DOMINGO Ť 5 Ť AGOSTO Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

Sopa de cebolla

CRISTINA PACHECO

Cosa rara, esta vez fue Guadalupe y no su marido quien nos habló por teléfono para invitarnos a su cena de aniversario, el último sábado de abril. Recibimos su llamada mi tía Raquel, mi hermana Elisa, mi cuñado Alberto, mi marido y yo. Todos coincidimos en que debíamos prepararnos bien para la ocasión. Según experiencias previas, sabíamos que en la casa de Guadalupe y Joaquín todo era posible, desde que alguno de nosotros se hundiera en una duela falsa al atravesar la sala, hasta que el marido, en uno de sus arranques, terminara la sobremesa abruptamente: "Buenas noches. Ya es muy tarde." Nos exponíamos a semejantes riesgos sólo por cariño a Lupe, ahijada de mi madre.

Desde el año pasado, cuando nos reunimos con Guadalupe y Joaquín para su cuarto aniversario, no habíamos vuelto a visitarlos; sin embargo, a menudo comentábamos los incidentes de aquella reunión memorable. La tía Raquel estuvo a punto de caer cuando eligió un sillón con dos patas flojas. El hecho fue motivo de bromas. Guadalupe las celebraba como si no fuera la anfitriona y por lo mismo responsable de la seguridad de sus invitados. Con una sonrisa falsa, Joaquín se disculpó: "Le ordené a Lupilla que trajera al carpintero. Como de costumbre, se le olvidó. Siempre ocurre lo mismo, no sé por qué." Su tono se volvió meloso cuando se dirigió a su mujer: "Mi vida: cuéntame qué haces todo el día. Salgo en la mañana, regreso muy tarde. No tenemos hijos. Ya hasta estoy sospechando que tienes un amante." Agobiada, Guadalupe suplicó: "No digas eso." Joaquín le acarició el cuello: "No te pongas así, no te asustes. Hablo en broma."

A lo largo de la reunión ocurrieron otros incidentes. Logramos encontrarles el lado divertido hasta que llegó la hora de pasar a la mesa. Guadalupe anunció que nos había preparado su especialidad. Solemne y risueña, como la niña que presenta un examen, reapareció con un cazo de acero francés. Lo asentó sobre el mantel y pidió nuestra colaboración: "Pásenme sus platos." Apenas levantó la tapa, un escuadrón de diminutas cucarachas apareció en el borde. Se escuchó nuestro grito de horror y después el concierto de palmadas con que tratábamos de ahuyentar a los insectos sobre la tela con motivos navideños. Estábamos en abril.

Joaquín no logró contenerse y estalló en recriminaciones hacia Guadalupe: "ƑPero qué mierda es esta?" Temblando, ella trató de justificarse: "Papi, lo siento. No fue mi culpa. ƑCómo iba a imaginarme que a las cucarachas les gusta la sopa de cebolla?" En ese momento hasta Joaquín se rió.

Guadalupe desapareció con el cazo humeante. Cuando volvió de la cocina con el asado vi que tenía los ojos húmedos y llenos de temor y evitaba mirar a Joaquín. Comimos en silencio, hundiendo los cubiertos en la carne con mucha precaución, como si temiéramos que bajo la costra requemada anidaran otras cucarachas.

Mi cuñado Alberto se la pasó rascándose el salpullido que le irrita la piel cuando se altera, mientras Elisa le daba codazos exigiénole discreción. Yo devoré sin masticar. Mi tía Raquel fue mucho más hábil. Sin venir a cuento nos preguntó si la notábamos más delgada. Mentimos. Ella también: "Estoy haciendo una dieta muy rigurosa, pero no me importa. A lo mejor todavía encuentro algún valiente." Así justificó el dejar intacta su ración.

Octavio, mi marido, roció cada bocado con largos sorbos de vino tinto. No me extrañó que cuando nos despedimos de la familia me entregara las llaves del coche: "Maneja tú." Durmió todo el trayecto de regreso. Yo estaba preocupada, imaginando las recriminaciones que Joaquín estaría haciéndole a Guadalupe. Al llegar a la casa la llamé con el pretexto de agradecerle la invitación. Su voz aumentó mi inquietud, aunque insistió en que estaba "perfectamente bien". Antes de despedirnos la hice prometer que me llamaría si necesitaba algo. Colgó sin responderme.

II

Durante los meses en que no vi a Guadalupe me resultó difícil mantener el contacto por teléfono, ya que casi siempre, al primer timbrazo, contestaba Joaquín. Temí que hubiera perdido su empleo en la empresa donde era diseñador. "Lo dejé por mi gusto. Decidí independizarme. Tengo mi despacho en la casa. Es mejor y además así estaré muy al pendiente de Lupilla." "ƑLe sucede algo?" "No tengo idea. Dímelo tú." No supe cómo interpretar esas palabras. Joaquín lo advirtió: "No te asustes. Hablo en broma." Me estremecí, exactamente como vi hacerlo a Guadalupe la noche de la cena memorable, cuando su marido pronunció la misma frase.

En abril de este año, la mañana en que Guadalupe me llamó para invitarme a la cena, Joaquín le arrebató el teléfono y me hizo una de sus bromas: "No se preocupen. Esta vez el menú estará a mi cargo. No habrá sopa de cebolla." Alcancé a oír la protesta de Guadalupe y en seguida la risa de Joaquín: "Si vieras la carita de Lupe... Parece que no sabe que hablo en broma."

III

Octavio y yo fuimos los primeros en llegar. Las huellas de deterioro en la casa eran más visibles: el cortinero desvencijado, dos focos fundidos; pero al menos no cubría la mesa un mantel con nochebuenas en pleno abril. De muy buen humor Joaquín nos indicó en qué sitio, bajo la alfombra, seguían inseguras las duelas. Guadalupe lo celebraba todo, a veces antes de que su marido terminara alguna de sus ocurrencias, como si quisiera halagarlo a toda costa.

Elisa y Alberto aparecieron con la tía Raquel. Ella lamentó no haber conseguido aún el valiente que compartiera su existencia. Después, en un tono jovial, aclaró: "Si tuviera un marido no necesitaría molestar a mis sobrinos con que me traigan y me lleven a las reunioncitas familiares." El comentario acabó de relajarnos a todos.

Joaquín estaba particularmente afable y atento con Guadalupe. No permitió que ella sirviera las bebidas y a las nueve, cuando sugirió que pasáramos a la mesa, insistió en que esta vez ella sería como una invitada más. Cuando su esposo se fue a la cocina, Guadalupe nos comentó en voz baja: "No me ha dejado ayudarlo en nada." Mi tía Raquel sacó a flote sus resentimientos de solterona: "Déjalo que te sirva. Te lo mereces. O qué: Ƒnada más él tiene derecho a pasarla bien?"

Joaquín apareció en la puerta de la cocina con el mismo recipiente en que, un año antes, Guadalupe nos había ofrecido la sopa de cebolla. Levantó la tapa y la dejó caer al suelo. El estruendo desvaneció nuestras sonrisas. Joaquín, en cambio, parecía divertidísimo cuando extrajo del cazo una hoja de papel. Guadalupe se levantó de su asiento. Joaquín la inmovilizó con un grito que exigía nuestra atención: "Oigan esto: De mí sólo quedan mi sombra,/ mi silencio..."

Guadalupe corrió y se aferró al brazo de Joaquín para evitar que siguiera leyendo, pero él la rechazó con un movimiento brusco: "Espérate, cariño, no he terminado..." Como un loco revolvió el contenido del cazo y tomó al azar otra hoja: "Veamos lo que dice. Oigan todos: Abro los ojos/ y pregunto si es vida/ lo que está más allá de este minuto." Joaquín leyó la misma frase en voz baja, y luego soltó una carcajada: "ƑUstedes saben qué significa eso? Yo, šni madres! ƑEso es poesía, Guadalupe? Explícanos. Tú lo escribiste".

Elisa murmuró: "No tiene nada de malo." Octavio intervino: "Déjala, no la molestes." Joaquín puso cara de inocencia: "ƑMolestarla sólo porque comparto con ustedes su secreto? Resulta que todo aquí -abarcó la habitación con un movimiento muy amplio- está hecho un desastre porque la señora se dedica a la poesía. ƑCómo la ven? Me llevó meses saber en qué carajos pasaba todo el tiempo. ƑSe acuerdan de que hasta creí que tenía un amante? šHíjole, no pensé que estuviera tan mal de la cabeza!"

Joaquín consultó el reloj: "Es tarde y todos tenemos hambre. Si no, les juro que habría lectura para rato." Sonriendo volcó el cazo. Las hojas cayeron al suelo: "Cariño, mi amor, recógelas mientras les sirvo a nuestros invitados."