Jornada Semanal, 5 de agosto del 2001

 

CERVANTES POETA (IV)

Para Luis Cernuda, “Cervantes era poeta más original y valioso de lo que se cree, tanto como poeta lírico que como poeta dramático, porque es necesario hacer entrar ahí en cuentas sus dramas, comedias y entremeses en verso”. El poeta andaluz mexicano pone todo el énfasis en el elogio de algunos cantos de La Galatea, especialmente los que empiezan con estos versos: “Oh alma venturosa” y “Rica y dichosa prenda que adornaste”. Por lo demás, Cernuda pierde un poco el tiempo atacando a Lope de Vega desde la perspectiva de Góngora: “patos del aguachirle castellana” o “con razón Vega, por lo siempre llana”. Es claro que los seguidores de Lope golpearon rudamente a la poesía de Góngora, y lo hicieron para afirmar los valores de la claridad, de la transparencia y de la emoción. En nuestro tiempo, y después del homenaje que organizaron a don Luis de Góngora en Sevilla, García Lorca, Salinas, Alberti, Guillén y Cernuda, en 1927, el poeta cordobés recuperó su lugar eminente en la poesía castellana sin necesidad de disputar a Lope de Vega el suyo. Como decía mi neutral abuela (la conocían como la Suiza de Guadalajara): “Cada quien en su casa y Dios en la de todos.” Ahora bien, tiene razón Cernuda al decir que ni Lope ni Cervantes añadieron algo esencial al verso en la historia de nuestra poesía. No era ésa su intención. En cambio, Garcilaso, Góngora, Bécquer, Darío, Neruda, Vallejo, López Velarde, Lezama Lima... son poetas que cambiaron las formas y, sobre todo, el clima, la tensión espiritual de la poesía.

Al recordar un fragmento de “El cerco de Numancia”, y al reprobar la separación tajante que algunos críticos establecen entre la poesía dramática y la lírica, Cernuda coincide con Unamuno al pensar que Cervantes abrió nuevos cauces a una poesía reflexiva, “de meditación”. Sobra decir que en esa obra el autor “tuvo vislumbres del destino futuro y desdichado de su tierra y de su gente”. Esta es una parte del fragmento admirado por Cernuda:

En mí el rigor de tantas penas fieras,
pues mis famosos hijos y valientes
andan entre sí mismos diferentes.
Jamás entre su pecho concentraron
los divididos ánimos furiosos;
antes entonces más los apartaron
cuando se vieron más menesterosos;
y así con sus discordias convidaron
los bárbaros de pechos codiciosos
a venir a entregarse en mis riquezas
usando en mí y en ellos mil cruezas.
Cernuda y otros críticos han alabado otros aspectos de la poesía cervantina, sin insistir (que no viene al caso) en su originalidad y en la búsqueda de formas nuevas. Estoy de acuerdo con todos sus puntos de vista, pero quisiera insistir en el gran amor que Cervantes siente por sus personajes y en su urgencia de crearlos y echarlos a andar, es decir, dejarlos ser. Unamuno estudia bien estos aspectos en su “Vida de Don Quijote y Sancho”. Pienso que Cervantes supeditó los aspectos formales a su propósito esencial de servir a los personajes, y así lo hizo porque consideraba, y con razón, que tenía las formas dominadas y conocía a fondo las reglas y los secretos del oficio poético. Siempre he pensado que Rosamira, el personaje de “El laberinto de amor” (obra a la vez medieval y barroca), es un buen ejemplo de la versificación al servicio del personaje. Escuchémosla:
Honra, eclipse padecéis
porque entre nos y mi gusto
la industria ha puesto un disgusto,
por el cual oscura os véis;
mas pasará esta fortuna
que así nuestra luz atierra
como sombra de la tierra
puesta entre el sol y la luna.
Hay en La Galatea un soneto de rara perfección que, sin decirlo, homenajea a Garcilaso, el “Claro caballero de rocío” del que hablaba Miguel Hernández. Me parece un buen modelo de pericia formal puesta al servicio de la emoción:
Afuera el fuego, el lazo, el yelo y flecha,
de Amor que abraza, aprieta, enfría y hiere;
que tal llama mi alma no la quiere,
ni queda de tal ñudo satisfecha.
Consuma, ciña, yele, mate, estreche
tenga otra voluntad cuanto quisiere;
que por dardo, o por nieve, o sed no espere
tener la mía en su calor deshecha,
su fuego enfriará mi casto intento,
el ñudo romperé por fuerza o arte,
la nieve deshará mi ardiente celo,
la flecha embotará mi pensamiento,
y así no temeré en segunda parte
de Amor el fuego, el lazo, el dardo, el yelo.
A Cernuda le entusiasmaban “las seguidillas que cantan, alternadamente, en ‘Rinconete y Cortadillo’, ‘la Escalanta, la Gananciosa, Monipodio y Cariharta’”, pues ve en ellas una prueba del magnífico oído de Cervantes para la poesía y su afición por las formas populares:
 
Por un sevillano rufo a lo valón
Tengo socarrado todo el corazón.
Riñen dos amantes; hácese la paz.
Si el enojo es grande, es el gusto más.


Acierta Cernuda al ver en estas coplas la capacidad para cantar que tenía Cervantes, quien con ellas “nos demuestra que es un poeta nato”. Veamos otro ejemplo de esta naturalidad para el canto. Está en el capítulo xliii de la parte primera de Don Quijote:
 

Marinero soy de amor
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.

Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro...


Hay en esta forma de canto algo que viene del alma popular y un respeto a las reglas retóricas establecidas, pero hay además algo diferente. En ese algo radica la cualidad del poeta. Por esta razón, no hagamos mucho caso de lo que Cervantes decía sobre su capacidad lírica, haciéndose eco de los lugares comunes que los desatentos y los malvados habían acumulado en su contra. Tampoco hagamos mucho caso de las opiniones de algunos críticos y de las repeticiones de algunos dómines pedantuelos. Mucho aportó, directa e indirectamente, Cervantes a la poesía castellana. Descubrámoslo leyendo sus poesías sueltas, las intercaladas en su prosa narrativa y, sobre todo, volvamos los ojos a su poesía dramática. Esta será una bella aventura, pues, de paso, leeremos de nuevo sus novelas en prosa y nos detendremos a hablar sobre la sutileza de la diferencia que hay entre los géneros literarios. Pero no es este el objeto de mi trabajo. Aquí se trata de hablar de Cervantes poeta. Así lo hago. Leo un último poema y me callo para bien de este senado. He aquí los versos de nuestro prosista mayor, siempre enamorado de la poesía. Empecé con un entremés. Acabo con otro como postre. Escuchemos a Pedro de la Rana, alcalde de Daganzo, hablando del deber ser de los que gobiernan: Ante todo quería una rama fuerte para hacer su vara de la justicia. Así debía ser:

que no me la encorvase el dulce peso
de un bolsón de ducados ni otras dádivas.
Y así debían portarse el gobernante y el juez:
Sería bien criado y comedido,
parte severo y nada riguroso.
Nunca deshonraría al miserable
que ante mí lo trajesen sus delitos
No es bien que el poder quite la crianza.
Es lástima que los gobernantes no tengan tiempo para releer estas prosas y estos poemas. El mundo sería mejor si lo hicieran. Se iluminaría como quería Sor Juana, sería más justo y humano como quería nuestro Señor Don Quijote.
 
Hugo Gutiérrez Vega
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