Jornada Semanal,  29  de julio del 2001 
Vicente Quirarte y Hugo Gutiérrez Vega

El padre soltero

El pasado 19 de junio cumplimos ochenta años sin Ramón López Velarde, y Vicente Quirarte afirma que "elegir tal día para hacer entrega a Hugo Gutiérrez Vega del Premio Iberoamericano de Poesía" que lleva el nombre del zacatecano, "nos coloca en la venturosa obligación de mirar los caminos paralelos, las rutas fraternas que siguen ambos poetas". En estas líneas donde conviven la memoria puntual y el deslumbramiento frente a lo indispensable de la poesía, "que no se vende porque no se vende", Quirarte marca las rutas del mapa literario en el que se muestran los puntos de contacto entre nuestro padre soltero y Gutiérrez Vega. El galardonado agradeció la distinción con el discurso que presentamos a nuestros lectores, en donde este lopezvelardeano fidelísimo enumera sus muchos encuentros con el jerezano, entre los que destaca su "Poema hablándole de usted...", uno de los textos donde mejor se aprecia la justicia de que el director de este suplemento haya recibido, como Cabral del Hoyo, Arreola, Martínez, Chumacero y Bonifaz Nuño, el premio de poesía que lleva el nombre del padre de todos ellos.

Hugo Gutiérrez Vega 
y Ramón López Velarde

Vicente Quirarte

Para celebrar el trigésimo aniversario del Premio de Poesía Aguascalientes, don Víctor Sandoval concibió la idea –feliz y comunitaria, como todas las suyas– de convocar en el centro emotivo y geográfico de México a los poetas que hubieran recibido la mayor distinción que nuestro país otorga a sus malas conciencias. El discurso principal estuvo a cargo de Hugo Gutiérrez Vega, quien se había hecho acreedor al Premio en 1976 por el libro Cuando el placer termine. Con voz bien temperada, el poeta hizo gala de la oratoria clásica, esa que golpea con la contundencia de los argumentos y el poder de las palabras, no la que se vale de expresiones efímeras para el consumo inmediato. En el teatro que sirvió de foro a la Convención Revolucionaria de 1914, Hugo Gutiérrez Vega reivindicó a Ramón López Velarde padre soltero de la poesía mexicana.

En efecto, el jerezano inaugura entre nosotros el linaje del hombre solo, el mendigo cósmico que en fugaz comunión con la poesía, la mujer o la tierra, logra mitigar el desamparo del animal humano que renuncia al Contrato Social. Judío errante sobre sí mismo, tigre que hace ochos en el piso de la soledad, López Velarde nos enseñó además a desconfiar de las palabras y nos dejó la tarea de transformarlas en incendios que duraran más allá del artificio.

Ramón López Velarde abandonó este mundo hace ochenta años, el 19 de junio de 1921, el mismo mes en que apareció su poema "La suave Patria" y la prosa que lo vertebra, "Novedad de la Patria". Elegir tal día para hacer entrega a Hugo Gutiérrez Vega del Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde nos coloca en la venturosa obligación de mirar los caminos paralelos, las rutas fraternas que siguen ambos poetas –uno en la inmortalidad, otro en el presente– en esta "heroica insania de hablar solo".

¿En qué consisten sus afinidades electivas? ¿Qué une al primer poeta moderno y al que comienza a cantar en el instante en que se cumple la profecía de Rimbaud de que estamos en el verdadero tiempo de los asesinos? López Velarde confesó su temor –y su esperanza– de conocer el mundo por un solo hemisferio. Salió de casa, estuvo sólo en algunos rincones de México, pero los hizo ingresar en una imagen del mundo, como después lo harían Carlos Pellicer, Agustín Yáñez o Juan Rulfo. Desde su natal Jalisco, donde también prosperan un cielo cruel y una tierra colorada, y sus padres lo recibieron como el "don de febrero", Gutiérrez Vega salió para recorrer el planeta y en su poesía dar testimonio de sus peregrinaciones.

En 1921, México vivía la realización de su utopía. Álvaro Obregón era el consumador del movimiento revolucionario, como Porfirio Díaz lo había sido de la Segunda Independencia. Dos años antes había muerto Amado Nervo. El gobierno le había dispensado funerales tan fastuosos como los que había tenido Víctor Hugo en Francia. La Revolución consumada buscaba su poeta y expulsaba a los que consideraba contrarios a su marcha triunfal. En las páginas, humildes, de tipografía apretada, de la revista El Maestro, apareció un poema titulado "La suave Patria", firmado por Ramón López Velarde, poeta y abogado, autor de dos libros de versos. En un concurso convocado para celebrar el centenario de la consumación de la Independencia, el poetastro Carlos Barrera había escrito el poema "La ciudad de los cinco lagos muertos", antecedente del "México, creo en ti" y otros poemas lamentables que han hecho del Civismo la más inverosímil de las materias. En cambio, "La suave Patria" formulaba una nueva manera de hablar de nuestra tierra, nuestro cielo, nuestros héroes, para que cada una de estas palabras abandonara el nicho del lugar común y se transformara en "combustible de nuestra fantasía". Del mismo modo en que Baudelaire había hecho andar sus pasiones en los rieles de la prosa y de la poesía, López Velarde formula –que no explica– la tesis de su poema en el ensayo "Novedad de la Patria", y desarrolla su tesis de la épica sordina que se impone para hablar, desde lo más profundo, de un tema tan difícil con el amor, y más particularmente, del amor a la patria. Un amor que le habla de tú a sus próceres, que toma del talle a sus vendedoras de chía, que toma las palabras de la tribu para perturbarlas, azuzarlas, quitarles el sueño.

Hijo del padre soltero Ramón López Velarde, Hugo Gutiérrez Vega comienza a escribir bajo el imperio de una nueva utopía. Sus primeros poemas de amor, bajo el ala poderosa y transparente de los poetas del ’27, se transforman radicalmente cuando la rebeldía de su juventud se enfrenta al verano del ’68, con sus antecedentes y consecuencias. Viajero temprano, desde la distancia siente el desmoronamiento de un anhelo colectivo:

Apunto estas cosas una tarde de 1968.
El año en que los ángeles terribles
dejaron sus alas en las bodegas de cielo.
Uno de los mayores logros de la magia lopezvelardeana consiste en que sus poemas dan la impresión de estar escritos en lo que él llamaba la rápida prosa del vivir. Uno de sus poemas tempranos comienza con una frase que parece surgida de una conversación familiar: "Mi madrina invitaba a mi prima Águeda a que pasara el día con nosotros", la cual es rescatada mediante el vuelo estremecedor y enigmático de los versos "y mi prima llegaba con un contradictorio prestigio de almidón y de temible luto ceremonioso". Nuestro poeta era aún seminarista, "sin Baudelaire, sin rima y sin olfato". Nunca leyó a los poetas de lengua inglesa en su idioma original, pero su genial intuición lo llevó a adivinar los nuevos senderos por los que debía transitar la poesía. En ese espejo se reconoció Gutiérrez Vega. Como otros poetas de su generación, se valió de un lenguaje conversacional para explorar los misterios de siempre con la voluntad de encontrar lo nuevo. La implacable autocrítica, el sentido del humor, se combinan con una admirable capacidad para hacer de cada una de sus visiones una manera distinta de contemplar el mundo. López Velarde transformó una caminata por la Avenida Madero en emblema de la exploración que un hombre hace de sí mismo en el corazón de la ciudad. Gutiérrez Vega concibe que cada trayecto que nos es concedido es una peregrinación donde es preciso descifrar todos los misterios. Londres, Plasencia, Samarcanda, son más que pretextos para el texto. Son ritos de iniciación donde el poeta descubre sus innumerables rostros.

Hugo Gutiérrez Vega cree en la amistad, la más difícil de las relaciones amorosas, ésa que prospera más allá de la muerte. Varios de sus poemas están dedicados a dar testimonio de la fraternidad de los otros, del modo en que nos construyen. La más próxima de sus querencias es José Carlos Becerra, dos años menor que él, y muerto en Brindisi en 1970. López Velarde tuvo en el pintor Saturnino Herrán el espejo que necesitaba para contemplar su destino. En la "Oración fúnebre" en memoria del hermano que lo antecedió en la partida, el jerezano hace un retrato del que se va pero también un autorretrato del que se queda. En sus elegías a Becerra, Gutiérrez Vega ha dejado uno de los mejores retratos del poeta tabasqueño que ha trascendido la leyenda para dejarnos el misterio tangible de su poesía. Otro de sus hermanos es Ignacio Arriola. En un poema en prosa titulado, lacónicamente, "Oración por Ignacio", toma por el otro la pluma en el andén donde todos estamos esperando y escribe: "Se van los días de la primera lectura de libros que nos acompañan por toda la vida; la candorosa fascinación ante el misterio de lo femenino; las aventuras políticas nunca contaminadas por la impudicia del triunfo; las trémulas aproximaciones a la metafísica; la música escuchada por primera vez y convertida en una segunda naturaleza... en fin, todo aquello que forma el cuerpo de la juventud y que, más tarde, los años van liquidando con la acuciosidad de un relojero."

Que la evocación de Becerra y Arriola no despierte "el desaseo de la muerte" sino dé nueva luz animal inagotable de la vida. Hugo Gutiérrez Vega conversa frecuentemente con sus amados fantasmas, los reivindica como ángeles custodios de su vida y renovadores cíclicos de las palabras de la tribu. Por eso siguen vivos, como vivo está el corazón de López Velarde en la palpitación de los hechos de cada día. Todos ellos están presentes cuando Hugo Gutiérrez Vega recibe el Premio Ramón López Velarde en reconocimiento a la valentía con que ha representado y defendido a México, a su poesía, a su sed viajera, a las páginas que abre a los jóvenes y a las peregrinaciones que realiza especialmente para conocerlos en los rincones más alejados de la suave patria. Gracias a él, la poesía demuestra una vez más que es una tarea necesaria, que no se vende porque no se vende y que hace de Hugo Gutiérrez Vega un árbol sólido, como en su tiempo lo fue el zacatecano, "hondamente clavado en el corazón de la vida".


Mis encuentros
con Ramón López Velarde
 

Hugo Gutiérrez Vega

Vida y poesía están unidas indisolublemente y, con frecuencia, la más clara biografía de un escritor se encuentra en las distintas etapas, en los ascensos, en los descensos y en el transcurrir mismo de su camino por el territorio de la poesía.

Mi primer encuentro con Ramón López Velarde se dio a través de la lectura de la obra de González León, el poeta de Lagos de Moreno, así como del prólogo escrito por el jerezano para su libro Campanas de la tarde. En él llama poeta consanguíneo al boticario de Lagos, así como "monje de emociones intermedias". Nos habla de "una sencillez con paréntesis laberínticos" y reafirma su credo simbolista al decir que "la única originalidad poética es la de las sensaciones" y, por lo mismo, "la originalidad es el sexo mismo del poeta". De esta manera me permitió comprender en toda su profundidad humana la imagen sobre los labios de la monja que enaltecían y perturbaban las miradas de González León. Fue así como entré al mundo poético de López Velarde y ya nunca me alejé de sus fronteras.

En 1977 escribí el prólogo e hice la selección de la poesía de López Velarde para el número 49 de la colección "Material de Lectura" de la unam. Al trabajar en esa hermosa empresa comprendí que lo importante en la biografía de un poeta es lo que subyace en el fondo de su existencia y de sus quehaceres, aquello que le permite lograr la unidad plástica de la vida creativa y hacer que las palabras, especialmente los adjetivos novedosos, se sostengan por su propia esencia lírica. En el caudal de su poesía latían las dualidades funestas y sus talentos se gastaban en la lucha de la Arabia feliz con Galilea. En su personal zodiaco se enlazaban el León y la Virgen, lo asfixiaban "Ligia, la mártir de pestaña enhiesta y de Zoraida la grupa bisiesta"; y lo iluminaba dándole un permanente asombro la "criatura pequeñita y suprema, adueñada de la cumbre del corazón". Xavier Villaurrutia, Allen Phillips, Arturo Rivas Sáenz y Octavio Paz alumbraron algunas zonas de la poesía de López Velarde que para mí aún permanecían en la tiniebla, y me dieron un conjunto de gozosas certezas y de nuevas perplejidades.

El siguiente encuentro se dio en un texto que escribí en 1997 y titulé: "Poema hablándole de usted a Ramón López Velarde, padre soltero de la nueva poesía mexicana". Así lo hice por la sencilla razón de que en nuestras regiones a los padres se les habla de usted, mezclando el respeto con la ternura. Así dice el poema que, al final, resultó un poco velado por las lágrimas:

El jadeo, los silencios, el aire que no llega,
la enfermedad, su máscara morada...
Los minutos finales, la presencia de fantasmas amados
y la vida pasando ante sus ojos
ya mirando la forma de la muerte

Mi señor Don Ramón, el primero
en dar su forma a la poesía nueva,
el siempre joven, el que en la palabra
encontró los misterios de la vida
el inédito rostro de la muerte.

De sus manos salían los adjetivos
flores nacidas el día de la creación;
de su alma y de las sensaciones
nacía cada palabra inaugurando
el mundo, el día, la pena y los amores.

Esposo sin esposa,
deseoso de la vida y sus emblemas,
la soledad lo cubre, el tiempo que no existe,
el candor y la sangre del poema
lo defienden de todo.

Todo lo empezó usted,
padre, maestro, joven de soledad
y de palabras. Veo su fotografía,
su serio traje, el bigote triunfal,
los ojos derrotados.

En el puño esquelético
de la cruel madrugada
se van desdibujando
las letras de su nombre.

Tanto en "La suave Patria" como en el ensayo "Novedad de la Patria", López Velarde nos revela los aspectos más entrañables y verdaderos de los pueblos, aquellos que los demagogos manchan con su baba de mala retórica y que los políticos desfiguran con su afán de poder, su ánimo corrupto y la horrenda certeza de ser los dueños absolutos de la verdad. La patria profunda tiene "estatura de niño y de dedal"; en su seno, y bajo el trueno del vendaval, crujen los esqueletos en parejas, el bravío pecho de las cantadoras empitona las camisas y hace la lujuria y el ritmo de las horas. En ese viento compuesto de sensaciones mayores giran nuestras vidas, las pupilas se abandonan y el ser recorre su porción de tiempo en la carreta alegórica de paja.

El último encuentro se da en esta noche y en el momento en que la generosidad de varias instituciones y de los jurados me entrega el premio que lleva el nombre de Ramón López Velarde. Se lo agradezco con toda el alma. En mi ánimo hay más dudas que certezas respecto a mi obra y no me había dado cuenta del significado de este premio hasta que su anuncio incrementó mi capacidad de autocrítica y puso en alerta a los malquerientes.

Hace ochenta años, en la madrugada del 19 de junio de 1921, murió el padre soltero de nuestra poesía moderna. Lo veo en su alcoba submarina, precariamente instalado en "el perímetro jovial de las mujeres". Es la misma en la que no se celebraron las nupcias con Fuensanta y por ella flotan la flexible Sara, las náyades arteras, las jerezanas institutrices de su corazón, María, la de los "ojos inusitados de sulfato de cobre" y todas las virtudes del mujerío de esta patria humillada, ofendida, miserable y engañada, pero siempre "impecable y diamantina".

lustraciones de Gabriela Podestá