Jornada Semanal,  5 de agosto del 2001 
Bashkim Shehu

La resistencia del lenguaje

El escritor albanés Bashkim Shehu nos entrega en este texto una relación de sus experiencias con la censura y con el "realismo socialista" que siempre fue el canon estético de la dictadura albanesa. Shehu reconoce el magisterio de Ismail Kadaré, "quien logró romper numerosos tabúes" y utilizó el lenguaje metafórico para burlar la estrecha vigilancia de los censores. Shehu pasó una larga temporada en la prisión y tardó cinco años en reencontrar su voz "después de la traumatizante experiencia del interrogatorio". Ahora, él y otros escritores luchan contra la censura "que tienen interiorizada y han convertido en una autocensura de la peor especie". Ojalá que sepan luchar colectivamente.

Mis experiencias con la censura y los ataques a la libertad de expresión son numerosas y diferentes unas de otras. Daré una idea general sobre su tipología en relación con el orden cronológico de los diferentes periodos que he vivido.

Los años setenta: la censura oficial estalinista. No sólo se trataba de imponer un dogma ideológico sino también, y tal vez de manera más importante, un conformismo estético. El canon estético había conservado el nombre de realismo socialista –el mismo que en la Unión Soviética algunos años antes. Sin embargo, desde finales de los años sesenta se había convertido en una mezcla de principios jdanovianos, de revolución cultural maoísta de los símbolos de la gloria nacional y de folclorización. Este conjunto ecléctico era una imagen de la inconsistencia inevitable de un régimen que debía modificar su retórica para preservar la continuidad del poder –su única continuidad. Es difícil decir si ese cambio era mejor o peor para un escritor de ficción, quien fundamentalmente debía frenarse a sí mismo y seguir un estilo naturalista para describir, en particular, la vida del campo, y el elemento más importante era la transparencia –es decir, escribir en un lenguaje popular o rural. Estos elementos debían oponerse al "intelectualismo burgués", como se le llamaba. Su proyecto era devaluar la posición del escritor.

La censura conocía sus propias fluctuaciones; a veces se endurecía, a veces se hacía más suave. Estos momentos estaban ligados a las campañas de cacería de brujas y a los intervalos entre ellas –incluso si éstas eran más cortas que los intervalos que las separaban. Es durante estos periodos relativamente suaves que las estrategias de resistencia, de manera furtiva, funcionaban mejor.

Había tres tipos de estrategias. La primera consistía en evitar los temas políticos mayores, que imponían rigidez y propaganda pura. Se trataba de abordar fenómenos políticamente neutros de la vida cotidiana: un matrimonio, un conflicto familiar, un viaje a otra ciudad o pueblo, en donde se encontrarían personas desconocidas, etcétera. Así era posible pintar personajes no sólo como estatuas de mármol, sino como seres humanos con sus complejidades, contradicciones, dudas y dilemas. Además, la expresión lírica dejaba un campo de expresión más grande.

La segunda estrategia consistía en escapar al pasado histórico de la "realidad no socialista", con el pretexto de apoyar la grandeza de la nación o describir sociedades injustas y opresivas. Aquí el autor necesitaba más espacio que el Big Brother de 1984 de Orwell. Al referirse al pasado, el autor se encontraba menos limitado a colocar a un héroe esquemático en el centro de su relato, y a respetar un maniqueísmo ideológico. Es más: podía, en un revés, darle lugar a su desaprobación y a su crítica, atribuyéndole algunas de sus opiniones a un personaje, o a través de la alegoría, haciendo el retrato de héroes negativos.

Esas estrategias tenían como primer objetivo escapar a los límites de la propaganda oficial. Sin embargo, también contribuyeron a la calidad literaria pues así se libera la energía creativa: es imposible para un autor no sentirse reprimido y desnaturalizado cuando escribe sobre cosas en las que no cree. Y a la inversa: en el totalitarismo, la transgresión política en un texto literario no siempre ayuda a la creatividad, lo que, después de todo, representa también una transgresión.

Pero había una tercera estrategia, ligada de manera más directa a nuevas formas de lenguaje literario. Tiene que ver con la metáfora, que ofrece numerosas posibilidades de innovación poética. El naturalismo era la norma estilística y las metáforas, en el sentido más amplio del término –es decir, incluyendo parábolas, simbolismo, etcétera–, no debían utilizarse. Se les consideraba sospechosas por varias razones. La más evidente era que con tal lenguaje se podían transmitir mensajes ambiguos. No obstante, la razón más importante surge de la forma misma, porque una forma nueva es percibida por el poder como algo considerablemente peligroso. Podría suponerse que para una tiranía es interesante que los escritores deban hundirse en mitos y sueños, tan alejados de la realidad como sea posible. De hecho, explorar formas nuevas, no convencionales, es de igual modo lo suficientemente perturbador para un dictador, que la descripción fiel de la realidad política al desnudo.

El uso de las metáforas o de los símbolos se desarrolló con el pretexto de evocar la literatura popular, la tradición oral de los mitos y las leyendas antiguas, lo mismo que los mitos históricos, transformando estos elementos nacionalistas en una imaginería puramente literaria. Es el camino abierto por Kadaré, quien logró romper numerosos tabúes. Recurrir a un lenguaje que diera libre curso a la imaginación era también mi estrategia preferida, y la más adecuada a mis idiosincrasias creativas.

Los años ochenta: la prisión. Entre otras cosas, fui acusado por tales actitudes heréticas en mis escritos, considerados propaganda subversiva. A pesar de todo seguí escribiendo en prisión, aunque me tomó casi cinco años reencontrarme después de la traumatizante experiencia del interrogatorio. Tan paradójico como pueda parecer, fue en prisión en donde me sentí más libre para escribir: los tabúes no tenían nada que ver con las nuevas formas de lenguaje, pero sólo se referían a problemas políticos explícitos. Además, eran los guardias de la prisión, no los expertos, los que ejercían la censura. Y mis lectores, como los de los demás escritores presos, eran sólo un grupo reducido de amigos, algunos a los que no conocía entonces, que se encontraban en otras celdas, cuando los manuscritos circulaban en secreto. No obstante, me sentí menos aislado que antes, cuando el horizonte receptivo no consistía más que en una idea vaga de la existencia –siempre incierta– de personas que entenderían mis mensajes. Y me sentía entonces menos aislado incluso si sólo pensaba vagamente, y en momentos de desesperación, que un día mis textos serían publicados. Al mismo tiempo estaba convencido, y lo estuve siempre, y los que conocen mi trabajo lo están también, de que la experiencia de la escritura en prisión mejoró la calidad literaria de lo que escribía. Y más importante aún: se trataba de un medio de supervivencia física y espiritual.

El periodo poscomunista: durante los primeros años aparecieron dos problemas mayores para la expresión literaria. Por una parte, después de un régimen totalitario largo, los escritores habían interiorizado la censura, convertida en una autocensura de la peor especie. Al suprimirse los tabúes oficiales, muchos de ellos tenían dificultades para liberarse de este mecanismo interno. Por otra parte, los autores que desde ese momento se sentían verdaderamente libres, pero que se habían acostumbrado a escribir en condiciones restrictivas, eran incapaces de construir un nuevo mecanismo de creación para sustituir al anterior. Algo les faltaba: o se abstenían, en la práctica, de escribir, o lo que escribían era más bien confuso. En contraparte, resultaba relativamente fácil para los escritores que habían estado en la cárcel o que habían sido prohibidos adaptarse al nuevo contexto. Parecería que la prisión o el exilio hubieran servido como transición hacia la libertad interior. No obstante, de cierta manera también estos escritores, y yo soy uno de ellos, vivían en el pasado; los textos que escribían trataban en su mayoría de sufrimientos experimentados. Necesitamos años para liberarnos del pasado y empezar a mirar las nuevas y más complejas realidades humanas.

Todo esto fue consecuencia de la inercia de las largas décadas de la dictadura estalinista, pero pronto emergió una nueva forma de autoritarismo. Se empezó a hostigar a los medios independientes, y a partir de 1986 prácticamente se había eliminado a la oposición y, por lo tanto, al multipartidismo. Esta situación perduró hasta a principios de 1997, cuando tuvo lugar un levantamiento popular, mientras el país oscilaba entre el peligro de un régimen policiaco abierto y el caos total. Fue en ese momento cuando salí de Albania. Regresemos a 1996. ¿Cuáles fueron los efectos del nuevo autoritarismo sobre la literatura? Por supuesto, había algunos casos esporádicos de censura en el "más clásico" sentido de la palabra e, igualmente, casos de violencia contra ciertos autores. Sin embargo, la amenaza contra la creación literaria, si bien funcionaba de manera más lenta, tomaba dimensiones mayores. El fenómeno más visible era el temor entre intelectuales y también entre numerosos escritores. Reaparecía el viejo reflejo de comportamientos sumisos y conformistas. Por otra parte, el gobierno no aplicaba directamente la censura contra la literatura: se contentaba con reducir su influencia sobre el discurso público, mientras se relegaba a la creación literaria a los márgenes de la vida social. "Déjenlos ladrar", era la actitud del poder hacia los escritores. Fue así como el novelista Vladimir Arsenijevic definió la situación de su propio país. Había similitudes entre la situación de la literatura por un lado en Serbia, bajo el gobierno de Milosevic, y por el otro en Albania, según la orientación que tomaran las cosas. El clima de temor, acompañado del deterioro del medio cultural, terminó por afectar a la literatura, pues ésta no puede sobrevivir sin comunicación con el exterior. En tal contexto, un grupo de escritores, artistas, etcétera, consideramos la idea de crear una alternativa cultural: una asociación o un club que no sólo sería un lugar para actividades literarias o artísticas, sino también un centro de reflexión sobre los problemas culturales y sociales –un punto de encuentro en el que se pudieran confrontar diferentes perspectivas. La sociedad parecía estar en un punto muerto, y nosotros pensamos que las cosas debían empezar por la cultura. No obstante, este proyecto no pasó del estado de sinopsis general, mientras que, incluso con los cambios políticos consecuencia del verano de 1997, la necesidad de contribuir a un nuevo espacio cultural se mantenía constante. Esta ha sido siempre una característica de nosotros, los escritores albaneses en Tirana (por no hablar de otras ciudades): ser incapaces de unir nuestros esfuerzos y preferir –cuando no coqueteamos con el poder– la lucha individual.

Traducción de Gabriela Valenzuela Navarrete
 

Ilustración de Margarita Sada