígono de San Ambrosio (padre de la Iglesia, obispo de Milán, hombre culto que sabía leer de manera silenciosa, “inventor” de los himnos ambrosianos, maestro de San Agustín), quien, durante el imperio de Teodosio, instigó el primer incendio de una sinagoga en Kallinikon (hoy Raqqa, Irán), en 388, prefigurando la Kristallnacht: el santo declaró haber dado la orden (certe quod ego illis mandaverim) y que los judíos eran merecedores de muerte (Judæi digni sint morte). Los ejecutores de la orden fueron “monjes”, hombres brutales que, entre los siglos iii y iv, más que santos dedicados a la contemplación, eran seres violentos parecidos a los que conformaban las sa hitlerianas, siempre dispuestos a servir al poder y a sus propios apetitos; también fueron monjes quienes emboscaron a Hipatia en 415; el hecho de haber sido una filósofa neoplatónica y maestra de matemáticas con discípulos como Sinesio de Cirene, de haber sido hermosa y tener una vida intachable, parecen haber sido motivo suficiente para que Cirilo i, obispo de Alejandría, la mandara matar, azuzando a la chusma cristiana: antes de su muerte fue violada y torturada (sus tendones fueron cortados con afiladas conchas y, finalmente, fue descoyuntada): fue la primera mujer famosa convertida en víctima de la furia y la irracionalidad eclesiásticas.

La violencia contra la mujer es uno de los escándalos más notorios de la Iglesia: que no se le quiera dar la posibilidad del sacerdocio, que se someta su cuerpo al vejamen de parir los frutos de una violación y que no se le conceda el arbitrio de controlar sus embarazos, no es sino el resultado de prejuicios apoyados en Aristóteles, la patrística y la escolástica. Los campeones de esta actitud tienen, ahora, los nombres de Wojtila, Obeso, Norberto Rivera, Onésimo Zepeda y Sandoval Íñiguez; los cuatro últimos son lamentables aportaciones mexicanas a la renovada, firme y cínica misoginia contemporánea, así como a esa vertiente de inagotable voracidad eclesiástica por el poder, la comida, el dinero y la estulticia: los cuatro son monótonamente unánimes, ambiciosos, glotones y carentes de ideas: es lamentable que, gracias a ellos, casi no pueda tenerse un diálogo inteligente con la actual jerarquía eclesiástica de México. Valdría la pena que las creyentes reconsideraran la conveniencia de pertenecer a una institución que, de entrada, las desprecia por considerarlas inferiores y predica conductas segregacionistas y de control sobre ellas. Si las mujeres no son como la Virgen María (ninguna podría serlo), es “claro” que no merecen el respeto eclesiástico: de hecho, la Iglesia sólo les da la oportunidad de callar y obedecer, pues si en la Asamblea una de ellas sabe más que los hombres, su obligación es el silencio.

En el fondo y en la superficie, la Iglesia institucional no ha cambiado porque se ha obstinado en derruir su parte luminosa y a quienes promueven reformas importantes dentro de ella: la misoginia, la intolerancia y la represión son tan sólidos hoy como en el siglo iii; es cierto que los métodos han cambiado, pero la idea de que la mujer es un ser “derivado”, de segunda clase, sólo útil para servir y parir, es la misma en los siglos iii, xvii y xxi; el silenciamiento institucional de las disidencias es simétrica en el siglo xx y en el xii, lo mismo que el deseo de controlar la cultura para mejor manipulación de los feligreses, que la excomunión de comunistas y heresiarcas, que la sed de riqueza y poder.

¿Podrá una Iglesia con tales antecedentes renovarse profundamente en el futuro? Si Hitler hubiera ganado la guerra y gobernado varios años más, ¿le hubiera bastado con pedir perdón por sus crímenes para borrarlos del pasado? Si, como dijo Borges, la única forma de perdón es el olvido, ¿cómo olvidar los errores eclesiásticos si, no bien proclamados en pública confesión, se persevera en la comisión de ésos y otros nuevos? Ojalá, algún día la Iglesia soñada por Juan Pablo i pudiera volverse realidad, pero eso parece algo tan lejano como lo cantado por John Lennon en “Imagine”, ese soñador también asesinado por la intolerancia contemporánea.


Café cortado de Mónica Lavín

Diego Cabarga, escritor casi por accidente, es quien narra en esta novela los hallazgos y desencuentros de un puñado de europeos que llegan a Chiapas a “hacer la América”, como escribe Mónica Lavín. Diego, un abogado mexicano que con muchas reticencias admite sus inquietudes literarias, descubre en la España de nuestros días las claves para reconstruir las historias de aquellos que vinieron a hacer fortuna y que encontraron su destino en la selva de Chiapas. Para sorpresa suya un día escucha, como les sucede a tantos escritores, una frase que no sabe de dónde viene –“los muertos se desploman sin compostura”– pero que debe completar, cueste lo que cueste. Algunos recortes de periódico encontrados en las cajas de documentos de una compañía naviera española, los artículos firmados por un tal Fermín Domínguez, son las pistas con las que Diego cuenta para imaginar la historia, historia que al principio reconstruye con cierto desgano, pero que luego se adueña de él completamente. Al cabo, vencido por la necesidad de contar, logra ofrecerle al lector un Chiapas conjetural, pero no por eso menos verdadero; el Chiapas de principios del siglo xx, tan exuberante, tan cruel e injusto como el de hoy. Pobre Diego. Mónica Lavín ha dibujado con pocos pero elocuentes trazos a un escritor que redacta casi a su pesar y que desconoce los riesgos del oficio. Sus dificultades y la soluciones que encuentra para resolver los problemas que plantean los personajes son como puntos luminosos, remansos en una narración tempestuosa y oscura. Diego se liga a una mujer en un bar para que le aclare algunos asuntos de psicología femenina que debe resolver para entender mejor a Margarita Becerra, sigue a un homosexual por las calles de Santander, tratando de imaginar mejor a Gumaro, visita la tumba de Fermín Domínguez, se deprime con la tristeza de su historia, se asusta con la violencia que imagina y se hace llamar por una desconocida Chabelo, como el villano. Finalmente, resignado, descubre que es un escritor y que contar historias, esa “locura pasajera”, es su vida. Diego vuelve a México sobre los pasos de los emigrantes a escribir una novela: Café cortado.

En Café cortado, como en Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys, Pasaje a la India de E.M. Forster y El cielo protector de Paul Bowles, los europeos encuentran en las tierras que han sido colonizadas, paraísos –“tierra jugosa”, le llama Mónica Lavín al suelo chiapaneco a lo largo de la novela– poblados de peligros, en los que las parejas se deshacen, las mujeres se vuelven locas y los hombres mueren. En Ancho mar de los sargazos la brujería y la selva devoran a los protagonistas; en Pasaje a la India el catalizador del delirio es la visión de los bajorrelieves eróticos que decoran un templo. En El cielo protector la ambigua relación de Kit con Belqassim, el beduino que la usa, se asemeja a la de Chabelo y Margarita, o Chabelo y Serafina, las hermanas Becerra. Estas novelas nos cuentan cómo en otras culturas y en geografías más feraces, es difícil mantener la ficción de que la sexualidad puede ser acotada por las convenciones. En esta zona de sombra, que es uno de los lados apenas entrevistos de la colonización, se despliegan los destinos de Miguel y Ángela, uno víctima de la ilusión de riquezas, la otra, de la ilusión del amor, rodeados de hombres y mujeres cuyos destinos se enlazan alrededor del café.

Hay un personaje que a mi juicio destaca de los demás por la habilidad y crudeza con la que Mónica Lavín quiso describirlo: el enganchador Chabelo Murguía. Chabelo, ladino, medio indio y odiador de indios, que también desprecia a los europeos “señoritongos”, “güeritos mensos que pronuncian la zeta”. Chabelo está gobernado por un impulso sexual que es como la selva, que todo lo devora, ajeno y amenazante. Desea y posee a las hijas del patrón, a las prostitutas del burdel babélico llamado “El palacio mandarín”, a los empleados de las fincas, al compañero de juegos sexuales de la pubertad. Chabelo sólo ama a un ser humano, y lo traiciona con su hermana. Chabelo cobra a los peones a quienes engancha el veinticinco por ciento de sus míseros sueldos; Chabelo golpea y maltrata a su pareja, un dócil mesero de Motozintla llamado Gumaro; es con Chabelo con quienes deben tratar los europeos y a todos traiciona y vende en su ascenso irresistible. Es Chabelo, finalmente, quien se queda con la finca de los españoles, de Miguel y Ángela.

Mónica Lavín tal vez había pensado escribir una novela de amor frustrado, semejante a sus trabajos anteriores, pero escribió otra cosa: Café cortado es una novela acerca de los poderes de la ambición y del odio, de la orfandad de la extranjería, y ese sentimiento difícil de definir pero que sin embargo ha animado a tantos escritores: la nostalgia. 


Noé Morales Muñoz

Las obras completas de William
Shakespeare (abreviadas)

The roaches look like
Comic rustics
In serious dramas.
Charles Simic, “History Lesson”
En este espacio se han saludado con beneplácito aquellos lances en los que, para desconsuelo de los puristas que circunscriben su rebeldía a algún cambio esporádico en el diseño de su ropa interior, se acometen con irreverencia y desenfado textos que esta pusilanimidad conservadora ha colocado en nichos totémicos e imperturbables, como si el arte debiera ser algo tan lánguido e inanimado como sus propias ilusiones. Mientras quien suscribe estas colaboraciones conserve un aceptable nivel de goce existencial, el saludo se repetirá, siempre que dichos intentos se efectúen (en su opinión, obviamente) con legítimas apetencias de búsqueda artística. Lo anterior se aclara para que, una vez que algún iluso sediento de distracción hebdomadaria termine de leer estas líneas, no asocie el nombre de quien las rubrica con ciertas personalidades de nuestra oligarquía gobernante, quienes parecen reencarnar lo peor de la crepuscular camarilla inquisidora del virreinato. En fin, que advertido estás, lector, y de antemano.

Uno de estos intocables respondió alguna vez al nombre de William Shakespeare, y de él se saben algunas cosas, se ignoran muchas y se inventan demasiadas. Supuestamente agotados los análisis sobre su obra (lo que resulta bastante discutible), los estudios parecen apuntar peligrosamente hacia una dinámica muy semejante a las que fomenta Pati Chapoy: que si el hijo pródigo de Stratford-upon-Avon era bisexual; que si tuvo que huir de su pueblo natal por cazar aves en propiedad ajena; que si en realidad era un farsante que firmaba lo que otros (Marlowe, específicamente) concebían; que si era experto en “fusilarse” argumentos de diversos mitos e historias de todo el mundo, etcétera. Es claro que, como de todo icono de su envergadura, del genial bardo isabelino se seguirá hablando para bien o para mal, en tanto ha alcanzado desde hace mucho tiempo niveles mucho más que legendarios.

Y como Shakespeare seguirá siendo detonante de toda clase de opiniones, resulta natural que no pocas de ellas caigan en lo maniqueo y lo fútil. Eso es inevitable y hasta cierto punto comprensible. Lo extraño en el caso que hoy nos ocupa es que su obra sea abordada de una manera tan deleznable por gente cuya trayectoria previa se contrapone radicalmente a sus actuales empeños profesionales.

En medio de una gran expectativa y un considerable despliegue publicitario (siempre bienvenidos en nuestro teatro), se estrenó hace unas semanas Las obras completas de William Shakespeare (abreviadas) en el Teatro Helénico. Adaptación de Flavio González Mello al original de Long, Singer y Winfield, este montaje dirigido por Antonio Castro prefigura desde su nombre lo que aspira a despertar en el espectador: se entra desde el principio en la dadivosa parcela de las convenciones y se acepta sin tapujos que el tratamiento y el tono no sean solemnes y que esa idea de presentar el legado del dramaturgo inglés en su totalidad no deba tomarse muy en serio.

Pero estos acuerdos tácitos se desbordan desde que se da la tercera llamada. El elenco, conformado por Diego Luna, Rodrigo Murray y Jesús Ochoa nos deja ver que se encargará de entregarnos las caracterizaciones de Diego Luna, Rodrigo Murray y Jesús Ochoa, respectivamente. Ah, y que en los intersticios que esta actividad les permita nos darán, literalmente, una “probadita” (como en los popurrís de Ray Coniff) de lo más representativo de la obra del creador de Otelo. Por lo demás, cabe decir que cumplen con creces sus dos objetivos. Sin soslayar algunos momentos genuinamente hilarantes (proporcionados casi todos por Ochoa, en quien deben reconocerse también las pocas tentativas por ejercitar la sensatez), la puesta podría ser considerada como una antología del humor redundante, baladí e intrascendente. Exprimiendo hasta la estulticia el gag, el chiste político y el pastelazo gratuito, muy pronto queda claro que todo es un gran artificio para explotar la popularidad que estos tres actores han cosechado (principalmente Luna, cuyo esfuerzo intenta suplir su entendible y confesa inexperiencia teatral) en medios de mucho más largo alcance masivo que el teatro, como lo son el cine y la televisión. En esta lógica, no resulta descabellado (y sí, en cambio, muy ilustrativo) que para dilucidar quién de ellos ha de personificar a Hamlet, se realice un plebiscito con intenciones paródicas (uno de los pocos pasajes rescatables de Murray, un exquisito actor de comedia que aquí se nota desperdiciado). La votación la gana, previsiblemente y para regocijo de las adolescentes, el joven Luna, en un colofón que confirma los afanes mercantilistas de los productores. Pretensiones que, vale aclarar, son muy respetables y tremendamente comprensibles dentro una miscelánea que, como la del teatro en México, dista mucho de ubicarse en la abundancia.

Finalmente, un comentario acerca de la dirección. Antonio Castro es uno de los directores jóvenes más brillantes del horizonte contemporáneo, habiéndose caracterizado por imprimir en sus montajes una impronta de humor fino y elegante, alejada de la condescendencia. Ojalá que una vez que esta obra cumpla con su meta principal (hacerse de dinero, lo que, sin ninguna duda, se le desea a él y a su compañía) retome esa tendencia y nos ratifique que en esta ocasión sólo se ha tomado un saludable respiro a nivel financiero.
 

Juan Domingo Argüelles


La inutilidad de la poesía

Somos lo que comemos. Tal sostiene Marvin Harris en su espléndido libro Bueno para comer. Pero somos también, complementariamente, lo que va más allá de los alimentos terrestres. Somos, también, lo que leemos.

Y lo que leemos es muy poco, casi nada. En México, según las estadísticas, menos de tres libros, en promedio, al año. Y muchos (la mayoría), ni siquiera la mitad de uno; entre ellos, bastantes profesionistas, que fueron estudiantes, que nunca han leído un libro completo: tan sólo algunas páginas fotocopiadas, para pasar el examen, y nada más.

Y de esas escasas páginas que, en promedio, lee la gente en México, muy pocas, poquísimas, son de poesía. Porque la poesía no sirve para nada; si acaso, para caer en sus garras y, movidos por la insana pasión, escribir también otros libros de poesía que casi nadie leerá.

En su brillante ensayo “El costo de leer”, incluido en Los demasiados libros (México, Océano, 1996), Gabriel Zaid advierte que “en una economía rica, y en los estratos ricos de un país pobre, el tiempo vale más que las cosas”. Por ello, la gente justifica el hecho de comprar muchas cosas aunque no tenga tiempo para disfrutarlas. Y dentro de estas muchas cosas se incluyen a veces algunos libros “que nunca se leerán, pero están a mano, como una posibilidad, y pueden enseñarse a las visitas o mencionarse en las conversaciones”.

En general, la gente presume, aun sin leerlos, los libros de éxito, de moda, de “arte”, de actualidad, de política doméstica, de frivolidad farandulesca, etcétera. Pero muy difícilmente presume libros de poesía.

Los libros de poesía no parecen libros serios; no son lecturas que den caché ni sirven para mostrarnos, ante los demás, como informados o atentos al palpitar del mundo, y sí, por el contrario, pueden indicar (frente a los suspicaces y maliciosos) alguna deformación del gusto, algún vicio soterrado o una afectación vergonzosa que el señor y la señora de la casa no están dispuestos a mostrar delante de las visitas.

Si leer es un oficio de ociosos y de desocupados (Zaid agregaría, también, a los pobres, los enfermos, los presos y a los estudiantes antes de convertirse en ejecutivos), leer poesía es un oficio todavía más nefando. Es una pérdida de tiempo y una falta de seriedad.

Ante los hijos que leen poesía, en muchos adultos se enciende la sospecha de que pueden acabar como vagos, viciosos y holgazanes en vez de prósperos ejecutivos de empresa o secretarios de Estado. Su única esperanza es que la enfermedad de leer poesía pase pronto y, además, no deje huellas, aunque a veces no se alivian nunca y terminan, como lo temieron, en los talleres de poesía: les da por escribir versitos en lugar de emplearse en la más notable actividad productiva.

Leer poesía y, peor aún, escribirla, son cosas que, por lo general, no aportan nada a la cuenta bancaria. Por eso los jóvenes poetas son ovejas descarriadas en sus familias, y los viejos poetas son personas sospechosas que deberían sentar cabeza y dedicarse a hacer cosas con las cuales verdaderamente ganaran estima y dinero. Salvo raras excepciones, la poesía ni siquiera es un buen negocio para quienes la publican, ya no digamos para quienes la escriben. En las librerías pequeñas prácticamente no hay sección de poesía, y en las grandes se les destina un estantito arrinconado ante el cual pasan indiferentes los devoradores de bestsellers, de libros de autoayuda, de obras de actualidad y de materiales frívolos y sensacionalistas. Si se les pregunta a los libreros por qué no tienen una buena sección de poesía, ellos dirán que los editores serios no publican este género, y los editores a su vez se defenderán diciendo que no lo publican porque las librerías no lo venden.

Además (otro además), la poesía es inútil y sólo puede engendrar a seres melancólicos, escépticos, agnósticos, pesimistas, indisciplinados, contradictorios, ensimismados, desesperanzados y con una notoria incapacidad para entender los asuntos prácticos y obrar en consecuencia. Si les va bien, llegan a viejos y viven al día; cuando no les va tan bien acaban en la soledad o se suicidan. (En algunos casos, los becan.)

Sin embargo, es la inutilidad de la poesía lo que debemos oponer a la utilidad de todas las cosas prácticas, venales y exitosas que día a día nos avasalla. La inutilidad de la poesía que ha dado algunos de los momentos más extraordinarios de la sensibilidad y el pensamiento humanos y que nos ha entregado una compañía inigualable y una conciencia de ser y hacer algo en esa inutilidad que no se compara con nada.

Quienes nunca han leído un libro de poesía (argumentando que no la entienden) no saben aquello que afirmaba Savater: que se sale de la depresión leyendo y se entra a ella por la misma puerta, y que si el mundo vale la pena por algo es porque en ese mundo hay libros, algunos de ellos de poesía, gracias a los cuales le perdonamos a la inmensa mayoría de la humanidad su falta de vocación para la alegría y su pronunciada proclividad hacia la desdicha prosaica y las estériles obligaciones.

La inutilidad de la poesía, en cambio, nos entrega momentos insuperables: el mejor ocio del mundo, ese territorio que está más allá de las fronteras del deber y que se enclava en el mayor placer posible. ¿Qué sería de este mundo sin la poesía? ¿Qué sería sin los poetas? Esperpento y desilusión. Obligaciones y coacciones; nada más.

La poesía es un vicio. No es otra cosa. Y los buenos vicios, ya se sabe, huyen de los puritanos y de los puristas y de quienes creen que todo se explica, incluso los poemas. Habráse visto mayor absurdo: los poemas que nacieron de una pasión violenta, de una emoción animal, “explicados” patéticamente por quienes creen que el universo está hecho tan sólo de racionalidad.

Pero, como dijera también Fernando Savater, todo afán misionero es puritano y esto se va pareciendo mucho a un sermón para ganar prosélitos. La poesía se defiende, invicta, con los lectores que tiene. Contra todas las expectativas la poesía está viva.


Luis Tovar

 


¡Viva Mécsicou! (III)

El domingo pasado hablaba de tres motivos para incordiarse. El primero es eso que podría llamarse “síndrome Titanic”: sentirse bien por el mero hecho de que los gringos vengan a filmar a México. El segundo es advertir que para mucha gente pasó inadvertida una de nuestras mejores películas recientes. Desde luego, Bajo California, el límite del tiempo no es la única cinta mexicana contemporánea que presenta dichas características. Más o menos lo mismo puede afirmarse de Amores perros y Perfume de violetas, por mencionar sólo dos ejemplos. A diferencia de las dos últimas, la opera prima de Carlos Bolado tiene como uno de sus principales afluentes temáticos el nacionalismo. Para decirlo sin riesgo de que se piense en himnos patrioteros y poesías de arrebatada cursilería cívica, en Bajo California... hay un discurso visual, anecdótico e inclusive léxico que manifiesta un personalísimo y profundo sentido de lo nacional, entendiendo éste más a la manera lopezvelardeana de “La suave patria” que a la del “México, creo en ti”. Bolado no se propone hablar bien del país; tampoco mal. De hecho, no parece proponerse hablar del país en absoluto, y sin embargo la conjunción de su protagonista (un norteamericano de origen mexicano), su coprotagonista (un bajacaliforniano que jamás ha salido del terruño), el motivo de este road movie (la búsqueda que el protagonista hace tanto de sí mismo como de sus raíces), el recorrido efectuado (desde San Diego, California, hasta las pinturas rupestres en Baja California), así como la constelación de anécdotas, leyendas y mínimos incidentes que nutren a la trama principal, dieron como resultado una película que resulta imposible ver sin sentir que ahí hay algo que nos pertenece, algo de lo que podemos sentirnos genuinamente orgullosos, y que por ponerle un nombre llamamos lo mexicano, insisto, sin que eso tenga nada que ver con la idea que sustenta el homenaje a la bandera que se lleva a cabo todos los lunes en todas las escuelas.

Si hablo tanto de una película que hace mucho dejó de estar en cartelera es porque no encuentro un mejor ejemplo reciente que oponer a las películas-burrítous, el tercer motivo al que me referí en la entrega pasada.

La costra porosa del Taco Bell

Es muy grueso el pincel hollywoodense con el que se dibujan personajes y tramas, del tipo que sean. Por eso, cuando les da por ambientar uno más de sus productos de consumo en México, o darle volumen con algo mexicano, el resultado es equivalente a lo que se ofrece en cualquier Taco Bell: no se sabe si aquello es un taco tieso, una tostada enrollada, un sope sin salsa o la más delgada de las memelas. Le dan una cosa por otra, y aunque se supone que se trata de algo mexicano, cualquier connacional sabe que eso es cualquier cosa, menos un taco.

Como recién salido de un Taco Bell me sentí luego de ver varias películas: Del crepúsculo al amanecer (From Dusk Till Down, 1996), El mariachi (1993), ambas de Robert Rodríguez; La máscara del Zorro (The Mask of Zorro, 1998), de Martin Campbell; La mexicana (2000), de Fulano Mengánez, o cosas peores, como aquel bodrio inenarrable titulado Mambo Café, que por más señas tuvo a Thalía como protagonista.

Habrá quien piense que la condición de chicano de Rodríguez lo acerca a cierta sensibilidad mexicana y que eso le permite filmar lo que filma con cierto conocimiento de causa. Descartando que no se trata de “permitirle” o “impedirle” a él o a nadie filmar lo que se le dé la gana, incluyo casi toda su filmografía en el género películas-burrítous no por lo que él haga o deje de hacer, sino por lo que su actividad genera de este lado de la frontera: el “síndrome Titanic”; el tropel de medios de comunicación que se vuelcan sobre él y su reparto para oírlos decir, una vez más, lo bonito que es filmar en México; y quizá lo más chocante de todo: que haya quien piense y se atreva a decir que esa pedacería de imágenes, palabras o frases sueltas en español perdidas en un mar de diálogos lógicamente en inglés, más el montón de extras prietitos, pueden hablarle de México a quien vea la película en cuestión, ya se trate del Zorro, del Mariachi, del Desperado o del montón de pochas que Salma Hayek ha encarnado.

Así como hace algunos meses muchos “descubrieron” que en México existe un lugar llamado Real de Catorce porque allí se filmó una película estadunidense (La mexicana), recientemente hubo gran movimiento en San Miguel de Allende debido al rodaje de Érase una vez en México. En el primer caso le tocó a Julia Roberts hablar bien de este país; en el segundo, a Antonio Banderas, que dio la nota de ocho planas para las secciones de espectáculos y las revistas especializadas o no en cine, con dos amenazas dos: que Steven Spielberg “está planeando rodar aquí la segunda parte de El Zorro el próximo verano”, y que el anunciante de la cubanderas está “en contacto muy serio con Gregory Nava para interpretar a Emiliano Zapata, personaje muy importante en la vida política y social de este pueblo”. Zas.

Ahí no paró la cosa, pues el ibérico galán (que en mi opinión es un buen actor siempre que le impiden sacar al personaje basándose en el fruncimiento de cejas y la paradita de trompa) se hizo bolas parangonando su apoyo al psoe español, el “trabajo para el pueblo” que hizo Zapata, la lucha “por mí mismo”, la lucha “por los demás” del Caudillo del Sur, el ser “un hombre de izquierda” suyo y el ser revolucionario de Emiliano, sin que al final quedara claro si pretendía acercarse al personaje o establecer una distancia que no necesitaba aclaraciones. Eso sí, prometió ponerse a estudiar si es que la película se hace.

Por supuesto, lo mismo le hubiera dado si estuviera filmando en Nicaragua y no se tratara de Zapata sino de Sandino. Lo que no debería darse por supuesto es que a él se le haga tanto ruido porque quizá represente a un personaje histórico mexicano en una película cuyo guión muy posiblemente adolezca de todos los defectos que tendría, por ejemplo, una historia que hablara de la inmigración holandesa en la costa este de Norteamérica, basada en un guión de Vicente Leñero. Tampoco debería darse por supuesta la complacencia de propios y extraños que ven una película-burrítou y se la comen pensando que qué rico taco.




 
Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Carmen Aristegui: la saludable incertidumbre

No tiene una idea clara del momento en que se perfiló su trayectoria profesional y sin embargo sí le resulta diáfana su condición de vida dominada por dos pasiones: el periodismo y la política. Ambos universos los conoce porque el primero la conduce al segundo, en el sentido de buscar explicaciones, pedir cuentas y ejercitar el saludable juego del cuestionamiento a los vicios del poder público y las virtudes (cuando las hay) privadas.

Carmen Aristegui llegó al ámbito de la comunicación por un asunto más intuitivo que de planificación. Pretendía estudiar sociología en la Facultad de Ciencias Políticas de la unam, pero de pronto se decidió por esa carrera ligada a los mass media, el ámbito donde se maneja con fluidez tanto en los micrófonos de la radio como en la pantalla de televisión, pero siempre con un afán de exploración sobre los asuntos de interés político y social en México y más allá.

Algunas ojeras, varias sonrisas, cero glamour y mucha inquietud convertida en preguntas la acompañan en sus treinta y seis años y una trayectoria de tres lustros en las empresas Imevisión, Multivisión, Grupo Imagen y Canal Once, donde ha sido conductora, comentarista y entrevistadora en las emisiones de Puntos de vista, Desde México, buenos días, Para empezar, Partidos políticos y Primer plano, entre otros. Actualmente conduce la segunda emisión radiofónica del Grupo Imagen Telecomunicaciones que opera las estaciones 90.5 de fm y el canal 108 del sistema Sky.

Un programa de asuntos financieros y económicos en Canal 13 fue su inicio en los medios electrónicos cuando todavía era universitaria. Desde entonces se ha desarrollado alternadamente en la televisión y en la radio. La primera se le revela (y rebela) como un espacio de impacto brutal mientras que la segunda, generosa, le otorga más capacidad de un ejercicio crítico. Eso ha sucedido al menos hasta ahora. Espera que su regreso a la televisión ratifique su idea de que ese medio “está buscando nuevos caminos para recuperar las credibilidades perdidas”.

Como sucedió muchos años en aquel programa televisivo de análisis e investigación llamado En blanco y negro (compartido con Javier Solórzano), en su ejercicio diario, a Carmen le gusta la idea de ese espectro no colorido, por el significado provocador del extremismo. “A la hora de comunicar, ir al extremo puede ser más efectista y detonar una serie de sensaciones y de pensamientos que ayudan a la tarea.” De hecho, a sus entrevistados los trata de situar en el límite: “La idea es confrontar al personaje, de ponerlo en una situación difícil para que no sólo tengas una respuesta específica sino que puedas medir al propio personaje con su reacción. Más allá del fondo en la respuesta, la forma.”

Así, aun cuando no rehuye los polos de la realidad, prefiere los matices. “Los extremos nunca son justos ni acaban de explicar el todo. La realidad está marcada eternamente por el tamiz, las gradaciones”, comenta la comunicadora que no se asigna la etiqueta de líder de opinión (omito la palabra lideresa; resulta horrible).

“Se me hace soberbio considerarse líder de opinión. Cuando oigo el término sitúo a la persona en un pedestal que dice: ‘Síganme.’ Más bien creo que cuando alguien genera una identificación con el público es porque maneja cierta sensibilidad para entender medianamente lo que es relevante para el cuerpo social al que se dirige, conocer las cosas que le mueven, le gustan, le indignan. Alguien que puede tocar los puntos sensibles y de raciocinio que le importan a los demás. Pensarlo al revés me parece desmedido.”

Estrenada como madre hace dos años, hace malabares para atender su universo personal y el profesional con igual pasión y calidad. Asume que no es una combinación fácil pero no cambia por nada la riqueza que le genera su hijo que pronto irá al kinder. Mamá (casi) nueva, también apenas en junio recibió el diploma del Premio Nacional de Periodismo (junto con Javier Solórzano por su trabajo radiofónico al alimón) pero decidió no recibir el dinero correspondiente por considerar “fuera de lugar” la concepción legal del premio y su naturaleza actual ligada a la Secretaría de Gobernación (ya veremos los cambios anunciados por Santiago Creel para anular la injerencia gubernamental).

Consejera del ife cuando se estableció la estructura para la primera elección del jefe de gobierno del DF, Aristegui cree seriamente en el poder del humor y al mismo tiempo duda de la condición de neutralidad que siempre se le pide a los periodistas.

El primero, el humor, es una de las herramientas que le pediría a Santa Clós en una cartita, pues si bien no se considera solemne del todo, rehuye el humor en su ejercicio diario porque le tiene respeto y lo entiende como un asunto profesional que puede hacer maravillas. De la neutralidad descree porque es como pedirle objetividad a un sujeto. En ese sentido, asume que a su oficio le imprime su sello, su visión de las cosas. Lo que siempre se exige a sí misma es responsabilidad, intento de equilibrio, no distorsionar intencionalmente una información, no mentir de forma deliberada y mantener una saludable incertidumbre ante todo lo que la rodea.