Jornada Semanal, 9 de septiembre del 2001 
Ana García Bergua


Fenómenos bursátiles

para Adriana y Verónica

Llego a la casa y busco mis llaves entre todas las cosas que habitan esa bolsa que suelo cargar, aunque no haya salido a hacer nada que requiera de tanta previsión. Me temo que cargo demasiadas cosas, y que esas cosas se neutralizan entre sí. Y si volteo a mi alrededor veo a muchas mujeres como yo, cargando ese pequeño o gran bulto que nos distingue de nuestros congéneres, como si lleváramos siempre un lastre vanidoso, pasto siempre de bromas sobre nuestro desorden y nuestra distracción, y receptáculo de objetos sorprendentemente diversos. Está bien, quizá es un poco ridículo todo esto, pero ¿por qué los hombres no usan bolsa?, me pregunto, mirándolos a todos por la calle tan austeros, la billetera en la nalga, la pluma en la camisa, como si con eso fuera suficiente para enfrentar al mundo; ¿pues qué no necesitan nada más que su dinero y sus credenciales, qué no lloran, no se acatarran, no se peinan, no apuntan recados, no se comen algo de vez en vez? Quizá sí, quizá cargan lo mismo que nosotras, pero cuidadosamente repartido en los bolsillos, clasificado, compartimentado, como un homenaje al orden que ha de regir sus vidas: los billetes en la nalga, las credenciales junto al corazón, los dulces, condones y entretenimientos abajo y a un lado de lo que les da placer, las llaves colgando del cinturón. Cuando esa pequeña tienda departamental que es una vestimenta de hombre, con todos sus adminículos integrados, no resulta suficiente, recurren al portafolios y cargan su lastre particular, que no deja de ser cuadrado y ordenado, aunque ciertamente les ata las manos y frena esa especie de preparación para la aventura que hay en la ropa masculina–yo sé que el peligro acecha, pero ¿de verdad pueden ocurrirle a uno tantas aventuras, es decir, tener que escalar montañas, lanzarse de azoteas, cargar damiselas, correr por las calles en loca persecución, como en las películas? Para eso, ciertamente, cualquier bolsa o tacón es, por decir lo menos, un estorbo. 

Sin embargo, paradójicamente, yo creo que las mujeres solemos salir cargando tantas cosas porque nos preparamos siempre para que ocurra lo peor, que es, digamos, la aventura más agitada de todas: una inundación (entonces llevamos una ingente cantidad de kleenex), una sequía (entonces cargamos botellas para que nuestras criaturas no perezcan), una crisis de lugares sin baño (más kleenex, toallas para limpiar, espejos), un robo (el spray para los ojos, los alfileres y el cálculo de llevar poco dinero y nada de tarjetas, que es también algo que se carga), un ataque al corazón (son recomendables las aspirinas), un súbito divorcio (y la bolsa se llena de jabón y peine y maquillaje y crema y el cepillo de dientes y las joyas de la abuela) o la regla que se atrasa o se adelanta fuera de todo cálculo. En realidad, si nos ponemos a verlo, somos nosotras las más nómadas. El contenido de nuestras bolsas indica que, cada vez que salimos de casa, en el fondo no estamos muy seguras de que vayamos a regresar: quizá aterricemos en una casa grande con muchos niños, como Mary Poppins, o en una isla desierta, cómo saber. La vida en las ciudades no sólo es rara, sino peligrosa: existen, yo lo sé, las que llevan los tenis y los tacones juntos, para celebrar bellas y altas como modelos europeas y correr luego al estacionamiento como Silvester Stallone. Quizá para eso sí resulta mejor el indumento de los hombres con todos sus bolsillos, y es cierto que nosotras vamos un poco lastradas para el momento de la acción, pero una vez llegadas al refugio antibombas, no hay nadie mejor preparado que nosotras, no digan que no. Pero bueno, toda división entre hombres y mujeres (incluyendo la real) es de lo más limitada, y gracias al altísimo, muchos hombres de morral y mujeres sin bolsa me pueden desmentir.

De cualquier modo, yo sigo observando a aquel objeto que cargo invariablemente y cuyas posesiones, les decía, se pueden devorar y ocultar las unas a las otras como si fueran los miembros de una secta o los habitantes de un país rebelde, e insisto en pensar por qué la cargo. Quizá en realidad ella me carga a mí; o sí no, ¿cuántas de nosotras no andamos aferradas a la correa que pende de nuestros hombros, como de un consuelo o de un tubo de camión invisible? Quizá concibamos la vida como un camión que de repente da sacudidas y enfrenones, y para ello no hay como agarrarse bien. O quizá llevemos la bolsa como las mujeres de las generaciones anteriores, que iban con ella del brazo como si se tratara de un acompañante fantasma. Tal vez esa bolsa es un modo de no andar solas, o de andar con toda la casa a cuestas, como los caracoles, si no es que es parte de nuestra persona. Por eso, si nos pusieran a elegir entre la bolsa y la vida, quizá no podríamos entender la diferencia. Por eso, cuando hay una catástrofe, quedan entre los escombros puros zapatos: lo más probable es que el alma de las bolsas se vaya al éter con sus dueñas.
 

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Naief Yehya


La inteligencia artificial según spielberg (II)

Los pecados de Spielberg
Desde hace más de veinticinco años Spielberg ha despertado la ira de numerosos críticos y cinéfilos por varias razones, pero quizás la principal es que se le considera culpable de haber desatado la dinámica de comercialización de las películas megamillonarias que rige en Hollywood a partir de la campaña promocional de la cinta Tiburón (1975). Spielberg representa la ruptura con un Hollywood atribulado por las contradicciones de los sesenta y el comienzo de una nueva era de ambición comercial desenfrenada. Le debemos la transformación de los seriales de serie B en atronadores blockbusters. A diferencia de sus contemporáneos de la “generación dorada de los setenta” (Scorsese, Coppola, De Palma y Malick, entre otros), Spielberg optó por la manipulación emocional, ya fuera al presentar el mundo a través de ojos infantiles o al ofrecer lacrimógenas visiones de los desposeídos. No obstante, nadie puede cuestionar el talento ni el instinto cinematográfico del director de Parque jurásico (1993), un auténtico artista del manejo de la luz, un genio de la puesta en escena de secuencias de acción (basta considerar sus mil veces imitadas aventuras de Indiana Jones) y un visionario capaz de crear iconos universales como la amenazante aleta del tiburón, los niños que vuelan en sus bicicletas en E.T. (1982) o la nave de Encuentros cercanos del tercer tipo (1977). Spielberg ha creado numerosas imágenes imponentes y sobrecogedoras, pero quizás nunca antes tan vitales y fascinantes como en su nueva cinta, A.I. inteligencia artificial. Aquí la estética de Spielberg va del surrealismo a Piranesi y de ahí a las videoesculturas de Tony Oursler pasando por las fantasías perversas de los hermanos Chapman. Spielberg nunca ha sido un cineasta que pierda de vista su historia por culpa de los vistosos efectos especiales que utiliza y A.I. no es la excepción; por el contrario, el inmenso arsenal de recursos visuales tiene la función de crear metáforas o bien de acentuar y contrapuntear las emociones de los personajes. Imágenes devastadoras y hermosas como un robot abandonado en el fondo de una alberca, Manhattan cubierta por las aguas, el intento de suicidio de Dave y el encuentro con el Hada Azul son visiones desesperanzadas que representan de manera brillante la muerte del afecto en una sociedad infantilizada, incapaz de valorar sus emociones y dispuesta a desechar hasta sus obras más sublimes.

La inocencia de las máquinas
Uno de los elementos más notables de la cinta tiene lugar cuando Dave se encuentra con Gigolo Joe (Jude Law), quien también debe escapar de los humanos. Joe es también un androide programado para amar, pero su especialidad es el amor físico. Dos máquinas creadas para relacionarse íntimamente con el hombre (la mujer) y para dar placer de dos formas completamente distintas tienen en común una profunda inocencia que evoca la pureza cósmica del et. De igual manera, el viaje de Dave, Joe y el oso de peluche, Teddy, en busca del Hada, recuerda tanto al Mago de Oz (Victor Fleming, 1939) como al viaje desesperado que hacen los replicantes Nexus 6 a la tierra para encontrarse con su creador y exigirle que les extienda la vida en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). A pesar de que cada uno de estos viajes es distinto en naturaleza y en los métodos usados para tratar de conquistar lo anhelado, todos se caracterizan por un deseo casi infantil de satisfacer deseos elementales: Dorothy y Toto quieren volver a casa, Roy Batty y los demás replicantes quieren vivir más y Dave quiere ser humano para que su mamá lo quiera.

Laberinto filosófico
Es muy probable que Kubrick haya decidido no filmar A.I. debido a la intrínseca complejidad filosófica de la historia. Kubrick había explorado en 2001: Odisea del espacio (1968), al lado de Arthur C. Clarke, la evolución de la humanidad, del simio al hombre y de éste a Hal 9000; aunque la computadora es desactivada, el filme concluye con un feto cósmico que habrá de tomar nuestro lugar. No hay duda que para Kubrick el hombre era una especie condenada e irredimible; en cambio, Spielberg cree sin reservas en nuestra humanidad, la cual se manifiesta tanto en los niños que pueblan sus cintas, como en Schindler o en los soldados que pierden la vida para rescatar a Ryan. La colisión entre estas visiones es muy obvia en A.I. Por un lado sentimos repugnancia por la crueldad de los humanos en contra de los mecas (o androides mecánicos). Las masas vociferantes que celebran la destrucción de los mecas serían equivalentes a los fanáticos que aplauden una quema de libros inmorales o de pokemones. Pero por otra parte la humanidad amenazada con la extinción ve la proliferación de los mecas como un auténtico peligro para la supervivencia de la especie, ya que se trata de seres que un tienen instinto de conservación, a pesar de que no suplican por su vida en los flesh fairs, sí tratan de escapar a sus captores. Los robots tratan de sobrevivir en la clandestinidad y tienen un sentido de la dignidad que los lleva a tratar de repararse con los pedazos desechados de sus semejantes destruidos. Dave, quien es mucho más sofisticado que el resto de los mecas, nos obliga a preguntarnos: ¿qué es la consciencia?, ¿es la inteligencia evidencia de la existencia del espíritu? Y lo más importante: ¿qué es lo que nos hace humanos? Spielberg asume que al ser capaz de amar, Dave tiene espíritu; sin embargo, en el mundo de los hombres es sólo el prototipo de una línea de productos. El director y guionista hace un trabajo espléndido al usar un cuento de hadas para reflexionar en torno al impacto de la tecnología en el espíritu y en la trascendencia del hombre. Lamentablemente, la cinta pierde coherencia cuando Spielberg trata de responder a los problemas morales de la historia con una mezcla de evocaciones metafísicas y añade un forzado epílogo en el que redime a su personaje mediante un artificio gratuito que involucra los poderes ineluctables de seres superinteligentes y etéreos de otro mundo. 
 

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LAS ARTES SIN  MUSA
De chelos y violines

Alonso Arreola

Afinado por intervalos de quinta, tan sólo cuatro cuerdas le bastan al violín para hacer llorar al arce o a la haya, al abeto o al cedro. Hijo menor de la viola, llegó a la perfección de formas en el llamado setecientos europeo gracias al trabajo de los lauderos de Cremona. Tres octavas y una sexta componen su longitud y la presión que su delgadez soporta es de apenas de doce kilogramos. Más cercano a la cabeza y al oído del intérprete que cualquier otro de sus parientes de cuerda, el violín es en definitiva un objeto cerebral que pincha y corta el alma. 

Ejemplos de genios, sobran: Vivaldi, Paganini, Menuhin, Stern y quienes a ellos se han sumado y se seguirán sumando, siglo a siglo, robusteciendo al mundo clásico, continuando la historia prodigiosa del benjamín de la orquesta. Sin embargo, hay también algunos transgresores que han dado el brinco a la sombra y que ahora combinan conceptos y sonidos aprovechando la fineza de las cuerdas del violín en el marco del jazz, del rock y de la música electrónica. Gente como Stephane Grapelli, Didier Lockwood, Jean-Luc Ponty, Mark O’Connor, Jerry Goodman, Shankar, Mark Feldman, David Harrington y tantos más, cuyo objetivo ha rebasado el futuro que imaginaran los luthiers del barroco. 

Es en este experimental conjunto de instrumentistas en donde encuentra su sitio Claude Chalhoub. 

Nacido en Beirut y residente en Boston, Chalhoub (1974) comenzó a tocar el violín de manera informal a la edad de ocho años, inspirado en la música folclórica árabe. Al poco tiempo se inscribió en el conservatorio de su ciudad natal hasta que la institución se vio forzada a cerrar sus puertas por la guerra de 1980. Así, el joven continuó estudiando por su cuenta hasta que a los dieciocho años ganó el premio Queen Elizabeth, lo que le permitió becarse en el Royal College of Music de Londres, en donde estudió con Gregory Zhislin y Rodney Friend. A los pocos años ganó el premio por Mejor Interpretación (1997), otorgado por el mismo colegio, y su concierto debut en la plaza de San John Smith le abrió las puertas para tocar permanentemente dentro y fuera de Inglaterra.

En 1999, el argentino Daniel Barenboim fundó la West-Estern Divan Workshop and Orchestra en Weimar, e invitó a Chalhoub como primer violín. El ambicioso proyecto reunió a músicos de Egipto, Palestina, Jordania, Líbano, Israel y Alemania. Paralelamente, los intereses de Claude se extendieron más allá de la música clásica y de la tradición árabe. Se aproximó así a otros géneros musicales y comenzó sus experimentos, seguramente influenciado por el movimiento tecno árabe-inglés de coetáneos suyos como Talvin Singh y Shri.

No correrían más de veinticuatro meses para que fuera firmado en exclusiva por el sello Teldec Classics International (marzo de 2000). Grabó entonces su disco debut en Los Angeles, bajo la producción de Michael Brook (Sinead O’Connor, Brian Eno y Nusrat Fateh Ali Khan). En esta obra, Chalhoub pasó del violín a la viola, de ésta al piano y al harmonium y de ahí al bajo. Tchad Blake, quien trabajara con Tom Waits, Elvis Costello y Suzanne Vega, fue el encargado de la mezcla final. El resultado es loable; reflejo natural de un espíritu que rasga el tiempo y que encadena la crudeza de un violín sin procesar con los sampleos más trabajados del laboratorio digital, con guitarras españolas, tablas y percusiones hindúes, baterías, cajas de ritmos, elementos varios que dialogan superando con mucho lo anticipado por Nusrat Fateh Ali Khan y su State of Bengal. 

Por otro lado, cabe decir que para estas grabaciones Chalhoub utilizó un violín Stradivarius perteneciente a la Sociedad Stradivarius de Chicago, cuya misión es proveer estos instrumentos –temporalmente– a músicos de cualidades excepcionales.

Ocho de los nueve tracks son del propio Chalhoub; el restante es una recomposición de la obra “Gnossienne” del compositor francés Erik Satie.

De historia semejante, se nos aparece aquí la chelista inglesa Caroline Lavelle. Ella también estudió en el prestigiado Royal College Of Music de Londres, pero, a diferencia de Chalhoub, optó por alejarse de la ruta orquestal apostando por el reto de la propia composición. 

Las primeras influencias musicales de Caroline fueron casi todas clásicas, pero su trabajo como músico de estudio la llevó a colaborar regularmente en una gran variedad de proyectos: Radiohead, The Cranberries, Peter Gabriel, Siouxsie and the Banshees, Loreena McKennitt, Nigel Kennedy, Vangelis, Hector Zazou, Massive Attack y Ryuichi Sakamoto, entre otros. Sus trabajos incluyen también el soundtrack para la película de Ewan McGregor y Ashley Judd, The Eye Of The Beholder. Este disco hizo que el productor William Orbit se interesara en el quehacer de Lavelle, lo que dio como resultado un disco debut llamado Spirit. (Un reporte del UK Sunday Times publicó que fue el disco de Lavelle el que llamó la atención de Madonna para acercarse a Willim Orbit, junto al que produciría el multipremiado álbum Ray Of Light.)

El segundo disco de la inglesa vio la luz –al igual que el de Chalhoub– gracias a Teldec. En él expande su faceta de compositora y cantante, al mismo tiempo que su desarrollo en el chelo. Brilliant Midnight, realizado en la primavera de 2001, presenta canciones propias de Lavelle, pero con el soporte de músicos de la talla de Michael Nyman, Charlie May (Sasha, John Digweed, Paul Oakenfold), Clare Kenny y Carol Isaacs (Indigo Girls, Sinead O’Connor). Fue mezclado por Stuart Bruce (Loreena McKennit, Sheila Chandra). En él atestiguamos la fusión perfecta del pop con el clásico mediante un puente electro-étnico. Muy parecido estéticamente al de Chalhoub, el perfil de Lavelle es más ligero, aunque no por ello de menor calidad.

El año 2001 también verá la producción de un segundo álbum con Teldec, Lost Voices, con composiciones de Lavelle para voz, chelo y orquesta; una obra dedicada a poetas alemanes, franceses, polacos, irlandeses, ingleses, armenios y rusos de la primera guerra mundial. Toda una promesa.

Queden aquí estas palabras sobre dos jóvenes talentos que han inyectado vitaminas a un par de instrumentos malamente aislados (como protagónicos) al mundo clásico y del folclor.

Javier Sicilia


La lengua adámica

Cierta corriente lingüística –que el racionalismo de Saussure y su tan famoso como arbitrario concepto de la arbitrariedad de la lengua se encargaron de desalojar de las universidades1 – supone que en el principio de lo humano hubo una lengua adámica en la que las lenguas que hoy conocemos estaban unidas. Una mito-países de ese fenómeno se encuentra en el relato de la torre de Babel; un posible vestigio de ese mismo fenómeno está en el indoeuropeo que, según Littré, quien lo reconstruyó, contenía en sí mismo todas las lenguas que ahora se hablan en Europa y el sánscrito.

Aunque no es posible decir científicamente nada sobre la lengua adámica –más allá de la gramática que inventaron los vedas para preservar el lenguaje de los dioses, el misterio de ese fenómeno se pierde en la noche de los tiempos–; aunque probablemente ésta nunca existió históricamente, el ejercicio de la poesía en donde la relación entre el sonido y el sentido de las palabras no es convencional ni arbitrario habla de esa realidad. 

El poeta, en tanto se mueve en los territorios del espíritu con el objeto de mostrar el misterio de la vida y su sentido, busca en cada poema reencontrar la claridad original en donde entre la palabra y la cosa nombrada existe un vínculo no arbitrario, sino sustancial (recodemos en este sentido que para los hebreos, como para los indios, la palabra –la dabbar, en hebreo; la name, en sánscrito– significa a la vez palabra, pensamiento y acto. Es el anverso y el reverso del ser, el nombre y la esencia); busca, por lo mismo, realizar el acto de Adán en el Paraíso: nombrar la realidad, no sólo para darle a cada ser su nombre, sino para que a través de la palabra descubramos su justo sitio en el cosmos, su realidad espiritual, su misterio ontológico. 

Por ello, un buen poema –como si sus palabras resonaran en nosotros como una fórmula mágica– abre en nuestro intelecto una comprensión, no racional, sino espiritual, de los misterios de la vida. Es como si a través de su lenguaje las cosas que vemos todos los días y las experiencias que vivimos cotidianamente revelaran su sentido y, al mirarlas en su realidad más secreta, recobráramos la “pureza del corazón” de los místicos. 

Las palabras en el poema, escribe Milosz, el viejo, en “El cántico de las criaturas”, “no son los hermanos ni los hijos, sino los padres de los objetos”; son la forma esencial de la realidad, la clave y el jeroglífico que nos permite introducirnos en el misterio esencial de las cosas; un atisbo a la lengua que habló el primer hombre, Adán. Lanza del Vasto lo dice de manera preciosa en Viatique I, al hablarnos de sus emociones delante de una flor llamada junquillo:

Me inclino, se mueve elevando en mí mil delicadas ansias y mil finos deseos [...] la froto y un deseo de besos sube a mis labios.

Todos mis sentidos solicitados y frustrados por su naturaleza de flor permanecen sobre ella suspendidos. Está ahí, deseable e imposible, y me perturba una ligera inquietud.

Entonces, en el punto en que todos mis nervios se tienden, surge súbitamente algo que me llena de una satisfacción luminosa: ¡junquillo!

¡Junquillo! Había encontrado la palabra, y lo imposible se hacía. A través de la transparencia de un nombre encontraba la flor y me unía a ella con delicias. Desposaba en ella la húmeda desnudez, penetraba en ella las esencias secretas [...]

Esa mañana comprendí que la poesía es la búsqueda del amoroso vínculo, y que a través de la música de la palabra, el inadmisible foso que separa al hombre del mundo [...] se borra.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.

1 En relación con la crítica al concepto de la arbitrariedad de la lengua, véase el espléndido libro de Pierre Souyris, La désintégration du Verbe, Paul Roubaud, Aix-en-Provence, France, y mi trabajo, Poesía y espíritu, Difusión Cultural de la UNAM, México, 1999.


Luis Tovar


¡Y dónde está el guionista? (II)

En 1998, las carteleras de muchos países incluyeron un estreno que no lo era en realidad, o quizá pueda decirse que se trataba de un remake, aunque este concepto tampoco daba exacta cuenta de lo que uno vería en pantalla. Se trataba de Psicosis (Psycho). Cualquier cinéfilo que se respete sabe, porque la ha visto y muy probablemente quedó fascinado con ella, que ese título corresponde a la película que Alfred Hitchcock filmó en 1960, con Anthony Perkins en el mítico papel de Norman Bates. Pero no se quiebre usted la cabeza; lo que ocurrió hace tres años es que a Gus Van Sant, un director conocido básicamente por las películas Todo por un sueño (To Die for, 1995) y Mi camino de sueños (My Own Private Idaho, 1991), le dio por hacerse el interesante o por echarse a todo el mundo en contra –nunca se supo bien–, y se echó a cuestas el inopinado proyecto de volver a filmar la película que dio origen a lo que actualmente es el subgénero cinematográfico de los asesinos seriales.

Ni a los talones

Remakes  han hecho y se siguen haciendo por centenas –de hecho, y no es ningún secreto, el Hollywood actual vive básicamente del refrito, explícito o inconfeso, bien logrado o vergonzante–, pero Van Sant tuvo la peregrina idea de ir un poco más allá de esta californiana costumbre y seguir fielmente, uno por uno, los pasos dados por Hitchcock en la creación de este clásico del suspenso. Esto significó la necesidad de reproducir todos los detalles conocidos sobre Psicosis: tiempos de preproducción, rodaje y posproducción, número de locaciones, cantidad de equipo empleado, de actores (protagonistas, de reparto, extras), de tramoyistas y jalacables, más un largo etcétera. Incluso se supone que el presupuesto fue ajustado, en términos reales, de modo que fuera equivalente a los dólares que Hitchcock se gastó hace cuarenta y un años; resulta imposible creer esto último, pues hay una diferencia fundamental: el original de 1960 se vendía prácticamente solo, mientras que la versión de 1998 requirió, como ya es costumbre, una escandalosa cantidad de dinero sólo para promocionarla.

Obviamente, el principal elemento del que Van Sant se sirvió fue el guión utilizado por Hitchcock. Se supone que lo siguió al pie de la letra, sin omitir ni agregar nada de su cosecha, como suelen hacer quienes fabrican un refrito. Se supone que cada secuencia, escena, diálogo, movimiento de cámara, corte de edición, efecto de sonido, fueron respetados. También se supone que no se alteró siquiera el orden de filmación seguido por Hitchcock en su calendario de producción. Una calca, para decirlo fácil, que reprodujera con la mayor fidelidad posible aquella maravilla.

Si usted vio este ejercicio fílmico en el que Van Sant quiso ponerse a sí mismo en calidad de conejillo de Indias, ya sabe en qué acabó todo: en una película más del verano de hace tres años, que por supuestísimo no satisfizo absolutamente a nadie y que sólo sirvió como advertencia para que ningún otro insensato vuelva a intentar tan peculiar forma de suicidio profesional. Esta increíble y felizmente momentánea pérdida de sensatez del buen Gus vino a demostrar una vez más –aunque no hacía ninguna falta–, que un texto, no importa cuál, no puede ser leído de igual manera por dos personas distintas.

El libro sagrado

Es bien conocida la precisión que Hitchcock exigía en los guiones que dieron pie a su filmografía, y lo mismo el apego absoluto a lo escrito que se exigía tanto a sí mismo como al resto de los involucrados en cada producción. Abominador de la improvisación, recurría al guión como si se tratara de una Biblia. Para él, lo que estuviera escrito en esas páginas era incuestionable: había sido trabajado y retrabajado exhaustivamente, y contenía todo lo que hiciera falta a la hora de filmar. O, para decirlo de otro modo, si algún detalle del rodaje –una escena faltante que completara el sentido de la narración, un emplazamiento de cámara, una contratoma, algún elemento de la escenografía, cualquier cosa– no estaba escrito, entonces simplemente aún no había guión. En tales condiciones, ni el tiempo ni el costo de producción podían calcularse y, por ende, el rodaje no podía empezar.

Muchos de los más famosos directores trabajaban o trabajan de manera similar. Entre los muertos cuente usted, junto a algunos otros, a Lang, a Kubrick, a Curtiz, a Pasolini, a Tarkovski, a Huston; entre los vivos incluya los nombres de Altman, Thomas Anderson, Malick, Allen, Bertolucci, Forman... y no muchos más, porque ni antes ni ahora –aunque pareciera que ahora menos que antes– los guiones y los guionistas gozan de un respeto a la altura de su importancia, y sí en cambio son bastante minimizados y su trabajo suele sufrir desde modificaciones menores hasta altas traiciones, dependiendo del productor y el director que les toque en suerte. Claro está que aquí no cuentan los realizadores que hacen su propio guión, pues mantienen de principio a fin el control absoluto de su obra. Nos referimos más bien al especialista, al profesional que se dedica a escribir guiones, y a su agridulce relación con quienes precisan de su trabajo. Al respecto, recuérdense las volteretas en el juego de poder entre guionistas y no guionistas en El ejecutivo (The Player, 1992), donde se pone de manifiesto, entre otras cosas, el ínfimo lugar que la gran industria cinematográfica le concede a quienes deberían ser su principal surtidor de ideas, pero también lo grave que puede resultar la absurda intención de prescindir, vía el ninguneo, de quien produce no sólo un elemento más de la película, sino quizá el más importante de todos. 

(Continuará.)

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Michelle Solano

Del escenario al celuloide

A pesar de que el teatro y el cine constituyen dos lenguajes distintos que se decodifican de modos aparentemente disímiles, ambos se nutren, en su esencia primigenia, del mismo material: un texto. 

No son pocas las obras teatrales que se han llevado a la pantalla cinematográfica, desde las obras clásicas de autores como Shakespeare y su vastísimo repertorio (Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, Tanto para nada, etcétera) pasando por los consabidos musicales de Broadway (Evita, El fantasma de la Ópera, por mencionar algunos) hasta obras que se inscriben dentro del teatro contemporáneo como Caricias, del catalán Sergi Belbel. 

El paso de una obra de teatro a la pantalla corre siempre el riesgo de volverse teatro filmado y esto, lejos de encarnar un simple prejuicio, tiene que ver con las limitaciones que a cada una de estas artes le son impuestas por sus propios recursos.

Mientras que en el teatro se puede jugar a que tal o cual espacio sirve a la vez de cocina, recámara, parque, elevador, y establecer diferentes atmósferas, ambientes y convencionalismos como el día o la noche a través de la escenografía y la iluminación, en el cine (salvo algunas excepciones, que obedecen más a la historia en sí que a la propuesta visual) se vuelve sumamente tedioso ver cómo toda la acción se desarrolla en un mismo espacio.

Otro factor digno de ser tomado en cuenta es el hecho de que cada historia exige –si tal hecho es posible– su propios género, medio, extensión y duración, de modo que aunque uno se enfrente a una novela, cuento u obra de teatro maravillosos, habría que cuestionar si verdaderamente pasarían bien al cine; por principio de cuentas, el primer detalle que tiene que hallar solución es si se tratará de una adaptación o de un guión basado en la obra homónima. Parecen nimiedades, pero luego resulta que aquello que uno ve en la pantalla ni es la obra original, ni es una adaptación, sino todo lo contrario… Claro que siempre hay modos de zafarse del asunto: “Bueno, es que evidentemente yo tomé parte de la obra para hacer un homenaje que bla, bla, bla”. La realidad es que hay que ser muy hábil, conocer la obra a profundidad, empaparse y llegar hasta la cocina, para que en ese paso de teatro a cine surja otra obra de arte, porque aunque esto parezca difícil, ya se ha logrado, es posible, sucede.

En México existen algunos ejemplos que vienen, de manera ideal, a demostrar lo anterior. Curiosamente, dos obras de teatro que recientemente se han llevado a la pantalla son del mismo dramaturgo: Jesús González Dávila (1940-2000): Crónica de un desayuno, que en su versión cinematográfica dirigió Benjamín Cann y De la calle, opera prima de Gerardo Tort próxima a estrenarse.

Crónica de un desayuno, o Aroma de cariño (primer título que le dio el mismo González Dávila) se ha montado muchas veces, incluso con María Rojo en el mismo papel que también hace en la película. El texto dramático, como la mayor parte de la dramaturgia de Jesús, es sumamente complejo, poblado de matices y sobreentendidos; es una de esas obras donde lo que no se dice cobra mucho mayor importancia que lo que se expresa verbal o anímicamente.

Por su parte, De la calle constituye un mito teatral gracias a que el primer montaje que se llevó a cabo de esta obra fue dirigido por Julio Castillo (1944-1988). La historia que se cuenta es la de Rufino, un niño de la calle que busca a su padre. De alguna manera es un tratamiento teatral de uno de los principales temas rulfianos, expresado, como se sabe, en Pedro Páramo, pero trasladado a la gran ciudad.

Ninguno de los dos guiones cinematográficos fue escrito por Jesús González Dávila, pero hasta donde la salud se lo permitió, el dramaturgo se mantuvo cerca de ambos proyectos.

Los resultados: Crónica de un desayuno se quedó en el intento, no pudo traducirse en cine debido a que la propuesta no estableció otro código ni jugó con los recursos cinematográficos, salvo en algunas secuencias que, aunque válidas, nada aportaron al devenir anecdótico y dramático de la película. Con la trama desarrollada casi exclusivamente en interiores, parece por momentos que la cámara se limitó a ser un espectador más.

De la calle, en cambio, sirvió como pretexto ideal para que Tort hablara de un tema que al mismo González Dávila le interesaba mucho: la ciudad, los personajes urbanos no como víctimas sino como consecuencia de la “modernidad”. Por supuesto que al momento de adaptar la obra de teatro al guión, muchas cosas cambian, algunos detalles y personajes, que en la obra son fundamentales, en la película adquieren otro matiz, y es eso precisamente lo más útil para lograr el objetivo de su discurso. Aquí el texto dramático obtuvo una relectura que se tradujo en una muy atinada interpretación del planteamiento de González Dávila.

De la calle, la obra, se reestrenó hace poco y está presentándose en el Teatro Lírico. De la calle, la película, se estrenará en las salas de cine el próximo mes de octubre... Es una buena oportunidad para desmenuzar este tema, que constituye una de las polémicas más recalcitrantes entre teatreros y cineastas.