Jornada Semanal,  19 de agosto del 2001 
Rolando Cordera Campos

La economía política y
cultural de Carlos Monsiváis 

Rolando Cordera nos descubre en este ensayo algunos aspectos ocultos de la vida y los trabajos de Carlos Monsiváis, entre otros, su paso por las aulas de la Escuela Nacional de Economía “guiado por una imprudente inquietud juvenil”, tal vez la misma que lo llevó al café de la Facultad de Filosofía y Letras. En la parte central de sus observaciones, Cordera nos dice que “el proyecto vital de Monsiváis es el de vincular dialógicamente cultura nacional con cultura popular”. Esta vinculación desemboca en el inmenso caudal de la cultura universal. Por eso, sus crónicas y ensayos “nos ofrecen un registro permanente de los cambios, los avances y retrocesos” de la compleja sociedad mexicana. Cordera pronunció estas palabras en el Homenaje Internacional que se rindió a Carlos Monsiváis en octubre de 2000.

Todo está escrito sobre Carlos Monsiváis, pero todos sabemos que mucho más habrá de escribirse apenas concluya esta ceremonia. Sin embargo, para este temeroso participante, esta premisa es la única vía de salvación y salida del abrumador laberinto cultural y lingüístico de nuestro amigo bajo homenaje esta noche.

Son la cultura y la lengua, lo descubrimos una y otra vez, aunque él busque desviar nuestra convicción con el gracejo o el olvido, lo que está siempre detrás, gobernándolo todo, de las cotidianas cargas de nuestro héroe contra la ineptitud política y cultural, la abulia mental de los que mandan, la necedad de los que no cejan en tratar de oficializar y por ese medio momificar, nuestra vida pública y la creación cultural que le es indispensable.

Nadie mejor que Sergio Pitol para establecerlo con precisión y elegancia. Sergio cuenta, como siempre con maestría:

Ambos leemos en abundancia a autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos […] Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. En ese momento, Monsiváis marca una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana se le debe a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿y ésos quiénes son?, me responde escandalizado, que nada menos que los primeros traductores de la Biblia al español. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento […] que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado.
Eso, sigue Pitol, luego de citar la Autobiografía precoz, a propósito de las destrezas bíblico-memoriosas de Carlos, "explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura de Monsiváis, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de su ritmo, su secreto fervor. Y añade (y me temo que esto ya se volvió un doble pero nada casual homenaje):
El lenguaje bíblico tuvo que aceptar ritmos y palabras que en su mayor parte le eran antagónicos; su superficie se revistió con una tonalidad ajena que progresivamente lo fue permeando. La pasión […] por la cultura popular logró penetrar e incorporarse al majestuoso edificio construido por Casiodoro de Reina. Tal vez por ello aquel inicial "Fino acero de niebla" [un cuento que Carlos le leyó a nuestro informante y quizá a nadie más] resultaba diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma manera en que todo lo que después ha escrito resulta diferente a lo que escribimos sus contemporáneos. Un fuego de revelación yacente en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento todas las energías de su lenguaje.
Más y mejor, imposible, pero si cupiese duda podríamos recordar el entusiasmo con que Carlos Fuentes nos desvela otro Monsiváis, o cómo Octavio Paz hubo de admitirlo como interlocutor inevitable en una de las más célebres polémicas políticas que el país ha presenciado entre dos enormes hombres de las letras y la cultura. Así, es obligado admitir que referirse a Monsiváis es hablar de lenguaje y de una amplia y profunda acumulación interminable de la cultura literaria universal, aunque él prefiera acosarnos con jingles o películas mudas o boleros, o el penúltimo rumor esparcido desde su línea telefónica (el último vendrá cuando le regrese el primero una horas después de haberlo urdido).

Todo esto es misión imposible para un economista político como el que habla, economista que, ante tanta fama importada, como alguna vez dijo de sí mismo el inolvidable Efraín Huerta, se siente mejor ubicado en primer lugar, como economista de segunda del Tercer Mundo.

¿Qué tiene que ver, entonces, la economía con Carlos Monsiváis, el feroz crítico de costumbres y atentados a la lengua, el escritor que no se puede evitar porque cubre todos los espacios todos los días, el zar de la crónica y dictador implacable de la nota, el ensayo o la investigación histórica de la cultura nacional? Sin contemplación alguna él diría que nada, pero su biografía y los recuerdos de algunos, podrían mostrarnos para sorpresa de muchos a un Carlos economista político, no sólo por su obsesión por los precios relativos entre cuartillas escritas y videos o miniaturas adquiribles, sino porque su afán adquisitivo lo llevó a frecuentar a Keynes y a sus biógrafos, quizá si se quiere para confirmar algún chisme del grupo de Bloomsbury, y más adelante a la lectura y la glosa de Polanyi o Hirschman, dos de los grandes nombres de la economía política contemporánea. La lectura de Jorge Cuesta, que debo a la imperiosa recomendación de Carlos, me permitiría añadir que en esta inteligencia avasallante abrevó Monsiváis para intentar darle al proyecto de la izquierda y de un socialismo no clerical una ambiciosa actualidad.

Una imprudente inquietud juvenil también lo llevó a pasar por las aulas de la entonces Escuela Nacional de Economía, antes de aterrizar para aterrorizar el café de Filosofía y Letras. Nuestro querido amigo común Óscar González tendría mucho más que informar al respecto. Aquí me limito a decir que fue gracias a Óscar que yo conocí a Carlos y tomé contacto primerizo con su cooperación generosa, siempre asediada por una crítica feroz de nuestros primeros pasos en el periodismo político y cultural en una gran publicación estudiantil, Nueva Izquierda, que duró la friolera de dos números. No es ésta mi autobiografía, ni siquiera la ficha Carlos Monsiváis de la misma, pero estoy cierto que a él le gustará recordar aquellos días, de febril importación de C. Wright Mills o el Sartre de entonces, así como a Margarita Suzán, Daniel Molina, Ricardo Valero, Gabriel Careaga, entre otros, con quienes Óscar y él quisieron experimentar nuevas convocatorias para una izquierda que ya vivía el estancamiento de las ideas y la reproducción grupuscular propiciada por la represión y el aislamiento.

El proyecto vital de Monsiváis, de vincular dialógicamente cultura nacional con cultura popular, desemboca una y otra vez en asentar la importancia de una cultura universal que sin desbarrancarse en un fácil y necio cosmopolitismo, se nutra y a la vez enriquezca la propia cultura. Y es en el respeto permanente y comprometido a esta fórmula difícil, donde los que hacemos economía política y pensamos en el desarrollo de la nación, encontramos una veta inextinguible para darle a la reflexión disciplinaria, marcada por la fatalidad de la aridez numérica, una perspectiva mayor, panorámica, donde puedan darse la mano en comunión no forzada, el proyecto y la ambición transformadora de la economía política, siempre, desde sus orígenes, un discurso teñido de filosofía moral, enseñanza histórica y propósito político renovador. Sólo en un contexto cultural bien establecido y reconocido, puede encontrar esta visión un papel racional y coherente.

Las crónicas, los ensayos y los artículos de Carlos Monsiváis nos ofrecen un registro permanente de los cambios, los avances y retrocesos de quienes, sin pedir permiso, han venido ampliando e inventando nuevos derechos, mediante el expediente elemental de su reclamo y ejercicio. Por eso, sus textos nos remiten a pensar de otras maneras las ecuaciones simples y aun las complejas que resumen la economía política nacional, del mismo modo que su savia internacionalista o universal, siempre a la vista, nos permite recoger en cada momento del análisis o la crítica, la impronta de la globalización del mundo, económica y financiera sin duda, pero también y esencialmente cultural y política.

La masa, el pueblo, la muy abusada y mitificada sociedad civil es la arcilla con la que Monsiváis, el asiduo y encerrado crítico cultural que no puede dejar de hacer vida pública (y que, se ha dicho, por eso inventó el teléfono), el lector crítico de la política, ha recreado una visión panorámica y detallada de la sociedad del fin de siglo y del régimen. Sus relatos y notas nos dan cuenta de la marcha de una sociedad perpleja ante sus mudanzas, pero que del cansancio y la humillación del dominio prepotente ha sacado energías para vivir y sobrevivir en medio de implacables adversidades materiales y simbólicas, decidida a cambiar las cosas, más que con proyecto a partir de una "terquedad indignada". Así, la pluma del Monsiváis economista político registra y da coherencia a los cambios turbulentos en los perfiles políticos, culturales, de consumo y moda, de esas masas que con sencillez y sentido del orden, a la vez, se rebelan. En esta contemplación entusiasta de un pueblo en movimiento, de una sociedad que, lo postula Carlos, de todos modos se organiza, podríamos detectar en otro momento la veta veleidosa del populismo monsivariano.

Lector sin fin, cinéfilo insaciable y gozoso, Monsiváis es antes que nada un crítico ácido de la realidad que vive y que usa la ironía sobre todo como recurso de autodefensa. Desde aquellos días intensos, que con sus escritos logró guardar para todos nosotros, para luego dar entrada libre a sus rituales del caos, Monsiváis da cuenta de una sociedad que rompe amarras, se resiste a las rutinas del nacionalismo y los abusos del poder posrevolucionario y que, en medio del caos y el barullo, busca un orden nuevo, participativo y democrático.

Los textos y los dardos hebdomadarios del catequista de los indios remisos nos remiten básicamente a la sociedad urbana mexicana, que sin contar con soportes estructurales sólidos, habiendo dejado atrás un mundo rural semiderruido, ha transitado con celeridad del barrio al globo colgada precozmente de internet y demás hilos y alambres de la virtualidad. En sus escritos se dan cita todos los actores que configuran y desfiguran la sociedad civil imaginaria: prostitutas, indigentes, homosexuales, políticos, mochos, costureras, obreros, damnificados, indígenas, estudiantes, deportistas y burócratas. Perseguidos o puestos al margen del camino modernizador que los que mandan imaginan siempre para el goce de unos cuantos. Se trata de los que, por obra y decreto del corporativismo en que desembocó el Estado posrevolucionario, habían sido declarados invisibles y su acción cotidiana despojada de todo valor público y político.

Con la Manifestación del silencio, Carlos empieza a revelar estas presencias y como escritor y cronista de la emoción popular y la voluntad cooperativa y generosa, empieza a escalar las cumbres del reconocimiento y la fama. Los derechos humanos y la lucha contra la impunidad, el reclamo de equidad y respeto, la indefensión de los débiles, la centralidad paradójica de la diversidad social y cultural, la pluralidad de adscripciones y formas de elegir, la libertad sexual y el cultivo intenso del lenguaje, el sida como enfermedad colectiva de nuestra sensibilidad deformada, Cárdenas vs. el pri-Gobierno y, si se quiere, ya no, Marcos como síntesis y coro del reclamo de los indios de México, constituyen el gran haz con el que Carlos Monsiváis ha construido su portentosa economía cultural, su incisiva y ejemplar manera de ser radical sin abandonar la realidad dura de la economía política, que al final impone restricciones y exige prudencia y buen juicio. Y, vuelve a cuenta, irredento sentido de la realidad.

Quizá sea pertinente situar los inicios de este aprendizaje colectivo, del que dan cuenta las crónicas de Monsiváis, en el ’68, cuando a partir de una profunda indignación va tomando cuerpo una resistencia civil que arranca de una inédita o inesperada defensa de la legalidad, y se despliega en los años que siguen en los derechos humanos, las garantías individuales y el reconocimiento de la pluralidad y las más diversas expresiones del ejercicio de la libertad. Este es el universo secular que Monsiváis hace suyo y reivindica además para la izquierda y el pensamiento progresista.

Como sabemos, al brutal despertar que significaron las ráfagas sobre la Plaza de las Tres Culturas siguieron manifestaciones múltiples de una energía que pugnaba por encontrar otros cauces que los que le ofrecía un Estado que cada día representaba menos a menos. Esta energía, impulsada también por entornos económicos y sociales cada vez más estragados, descubrió con el tiempo que el progreso sin pausa que prometía el discurso del régimen posrevolucionario parecía más bien, y cada vez más, un rumbo sin puerto de arribo.

La sociedad que se organiza es, para Monsiváis, una entrada libre, un matraz donde cristalizan las experiencias más variadas y las necesidades más dispares. La furia de los tiempos duros del diazordazato, que llevaron a Monsiváis a convertir en consigna mayor el conservar la capacidad de indignación, cede el paso, tras los sismos de 1985, al registro militante de una capacidad colectiva, popular, de reconstrucción y renovación de estructuras que condensan una fuerza compartida, al calor de lo cual emergen los cambios en las mentalidades y los estados de ánimo que permiten la comunión entre el México plebeyo y airado y el país del reclamo democrático.

Esta actualización de la acción colectiva, de la que Monsiváis da cuenta en la explosión en San Juanico, la resistencia juchiteca o los movimientos estudiantiles, nos habla ya del avance de una sociedad que no se conforma con la distribución habitual de dones y bienes que, junto con los llamados al sacrificio permanente, el Estado había pretendido volver cultura política eterna. Así, para nuestro autor, esta casi siempre pacífica rebelión de las masas del México de fin de siglo registra avances graduales, pero a la vez realiza el abandono glaciar pero imparable del presidencialismo y la estadolatría. En su lugar, poco a poco, se va colocando una vertiente irredenta de la, en muchas ocasiones, inasible sociedad civil, una masa que no le confía en principio (y en ocasiones por principio) a nadie la conducción de su hartazgo.

Así, con humor e ironía implacables, entre la socarronería y una pretendida (poco creíble pero eficaz) ingenuidad, Monsiváis hilvana una visión (no siempre exenta de militancia) que pone por delante la hipótesis de una revitalización social que además ofrece la recuperación de la esperanza en un cambio con sentido y adjetivos. Esta apuesta, bien lo sabemos, no le impide referirse, entre bromas y veras, a lo que llama "la accidentada trayectoria semántica de la expresión sociedad civil".

En sus Crónicas de la sociedad que se organiza, afirma:

Durante mucho tiempo [la sociedad civil] significa la ficción que el Estado tolera […] luego, reintroducida por teóricos gramscianos, la expresión se restringe al debate académico. Al pri no le hace falta: tiene ya al pueblo registrado a su nombre. Luego de una etapa de recelo, los empresarios y el pan adoptan alborozados a la sociedad civil en su versión de "sectores decentes que representan al país", y la Iglesia ve en ella a otro instrumento para promulgar sus "derechos educativos" […] A la izquierda política el término le parece, por su heterodoxia ideológica, creíble y sospechoso.
La maleabilidad del término contribuye a que Monsiváis descubra una vitalidad social que, a pesar de haber sido por mucho tiempo una ficción –hoy se diría una realidad virtual–, ha ido recobrando a tumbos su voz. En una entrevista a Proceso (1998) Monsiváis puntualizaba: "O no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo", ironía que busca eludir "la pesadilla más atroz [que] es la que nos
excluye definitivamente" y nos pide tratar de entender la permanente tensión de nuestra historia entre tragedia y comedia, entre opresiones y avances de una sociedad que ha hecho, por derecho conquistado, de la terquedad indignada su aprendizaje colectivo.

Situándonos en un mirador ajeno a las formas de lo políticamente correcto mal entendido y traducido, hoy podríamos incluso celebrar la vena de la ocurrencia demoledora que tanto cultiva nuestro héroe, y que algunos han querido usar para menospreciar el valor de su crítica y su rigurosa mirada como hombre de ideas. Las ocurrencias de Monsiváis son manifestaciones espontáneas de un pensamiento robusto, confluencia del humor y la reflexión ilustrada en una prosa que a partir de un intenso compromiso social y una obsesión incontenible por la lectura, lo han llevado no sólo a describir "las formas enredadas –solemnes, divertidas o grotescas– de la vida en sociedad" y también "algunos fragmentos significativos de entrada libre a la historia, instantes de auge y tensión dramática", sino a poner por delante objetivos inconmovibles: "Puedo prescindir de metas, el obispado de Querétaro, la Presidencia de la República, la dirección del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, pero de metas mayores no. Un buen libro o una película me van cambiando la vida."

Quizá para evitar que los nuevos tiempos y rostros de la esperanza mexicana terminen dependiendo de que "el control remoto sea el principio y el fin de la democratización", "ni se estremezcan ante la cimitarra de la economía", sea indispensable dejar atrás la cultura entendida como un adorno siempre prescindible de los diferentes gobiernos, o como un proyecto que nunca termina de dejar las alturas. Habría que plantear, más bien, una reforma basada en la restauración de los puentes naturales entre política y cultura. La cultura no es ámbito cerrado o coto de unos cuantos autoelegidos. Por el contrario, la cultura es una fuente insustituible de estímulos críticos para ampliar y difundir el conocimiento y reconocimiento de nuestras realidades y, en este sentido, es obligado sustento de la política.

Por eso no es casual que un tema permanente de la crítica de Monsiváis sea la insistencia en que la cultura no es ni residuo ni divertimento de las clases ilustradas, sino pilar de una vida pública buena, donde la creatividad pueda florecer con democracia. En la medida, afirma, en que la cultura se reduzca al fortalecimiento de burocracias, programas aislados, derroches sin sentido, o pasarelas para vanidades trasnochadas, entonces seguirá avanzando la (pseudo) cultura del control remoto que, a su paso, avasalla a la maltrecha conciencia nacional.

Hace años, en sus cartas desde lejos fechadas en Essex, Carlos nos transmitió como divisa (a Tuti Pereyra, Eugenia Huerta y al de la voz) la de no perder la lucidez. Era el tiempo de la desvergüenza estatal después de la agresión criminal de Tlatelolco. Más adelante, supongo que tendré que agregar que ya más adultos, modificó su consigna a la de "no volverse locos", de cara a un grupo dirigente que iba hacia allá con velocidad de vértigo. Hace poco, ante los varios espectáculos grotescos con que el viejo régimen se despide, Carlos empezó a hablar y a teorizar sobre un "desorden social mental" que se desplegaba como pandemia a todo lo largo de la sociedad y la política, precisamente cuando nos preparábamos para vivir una democracia ya no otorgada por el poder, sino vuelta realidad por fin a varias voces y manos. Tres entregas puntuales para un tiempo mexicano que muta con celeridad, pero que todavía hoy se niega a entregarnos seguridad y promesas ciertas de un porvenir mejor, menos adverso y también menos sujeto al desatino o el abuso soberbio del poder.

Monsiváis tiene materia para rato y no hay que dejarlo reposar, ni como concesión graciosa a su proverbial insomnio. Monsiváis polígrafo y polifónico, profuso y ecuménico, demasiado veloz para seguirle el paso. Se me antoja imaginarlo a la vuelta de esta esquina en que se acaba el siglo y el fin de un ciclo se asoma, esperándonos con un nuevo y nutrido texto en la mano. El que muchos de sus amigas, amigos y reclutas le reclamamos: la gran suma que se requiere para avanzar en la invención de una nueva visión ilustrada de México y su futuro, el gran proyecto definitorio de nuestras plataformas culturales construidas a pesar de todo, así como de sus grietas.

Este tendrá que ser el inventario indispensable para intentar una recreación de la esperanza en una vida buena, en un país habitable, siempre bajo la vigilancia de la crítica rigurosa y racional, pero a la vez comprometida con las causas interminables de la equidad y la justicia, sin las cuales la celebración de la libertad es siempre una ceremonia de minorías encaramadas en el poder y la riqueza. De esto habla y piensa la economía política de la cultura que Carlos nos ha ofrecido y convocado a cultivar. De esto requiere como el oxígeno nuestro abrumado país, para abrir de nuevo brecha y dejar a un lado, en la periferia del proyecto nacional, a la intolerancia que quiere colarse so pretexto de la democracia ganada, pero también a la insensibilidad de unos tristes y ridículos modernos que confunden modernidad con imitación, y afirmación de la libertad individual con egoísmo posesivo e imposición necia del privilegio.