Jornada Semanal,  9 de septiembre del 2001 
 Jorge Amado

Capitanes de arena

Imagen tomada del libro Fotobiografía de Jorge Amado. Con fotomontaje de Marga Peña
En el trapiche hay un silencio que no rompe ni siquiera la comunión de dos cuerpos: el de Pedro Bala, que duda si lo que está a punto de hacer es correcto, y el de Dora, que le pide una última voluntad capaz de derrotar a la muerte. Los Capitanes de la Arena tienen miedo de quedarse "de nuevo sin madre, sin hermana, sin novia", y Pirulito, José Pedro, Sem Pernas, Joao Grande, Querido-de-Deus, Aninha, Rosa Palmeiräo y el Profesor se disponen a despedir a Dora, que de cualquier manera no los abandonará, pues está próxima a convertirse en estrella. Con esa misma difícil mezcla de tristeza y alegría, este suplemento le dice ¡salve, maestro!, al Amado que nos dio a Tieta y a doña Flor, a Dora y a los Capitanes, con estas palabras: ¡axé, mestre!, convencidos, gracias a su magisterio, de una verdad incontestable: "El amor siempre es dulce y bueno, aun cuando la muerte está próxima."

Dora, esposa

El cachorro contempla la luna sobre la arena. Sem Pernas sale del trapiche (viejo almacén de un muelle, ahora invadido por la arena), acompaña a doña Aninha a través del arenal. Ella había dicho que la fiebre no tardaría en bajar. Sale también Pirulito, quiere llamar al padre José Pedro. Confía en él, debe conocer algún remedio. 

Al interior del trapiche, los Capitanes de la Arena guardan silencio. Dora les pidió que durmieran. Se acuestan sobre el piso, pero son pocos los que duermen. Bajo la inmensa paz de la noche piensan en la fiebre que consume a Dora. Besó a Zé Fuinha y lo mandó a dormir. Él no logra comprender, sabe que está enferma, pero en ningún momento piensa que lo podría abandonar. Sin embargo, los Capitanes de la Arena temen que esto suceda; se quedarán de nuevo sin madre, sin hermana, sin novia.

Ahora, sólo Joao Grande y Pedro Bala permanecen a su lado. El negro sonríe, pero Dora sabe que su sonrisa es forzada, quiere animarla, una sonrisa que desgarra al negro por la tristeza que siente. Pedro Bala le toma la mano. Un poco más lejos, el Profesor, acurrucado, hunde la cabeza entre sus manos.

Dice Dora:

­¿Pedro?

­¿Qué pasa?

­Ven acá.

Él se aproxima. La voz de ella es apenas un susurro. Pedro le habla con cariño.

­¿Quieres algo?

­¿Te gusto?

­Tú ya sabes...

­Acuéstate aquí.

Pedro se tiende a su lado. Joao Grande se aleja y se acerca al Profesor. Pero no hablan, se entregan a su tristeza. Mientras tanto, una noche de paz se cierne sobre el trapiche; la misma paz que se halla en los ojos enfermos de Dora.

­ Más cerca.

Él se arrima, sus cuerpos se juntan. Ella toma su mano, la posa sobre su pecho. Arde en fiebre. La mano de Pedro rodea su pequeño seno de niña. Ella logra que la acaricie y le dice:

­¿Sabes que ya soy mujer?

La mano de él sobre sus senos; los cuerpos juntos.

Un gran sosiego en los ojos de ella:

­Fue en el orfanato... Ahora puedo ser tuya.

Él la mira, espantado:

­No, estás enferma...

­Antes de morir, ven...

­Tú no vas a morir.

­Si vienes, no. 

Se abrazan. El deseo es abrupto y terrible. Pedro no quiere lastimarla, pero ella no muestra señales de dolor. Todo su ser irradia una gran paz. 

­Ahora eres mía, dice él, con voz agitada.

En apariencia, ella no sufre en tal postura. Su rostro enfebrecido se llena de alegría. Hoy, la quietud pertenece sólo a la noche, la alegría se encuentra en Dora. Los cuerpos se separan. Dora murmura...

­Me gusta... Soy tu mujer.

Él la besa. De nuevo la paz inunda el rostro de ella. Observa a Pedro Bala con amor.

­Ahora voy a dormir ­dice.

Se acuesta a su lado, toma su mano ardiente. Su esposa.

La calma de la noche cobija a los esposos. El amor siempre es dulce y bueno, aun cuando la muerte está próxima. Los cuerpos ya no se mecen al ritmo del amor, pero los corazones de los dos niños no sienten temor alguno. Sólo la paz, la paz de la noche de Bahía.

En la madrugada, Pedro toca la frente de Dora con su mano. Está fría, ya no siente su pulso, el corazón dejó de latir. Su grito estremece al trapiche, despierta a los niños. Joao Grande la contempla con ojos desmesurados. Le dice a Pedro Bala:

­No debiste hacerlo.

­Ella lo quiso ­explica, y se aleja para no estallar en sollozos.

Se acerca el Profesor, se queda mirando. No se atreve a tocar ese cuerpo, pero siente que para él la vida en el trapiche terminó, ya no tiene nada que hacer ahí. Entra Pirulito con el padre José Pedro. El padre toma el pulso de Dora, pone la mano sobre su cabeza:

­Está muerta.

Inicia una oración. Casi todos rezan en voz alta:

­“Padre nuestro que estás en el Cielo...”

Pedro Bala recuerda sus rezos nocturnos en el Reformatorio. Sus hombros se encogen, se tapa los oídos. Voltea y ve el cuerpo de Dora. Pirulito coloca una flor entre sus dedos. Pedro Bala rompe en sollozos.

Vino la madre-de-santo Don’Aninha, vino también Querido-de-Deus. Pedro Bala permanece ajeno a la conversación.

Dice Aninha:

­Fue como una sombra en esta vida. Será santa en la otra. Zumbi de los Palmares es el santo de los “candomblés de caboclo”. También Rosa Palmeiräo. Los hombres y mujeres valientes se convierten en santos de los negros...

­Fue como una sombra ­repite Joao Grande.

Fue como una sombra para todos; un suceso inexplicable, salvo para Pedro Bala que la poseyó, y aun menos para el Profesor quien la amó.

Habla el padre José Pedro:

­Va hacia el cielo. No tenía pecado. No sabía lo que era el pecado...

Pirulito reza. Querido-de-Deus sabe lo que de él se espera. Que lleve el cadáver en su barca y que lo arroje al mar. Más allá del viejo fuerte. ¿Cómo imaginar un entierro en el trapiche? Es difícil explicar todo esto al padre José Pedro. Sem Pernas lo intenta con voz entrecortada. Al principio el padre se horroriza.

Es pecado; él no puede permitir un pecado. Pero lo acepta, no puede revelar dónde viven los Capitanes de la Arena. Pedro Bala calla.

Ilustraciòn de Mauricio Gómez MorinAlrededor, se extiende la paz de la noche. En los ojos muertos de Dora, ojos de madre, de hermana, de novia y de esposa, se vislumbra una gran paz. Algunos de los niños lloran. Volta Seca y Joao Grande se disponen a levantar el cuerpo. Pero, ante éste, permanece de pie, inmóvil, Pedro Bala. Volta Seca no puede mover las manos; Joao Grande llora como mujer. Aninha toma del brazo a Pedro, lo hace a un lado y envuelve el cuerpo de Dora en una manta blanca de encaje.

­Ve a Yemanjá ­dice­, también serás santa ­pero nadie logra alzar el cadáver; porque Pedro Bala lo abraza, no quiere soltarlo. El Profesor le dice:

­Déjala. Yo también la quería. Ahora...

La conducen hacia la quietud de la noche, hacia el misterio del mar. El padre reza y una extraña procesión nocturna se dirige hacia la barca de Querido-de-Deus. Desde el arenal Pedro Bala ve cómo se aleja la barca; se muerde las manos, extiende los brazos.

Regresan al trapiche. La blanca vela de la barca se desvanece en el mar. La luna ilumina el arenal; brillan las estrellas tanto en el cielo como en el mar. La paz reina en la noche. Esa paz que surgió de los ojos de Dora.

Como una estrella de blonda cabellera

Cuentan en los muelles de Bahía que, cuando un hombre valiente muere, se convierte en una estrella más en el cielo. Así sucedió con Zumbi, con Lucas da Feira, con Besouro, todos ellos negros valerosos. Sin embargo, nunca había ocurrido que una mujer, por más valiente que fuese, se convirtiera en estrella una vez muerta. Algunas de ellas, como Rosa Palmeirao, o como María Cabacu, se volvieron santas en los “candomblés de caboclo”, pero ninguna se convirtió en una estrella.

Pedro Bala se arroja al agua. No puede quedarse en el trapiche entre lamentos y sollozos. Quiere acompañar a Dora, irse con ella a las Tierras Sin Límites de Yemanjá. No cesa de nadar; nada, siempre hacia adelante. Sigue la ruta de la barca de Querido-de-Deus. Ve a Dora al frente, a Dora, su esposa, con los brazos que se extienden hacia él; nada hasta que sus fuerzas se agotan. Entonces flota, sus ojos contemplan las estrellas y la enorme luna dorada en el cielo. ¿Qué importa morir cuando se busca a la amada, cuando el amor nos espera?

¿Qué importa, además, que los astrónomos afirmen que aquella noche un cometa cruzó sobre Bahía? Lo que Pedro Bala vio fue a Dora, convertida en estrella, rumbo al cielo. Había sido más valiente que cualquier mujer, más valiente que Rosa Palmeirao, que María Cabacu. Tan valiente que, antes de morir, siendo aún niña, se entregó a su amor. Por ello se convirtió en una estrella en el firmamento. Una estrella de larga y rubia cabellera, una estrella como nunca se había visto en esa noche de paz en Bahía.

La felicidad ilumina el rostro de Pedro Bala. Consiguió también la paz de la noche. Porque ahora sabe que ella brillará para él, entre mil estrellas del cielo, más allá de la oscura ciudad.

La barca de Querido-de-Deus lo recoge.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.