Jornada Semanal,  26 de agosto del 2001 
Gaspar Aguilera Díaz

La pérdida del reino y nuestro breve siglo 

 
Tiene razón Gaspar Aguilera cuando afirma que “aún son justificadas las utopías por las que el hombre contemporáneo continúa luchando”, sobre todo de cara a la crisis cultural e ideológica que nos plantea el fin de un milenio plagado de calamidades y el comienzo de una era cuyo signo más visible es la incertidumbre. Las ideas de Steiner y Habermas, preponderantemente, nutren esta reflexión en la que Aguilera Díaz se pregunta por las alternativas de la sociedad para evitar una posible desintegración, ante la cual, “como siempre, la poesía nos da otra luz, otra esperanza”.
Para Nietzsche, después de la destrucción de la polis antigua, 
la historia de la especie humana es la de un debilitamiento progresivo.
Todos los renacimientos subsiguientes no son más que arranques
ansiosos, sobresaltos parciales de la nostalgia de una expresión intelectual y estética perfecta.
George Steiner

El título de uno de los más célebres libros de José Bianco sirve muy bien para reflexionar sobre uno de los muchos significados que definen el fin del milenio. Tras el derrumbe de las ideologías, del Muro de Berlín y el fin de la guerra fría, aún son justificadas las utopías por las que el hombre contemporáneo continúa luchando.

Es muy probable que el tercer milenio todavía sea el testimonio de algunas de las aberrantes y absurdas inequidades que atraviesan a sectores muy amplios de una población marginada, a la cual el devenir o las vanguardias y aportes de la cultura le serán totalmente ajenos.

Ante este dilema, en el futuro los procesos y productos culturales no podrán generarse ignorando estas lamentables y graves desigualdades sociales, como si el arte fuese un resultado totalmente ajeno a las aspiraciones y valores sociales y humanistas que lo sostienen y fundamentan.

La tradición y la ruptura permearon estéticamente el ya extinto siglo xx, luego de diecinueve siglos contrastantes y complejos en los que vergonzantemente la violencia, la agresión y la intolerancia lo sepultaron todo bajo las crueles máscaras de la guerra, el exterminio y la limpieza étnica. Acaso la caída del Muro de Berlín contenga en sí misma todo el simbolismo de nuestro triste fin de siglo.

Entretanto, la literatura mostró su rostro apocalíptico en obras que registraron ese devenir marcado por una de las épocas más intolerantes de que se tenga memoria. La narrativa de Julio Cortázar, Paul Auster, José Saramago, Javier Marías, Soledad Puértolas, José Emilio Pacheco, Clara Sánchez, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, entre otros, nos devolvieron al menos una parte de ese rostro humano, sensible, pasional, que creíamos perdido en la vorágine más absurda y abrumadora de las últimas cuatro décadas.

En ese diálogo permanente entre el universo de la ficción, de lo fantástico, y el mundo de lo real, algunas propuestas y sus propios discursos frente al nuevo milenio se vuelven doblemente inquietantes, como lo señala Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio: "¿Será posible la literatura fantástica en el año 2000, dada la creciente inflación de imágenes prefabricadas?"

Son dos las vías que vemos abiertas desde ahora: 1) Reciclar las imágenes usadas en un nuevo contexto que les cambie el significado. El posmodernismo puede considerarse la tendencia a hacer un uso irónico de lo imaginario de los mass media, o bien, la tendencia a introducir el gusto por lo maravilloso heredado de la tradición literaria en mecanismos narrativos que acentúen su extrañamiento. 2 ) Hacer el vacío para comenzar desde cero. Samuel Beckett ha obtenido los resultados más extraordinarios reduciendo al mínimo elementos visuales y lenguaje, como en "un mundo después del fin del mundo".

Asumiendo este recuento bajo el puente de aguas turbulentas –como en la canción de Paul Simon–, en estos últimos treinta años del siglo el amor se nos apareció como una maravillosa pasión tan intensa como efímera e inaprehensible, como ese "milagro imperativo de lo irracional", y nos hizo "temblar, en lo más hondo de nuestro espíritu, hasta el último nervio y el último hueso, ante la visión, ante la voz, ante el más leve roce del ser amado", como bien lo describe Steiner. Esta educación sentimental de nuestro breve siglo –como lo define Habermas– hubiera sido aún más vacía sin las obras definitivas de Durrell, Bernhard, Miller, Pavese, Pessoa, Valéry, Kafka, Bataille, Genet, Arlt, Vallejo, Paz, Ajmátova, Canetti, Broch, Musil, Mann, Moravia, Vian, Rimbaud, Borges, Villón...

Sin embargo, como lo continúa señalando Habermas, "el umbral del próximo siglo atrapa nuestra imaginación porque nos lleva a un nuevo milenio. Este corte del calendario se debe a una cronología construida por una historia providencial, cuyo punto cero es el nacimiento de Cristo que, desde esa perspectiva, significó una interrupción en la historia universal". Es significativo, además, que la barbarie sea el distintivo del siglo que termina y que, como lo puntualiza este mismo pensador alemán, "produjo sin duda más víctimas, más soldados caídos, más ciudadanos asesinados, más civiles ejecutados, más minorías expulsadas, más personas torturadas, violadas, hambrientas, congeladas, más prisioneros políticos y fugitivos de lo que nadie nunca se habría imaginado".

Ante este panorama estremecedor, a la literatura le ha correspondido asumir su papel de testigo insobornable, registrando con congruencia esa desintegración de la realidad a través de sus propios personajes y sus propias historias.

En la apostilla a Auto de fe, su entrañable novela, Elías Canetti lo explica lúcidamente: "Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración, era posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Sin embargo, esto no significaba que fuera preciso escribir un libro que fuera caótico, en el que no hubiera nada inteligible; por el contrario, había que inventar, con una consecuencia extrema, individuos también extremos –como los que, en definitiva, integraban el mundo–, y yuxtaponer a estos individuos-límite, dentro de su disparidad."

¿Quedan aún alternativas viables a las que la sociedad pueda aspirar –como una utopía más del tercer milenio– antes de que esta desintegración de la que habla Canetti sea irremediable? En un ejercicio crítico riguroso y puntual, Habermas aventura una propuesta:

Por esta razón los primeros destinatarios de un nuevo proyecto social no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que trasciende las fronteras nacionales. Sea como fuere, la idea nos lleva a pensar que la globalización de los mercados debe ser reglamentada por instancias políticas: las arduas relaciones entre la capacidad de cooperación de los regímenes políticos y la solidaridad civil universal.

[...] Sólo bajo la presión de un cambio efectivo de la conciencia de los ciudadanos en la política interior podrán transformarse los actores capaces de una acción global, para que se entiendan a sí mismos como miembros de una comunidad que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros y la conciliación de sus intereses por contradictorios que sean.

Como un dramático y melancólico graffiti escrito ahí, donde estuvo el vergonzante Muro de Berlín, Habermas transcribe una sentencia del historiador marxista Eric Hobsbawn que retrata nuestra actitud frente al fin del milenio: "El corto siglo xx termina con problemas para los que nadie tiene una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba a su fin. No sabían mucho más que eso."

Y, como siempre, la poesía nos da otra luz, otra esperanza, en boca de uno de sus mayores oficiantes, el poeta cubano Eliseo Diego:

Hoy es tiempo de estupor. El mundo llega al fin del siglo y al fin del milenio con el derrumbamiento súbito de lo que muchos pensaron como socialismo: en la urss, en la Europa del Este. Un derrumbamiento ocurrido sin ruido ni sangre. Fue tan fácil, tan asombrosamente fácil, que todos nos quedamos con la boca abierta [...] Nosotros no sucumbimos allí, ni los profetas del socialismo sucumbieron allí. Marx es ajeno a lo que pasó. Sería tanto como atribuir los horrores de la Santa Inquisición a Jesucristo, aunque los horrores se hayan cometido en su nombre. América Latina tiene raíces que recuperar en la aventura de la creación de una sociedad distinta: ver en las raíces más hondas de su historia y oír voces que hablan desde un pasado muy pasado y que hablan a un futuro muy futuro.

La realidad no es un destino: es un desafío.