Jornada Semanal,  29  de julio del 2001 
 

Marco Antonio Campos

Sobre El minutero

 
"La mujer es el sol central o el centro solar de la vida de López Velarde", nos dice Marco Antonio Campos en este ensayo que sirvió de prólogo a la más reciente edición de El minutero. El maestro Campos recuerda a los antepasados de López Velarde en materia de admiración por lo femenino: Manuel M. Flores y Gustavo Adolfo Bécquer. "La suave Patria" y "Novedad de la Patria" se entrecruzan y complementan. El ensayo glosa al poema y el poema comenta líricamente los grandes hilos conductores del ensayo. De la misma manera, los textos breves de El minutero se unen a los poemas de Zozobra y de El son del corazón.

"Sé poeta, aun en prosa", recomendaba Baudelaire; López Velarde cumplió en sus escritos esta exhortación, como Borges o Neruda, de manera ejemplar. Publicado el 19 de junio de 1923 en la Imprenta de Murguía, gracias a la mano noble de Enrique Fernández Ledesma y acaso de varios amigos, El minutero es uno de los libros clásicos mexicanos de poemas en prosa y prosas poéticas de nuestro siglo xx. No en balde hacia 1971 José Luis Martínez dijo que, si sólo existiera de López Velarde El minutero, "esa obra bastaría para que mereciese un lugar destacado entre nuestros prosistas", y agregaba que, pese a que las prosas fueron escritas para la prensa efímera, están hechas de la materia viva que permanece y dura.

Desde el 1 de septiembre de 1920, en el ensayo elegiaco sobre Anatole France, López Velarde anunciaba que el texto formaba parte de un libro en preparación llamado El minutero. No sabemos realmente (se puede suponer) si lo pensaba como un libro de prosas breves.

El texto breve o muy breve ya era algo que labraban en esos años los jóvenes ateneístas con delicada marquetería y taracea esmerada. Por ejemplo, Julio Torri había dado a prensas en 1917 Ensayos y poemas, y en 1918 Alfonso Reyes sus Cartones de Madrid; años después Mariano Silva y Aceves publicó Campanitas de plata (1925), prosas llenas de luz y de ternura, y Carlos Díaz Dufóo sus ácidos Epigramas (1927).

En estas obras, como en libros de prodigiosas brevedades posteriores (pienso en Los cantos de mal dolor y Prosodia, de Juan José Arreola, y en La oveja negra y Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso), hallamos textos a los que une misteriosa e íntimamente, no el género, sino un lenguaje a menudo muy elaborado, variaciones de tonos semejantes e hilos secretos. Es dable encontrar así en estos libros, la escritura solamente de un género y, en la mayoría, una relación entre sí de géneros: del poema en prosa, del cuento breve, del ensayo corto, de la fábula, de la estampa, del cartón, de la brevedad reflexiva... Libros que en una secreta arte combinatoria son raros y fascinantes.

Como López Velarde, Torri había leído muy bien los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, pero también a ensayistas ingleses, y López Velarde admiraba asimismo las prosas breves de Torri. Baudelaire inaugura en la poesía moderna el poema en prosa objetivo, es decir, esos textos donde el protagonista –el propio poeta– es con frecuencia más un testigo que un actor, y donde no es tan importante la oscilación de la llama lírica, sino contar musicalmente una historia con lucidez e ironía. Si Baudelaire nos legó en poesía y en prosa esmerados cuadros parisienses (que tanto gustaban a Eliot), López Velarde buscó dejarlos de Jerez y Ciudad de México, pero nunca llegó a tener una visión tan despiadada sobre la condición humana ni describió tan terrible y descarnadamente la corrupción de las personas y las cosas del mundo, ni menos utilizó con cálculo perverso el giro satánico.

Muchos autores han tenido como uno de sus medios de expresión favorita el Diario: he ahí casos notables como Du Bos o André Gide; otro, como Jaime Sabines, tituló uno de sus libros de poemas en prosa, en una conjunción alterada, Diario semanario; antes, a su primer libro lo había titulado Horal, pensando, no en la importancia de la semana ni en la del día, sino en la de la hora; López Velarde vio en sus breves prosas la insólita fulguración del minuto. Ya Xavier Villaurrutia, con su característica fineza crítica, hacía notar lo agudo del título. Y una curiosidad: es un título que corrió con fortuna a lo largo del siglo; El minutero fue utilizado una y otra vez en diarios, revistas y suplementos como encabezado de columna de noticias rápidas.

Como en sus poemas en verso, dos motivos habitan en El minutero en un correinado de nostalgia y luz: el pueblo natal y la mujer, y en menor medida, pero no por eso menos intensa, el paso ciego del tiempo, el catolicismo con fondo erótico, los honores a los amigos, la patria, las admiraciones literarias, la poesía y los poetas.

Pero dividir Jerez y la mujer resulta una ilusión o es sólo un decir. En cada texto, que es un árbol, tiembla el follaje femenino. Es el pueblo paradisiaco de la infancia donde conoció una fuente amorosa de santidad y una santidad amorosa, aunque también es el pueblo al que regresa para hacer campaña como diputado suplente y en el cual se siente extraño, o peor, es el pueblo devastado por las facciones en guerra, principalmente la villista, que disputaba con la de los federales la supremacía de la ignorancia y la brutalidad, una contienda a menudo sin reglas que apresuró la huida bíblica de las familias y la migración de las provincianas vírgenes que tristemente habrían de acabar viviendo de arrimadas en casas de parientes o sobreviviendo en sórdidas vecindades o vendiendo su cuerpo en prostíbulos de pena en las grandes ciudades del país. Si bien volver a ver sitios del solar nativo como la casa, la parroquia, el santuario, la plaza de armas, el jardín Brilanti, le devuelven instantes únicos e inolvidables, también, con la llegada de la guerra revolucionaria, muchas de esas imágenes se han convertido en un papel que alguien arruga y lanza al vacío por la ventana. Es el edén que mutiló la metralla.

Pero la mujer es el sol central o el centro solar de su vida. Representó, desde las primeras piezas líricas, lo absoluto. El fervoroso corazón lo dijo de diversas maneras en poesía y en prosa:

En mi pecho feliz no hubo cosa
de cristal, terracota o madera,
que abrazada por mí, no tuviera
movimientos humanos de esposa.
O expuesto de forma diferente en un ensayo breve de El minutero (con otras palabras Manuel M. Flores lo expresó décadas atrás): "Yo sé que aquí han de sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema que el femenino. Pero es que nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. Por ella, acatando la rima de Gustavo Adolfo [Bécquer], he creído en Dios; sólo por ella he conocido el puñal de hielo del ateísmo."

Por eso el paso del tiempo es el adversario más cruel y ya ha empezado a hacer mella en las armas del joven treintañero. López Velarde comprende que desde la época en que "estudiaba el silabario", el placer le ha dejado dos huellas desconocidas hasta entonces: el dolor y la carne. Pero todo acabará. El Arquero lanza 365 flechas al año y el uso perseverante del arco llevará a la vejez, que será "una sombra de flechas". Sólo queda ocupar el minuto con ímpetu furioso. Nada peor que arrastrar "un esqueleto valetudinario, un pensamiento inhibido y un corazón en desuso". El temor a la vejez y el horror a la muerte son tal vez el triste recado negativo, que se halla de manera explícita o soterrada, en textos como "Fresnos y álamos", "Meditación en la Alameda", "La última flecha", y "La necedad de Zinganol".

Hay dos piezas hondamente dramáticas que se asocian entre sí y que acaso nos digan algo del porqué López Velarde nunca se casó: "La flor punitiva" y "Obra maestra". López Velarde era consciente de que no dejaría descendencia. ¿Por qué? ¿Por una enfermedad venérea? Pero ¿qué tipo de enfermedad venérea? ¿Sífilis? En "La flor punitiva", texto escrito en un momento de terrible resignación, y que leemos con sobrecogimiento, el joven poeta describe, al ver su sexo, reacciones de su mal: "Y en las rituales resignaciones, roja como el relámpago de una bandera, sólo se afanaba la sangre, queriendo escapar en definitiva." Y líneas más adelante: "El furor de gozar gotea su plomo derretido sobre nuestra hombría." Si las prostitutas no se cuidan y no les importa contagiar al varón, éste, contagiado, puede seguir frecuentándolas y no suspender sus gozos.

Quizá este bello y dramático poema derive de manera inevitable hacia "Obra maestra". López Velarde (lo dijo en varias ocasiones) se impuso no casarse ni ser padre. ¿Por qué? Recordemos aquí dos frases: una, de "Obra maestra", donde dice que "la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas"; otra, de "Meditación en la Alameda", donde expone este motivo: "Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros." No debe quedar nada de nosotros. Ni una línea. ¿Para qué crear un descendiente que irá también a una tumba del cementerio? Es probable que fueran ésas dos de las razones, pero en una realidad menos literaria, quizá tuvo algo que ver su enfermedad y el temor a contagiar a seres inocentes. Se decidió por la soltería y ser como el tigre "que escribe ochos en el piso de la soledad"; por eso construye un hijo imaginario perfecto, ese hijo que no ha tenido, un hijo "hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación", y el cual será su "verdadera obra maestra". Me atrevería a pensar que no tener descendencia consanguínea fue para él un drama y una penitencia (como en Borges) que asumió con valentía dolorosa.

De los textos para amigos, ningunos atraen más que los hechos para su compañero y amigo –su doble, su hermano, su mellizo– Saturnino Herrán, textos donde, como dijo Xavier Villaurrutia, acabó escribiendo "una verdadera elegía". Son tres y los tres son excepcionales, pero tal vez en un libro como El minutero hubiera sido pertinente, por la extensión, los motivos y el tono, no incluir –igual es el caso del texto sobre Urueta– la "Oración fúnebre". Los otros dos, "El cofrade de San Miguel" y "Las santas mujeres", son simple y definitivamente dos brevedades clásicas. Hacia 1917, cuando Herrán pintó su cofrade, la crítica y el mismo Herrán lo consideraron como lo mejor que había pintado. El tratamiento del Cristo, en un cuadro como éste, no atraía en especial a López Velarde; él prefería las pinturas donde veía surgir un Cristo sencillo y puro; pero el retrato del cofrade se le acaba imponiendo: "Era preciso un Redentor víctima de todo, hasta de lo soez." El poema en prosa de López Velarde ha complementado y dado más vida, a lo largo de las décadas, al gran cuadro del amigo; desde hace mucho ya la crítica no puede disociar pintura y poema.

Por su lado, "Las santas mujeres" tiene la ternura irónica de crónicas de Don de febrero como "Bohemio", "Los viejos verdes", y "La Avenida Madero". La agonía, muerte y entierro de Saturnino Herrán son descritos por López Velarde de una manera que le hubiera gustado a él mismo vivirlos, o mejor, morirlos. De contenido hondamente trágico, este poema en prosa tiene (como paradoja) luces de gracia y gracejo. Se acaba leyendo con una sombra cómplice y amable, y queriendo más que nunca a Saturnino Herrán.

Escritos y publicados en 1921 en la revista El Maestro, a "Novedad de la Patria" y "La suave Patria" no hay casi crítico que no los geometrice como ángulos complementarios (seguramente López Velarde los pensó así); en suma, "Novedad de la Patria" es un espléndido ensayo breve que en ideas resume lo que en vuelo lírico "La suave Patria" contiene. Son textos irrepetibles: quienes han querido imitarlos han terminado en la involuntaria parodia o en la mueca caricaturesca. La revolución había negado con su diaria realidad inclemente las fantasías políticas y financieras del porfiriato. Ante la patria violenta se debía buscar otra verdadera y de raíz: suave, íntima, modesta. Una patria, no afrancesada o europeizada, sino muy nuestra, de cara mestiza, "castellana y morisca, rayada de azteca". El breve ensayo no es un programa político: es un reclamo por la paz y por la convivencia en los años de la paz. "Principiaré por decir que ‘La suave patria’ tolera las complicidades sentimentales, no las ideológicas", observó Paz en Cuadrivio –opinión que se extiende sin dificultad a "Novedad de la Patria".

En textos de El minutero, López Velarde dejó también un buen número de imágenes felices y definiciones inolvidables. Citemos algunas: en los álamos "tiembla una plata asustadiza" y en los fresnos "reside un ancho vigor"; aquella alta muchacha, Matilde, solía caminar luciendo por Jerez "su mantilla y su cintura afable"; la Ciudad de México es "millonésima en el dolor y en el placer"; en el lecho hay ocasiones en que "la carne se hipnotiza entre sábanas estériles".

Lo que no fue en el linaje consanguíneo, ocurrió en el linaje de la poesía. No es otra cosa la causa por la que Hugo Gutiérrez Vega lo llamó "el padre soltero de la poesía mexicana". Salvo Sabines, a quien le parecía cursi, es impresionante la cantidad de grandes y notables poetas a los que, por muy diversas vías, López Velarde influyó a lo largo del siglo XX: Villaurrutia, Gorostiza, Pellicer, Paz, Huerta, Chumacero, Bonifaz Nuño, Lizalde, Sandoval, Montes de Oca, Gutiérrez Vega, Zaid, Pacheco, Francisco Hernández, Vicente Quirarte... En vez de nuevas ramas al árbol familiar, López Velarde nos dejó un país de árboles.