Jornada Semanal,  22 de julio del 2001 
Juan José Gurrola

Juan Vicente Melo: 

 
El domingo 13 de mayo pasado, La Casa del Lago recibió, además de su numerosa y asidua concurrencia, a cuatro oradores convocados por la memoria de Juan Vicente Melo, a quien su casa lacustre le rindió un merecido homenaje. Hugo Gutiérrez Vega, Juan Ibáñez, Ignacio Solares y Juan José Gurrola se encargaron de invocar, a través de la palabra, al espíritu siempre activo del autor de La obediencia nocturna, director de La Casa, melómano y tantas otras cosas. Como muestra, presentamos aquí la ponencia de Juan José Gurrola.

Es indudable que la realidad que los mexicanos vivimos entre las puñaladas traperas de los políticos, el neoliberalismo guadalupano agringado y cimarrón (Raymundo Ramos), la demagogia rampante, los antros, el cabildeo de los “cultivados” cultivando favoritismos en la cultura, esta crisis sin fin, es una proyección de la mente visionaria de Jorge Ibargüengoitia. Vivimos una parodia ibargüengoitiana, indudablemente. En el exterior.

Pero si nos volvemos hacia adentro, pienso, también transitamos esa atmósfera oscura del laberinto existencial que se suda al leer La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo (como el Rulfo que viven a diario los campesinos). Y jamás podremos desprendernos de ella.

Pero esto nos ayuda a vivir gracias a aquellos que llevaron la verdad hasta sus últimas consecuencias. Pero no la verdad como un error sin el cual los seres humanos no podrían vivir (según Nietzsche), sino la verdad del simulacro, de la simultaneidad de presencias, de los excesos, de las contradicciones sagradas, de la nocturnidad de una obediencia indescifrable… sin saber a quién, por qué, por amor a qué. 

Veo lo anterior reflejado en miles de rostros jóvenes que no le encuentran sentido a la vida por la simple razón de que no lo tiene.

Yo me siento hermanado, pegado a Juan Vicente por ese goteo casual de la conciencia o de la mente, jamás premeditado, que sorprende por lo inaudito o lo imaginativo que puede ser, sin control. ¡Escancia nomás!, parece decir la copa de sabiduría de nuestro escritor. A la rectitud de muchos de nuestros muy buenos autores se enfrenta la sombría alucinación de la prosa juanvicenteana o melomiana. Recuerdo, por ejemplo, a Tomás Segovia.

Pero ya no hablaré de La obediencia nocturna porque respeto la voz de aquellos que han dedicado toda su vida a la literatura y dan un testimonio más acertado; me referiré a mi visión de esa cercanía, esa amistad indisoluble que hasta hoy comparto con Juan Vicente y, claro, con García Ponce. ¿Cómo pudo darme tanta vida y respaldo durante años? El apoyo continuo, las confidencias, los cuentos interminables. Y la malicia detrás de sus negros ojos de capulín y su agudeza mental de serpiente jamás domada, jamás. ¿Cómo le funcionaba el cerebro a manera de feria o fiesta jarocha? El amor a la vida y a las ideas aunado, en otras ocasiones, a sus falsos derrumbamientos sentimentales, como la virgen ante la cruz , llorando a mares para minutos después recobrarse y hacer resonar la sonaja de su verbo y acabar en el suelo riéndonos de todo. Malcolm Lowry con todo y la reverencia que se merece no era tan divertido, estoy seguro. No había acontecimiento que Juan Vicente no describiera hasta el mínimo detalle. Y, como Arreola, era capaz de sublimarse en la contradicción sin perder piso. 

Su plática era su novela diaria, su cuento semanal, su existencia de reptil alucinado con un poder de observación infinito que lo hacía dar vueltas mortales y caer parado. Una vez tuvo que entrar a Neurología y pasó algunas semanas en terapia. No alcanzarían los tomos de Durrel para contener la descripción de cada uno de los pacientes, entre los que se encontraban algunos conocidos, hasta el más mínimo detalle. Y sin alcohol. Sus cuentos de la hora de terapia ocupacional haciendo ceniceros de barro salían de una inteligencia monumental. No me atrevería a repetirlos porque sería un sacrilegio al teatro privado de la memoria de Juan Vicente, misma que hoy compartimos. 

La vorágine de ideas que compartimos en aquella época de esta maravillosa Casa del Lago fue el motor que decidió mi vida, después de Poesía en voz alta. Haber sido parte de un grupo, de la Generación de la Casa del Lago, que denominó Luis Panabiere, me enorgullece. Como los dadaístas, como el Ateneo, como Duchamp, Picabia y Mallarmé, como Buñuel y Dalí, me complace haber sido parte de algo tan contundente en la cultura sin saber bien a bien el significado de esa complicidad y su repercusión después de tantos años. 

Nada edificante, por otro lado. Pero tomando un párrafo del libro de Fernando Savater Idea de Nietzsche, que me pareció acertado para la ocasión, concluyo con esto: “La tarea del pensador [como lo es Juan Vicente] no es prestar consuelo y dulcificar la existencia, sino agravarla hasta el paroxismo…” ¡Aunque esto le haga perder un buen sueldo universitario!