Jornada Semanal,  9 de septiembre del 2001 
Guillermo Vega Zaragoza

Isaak Babel: maestro del silencio

Isaak Babel
Entregamos a nuestros lectores el cuento “En la estación ferroviaria” de Isaak Babel, maestro del silencio como bien lo llama Guillermo Vega en su documentada y entusiasta nota, en la que explica los ignominiosos motivos de ese silencio que nos privó de lo que pudo ser una obra más extensa y que, de haber sostenido el nivel de Caballería roja y los Cuentos de Odessa –las dos únicas obras conocidas de Babel–, sin duda habría incrementado nuestra admiración por este soldado, comunista de la primera hora, escritor, humanista y testigo en carne propia tanto de los horrores del pogrom como de la dificultad implícita en ser un hombre más fiel a sí mismo que a las ideologías que alguna vez le sirvieron como alimento espiritual

Hijo de un ropavejero de Kiev y de una judía moldava, Isaak Emmanuilovich Babel (Odessa, Ucrania, 1894 ) nació en el barrio judío de La Moldavanska, una de las regiones rusas con mayor concentración hebrea, en una época en la que, en todo el país, estaban prohibidos los traidores, los descontentos, los insatisfechos y los judíos. Sin embargo, los pogroms –las violentas purgas de judíos que se dieron en toda Rusia durante la época zarista– encontraron fuerte resistencia en Odessa y especialmente en el barrio donde nació Babel, en el que los vecinos judíos organizaban grupos de choque para enfrentar los ataques de los gentiles. 

Ahí, el joven y dotado Isaak encontró la materia primera para sus primeros relatos. A pesar de la discriminación sufrida, Babel logró estudiar, aprendió a apreciar la literatura y se aficionó a la obra de Gustave Flaubert, Rabelais y, sobre todo, Guy de Maupassant, a quien idolatraba y consideraba su maestro. De hecho, uno de sus últimos y más célebres cuentos lleva como título el nombre del autor de Bola de sebo. El cuento, además de un homenaje al maestro y una reflexión sobre su propio destino, es una verdadera clase de estilo literario. Luego de pasar la noche en vela corrigiendo las traducciones de la mujer, el personaje reflexiona: “Una frase nace buena y mala simultáneamente. El secreto radica en un giro apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos.” Al día siguiente lee las correcciones a la mujer, quien lo admira arrobada y le pregunta cómo lo ha hecho: “Entonces le hablé del estilo, del ejército de las palabras, del ejército en que se manejan toda clase de armas. No hay hierro que pueda penetrar de forma tan fulminante en el corazón humano como un punto colocado a tiempo.” (El subrayado es mío.)

En su documentado prólogo a Caballería roja y Cuentos de Odessa (Porrúa, 1992), Ilán Stavans nos cuenta que Babel llegó a la recién rebautizada Petrogrado, a los veintidós años, en 1916, para comenzar su carrera como escritor. Fue admitido en la Escuela de Derecho y “tuvo un golpe de suerte del tamaño de su destino”: conoció a Máximo Gorki, el primer gran escritor ruso en emerger de las filas del proletariado, quien en ese entonces dirigía la revista Létopis (Crónica). Gorki reconoce el talento de Babel y lo acoge como uno de sus protegidos, además de convertirse en su amigo. Le publica dos cuentos, uno de los cuales, “Mamá, Rimma y Ala”, mete a Isaak en problemas legales al ser acusado de promotor de pornografía y de incitar al odio de clases. El gobierno zarista lo tenía ya en la mira, pero lo salvó el estallido de la revolución bolchevique.

Los años que median entre 1917 y 1923 serían considerados por Babel como la semilla de su carrera literaria, donde obtuvo fortaleza, visión y certidumbre. Para empezar, Gorki le aseguró que el camino del escritor está lleno de espinas: “Tendrás que caminar sobre ellas descalzo y mucha sangre emanará de tus pies. Pero al paso de los años la sangre brotará con más suavidad, será menos doloroso y podrás caminar con más soltura. Si das muestras de debilidad, los otros harán contigo lo que quieran: te pisarán, te ofenderán, te pondrán a dormir, y tú te eclipsarás creyendo ser un árbol que florece. Pero la batalla vale la pena porque no hay honor más entonado que el de multiplicar la belleza del cosmos.” Sin embargo, Gorki también le advirtió: “Está evidentemente claro que usted, señor mío, no sabe nada a ciencia cierta pero intuye muchas cosas […] así que vaya usted por esos mundos…” 

Babel se alistó como voluntario en un regimiento de cosacos. Borges lo cuenta así: “Naturalmente, esos guerreros estruendosos e inútiles (nadie, en la historia universal, ha sido más derrotado que los cosacos) eran antisemitas. La sola idea de un judío a caballo les pareció irrisoria, y el hecho de que Babel fuera un buen jinete no hizo sino perfeccionar su desdén y su encono. Babel, mediante un par de hazañas aparatosas y bien administradas, logró que lo dejaran en paz.” Pasó un año en el frente rumano. Enfermo de malaria, regresó a Odessa pero tiempo después volvió al campo de batalla, sólo que ahora como corresponsal de guerra. 

De esa época debe ser el cuento al que estas notas acompañan. Originalmente apareció el 16 de julio de 1918 en el número 6 de Era, un periódico producido por el personal del Echo de Petersburgo y Molva, que habían sido cerrados por los bolcheviques, destino que repitió al editarse sólo nueve números. Al parecer, Babel decidió publicar en Era debido a la clausura de Nóvaya zhizn (Vida Nueva), publicación decididamente antileninista, dirigida por Máximo Gorki, en la que había empezado a publicar sus viñetas desde 1916 bajo la rúbrica de “Mis notas”, que también aparecerían en otras tantas publicaciones de San Petersburgo. Este relato fue descubierto por Aleksandra Galushkina, quien lo reprodujo en la edición del semanario Russkaia mysl de París, del 15-21 de febrero de 1996. Al parecer es la primera vez que se publica en español, y la traducción se hizo a partir de la versión en inglés realizada por G. Freidin. 

Aquí ya se encuentra perfilado el vigoroso estilo narrativo de Babel, así como uno de sus temas preferidos: la indolencia de la autoridad ante el sufrimiento del pueblo. Pero a pesar de ser testigo directo de los hechos, el narrador parece no tomar partido. Se dedica únicamente a registrar con trazos precisos, crudos, con la eficiencia de un cirujano o un carnicero (como se prefiera), el patético cuadro de un soldado al que sus miserables amigos y parientes despiden en la estación del tren, situación que debió haber presenciado multitud de ocasiones en su vida militar. 

¿Qué tipo de obra hubiera escrito Babel si no le hubiera hecho caso a Gorki y no hubiera salido a conocer el mundo? Sin duda una muy diferente, pues el mismo Babel lo reconoció: “No tengo imaginación, no sé inventar nada. Para escribir sobre alguna cosa he de conocerla hasta el más pequeño detalle. Por eso escribo tan despacio y tan poco. Después de cada relato he envejecido diez años… cuando lo escribo, por pequeño que sea, trabajo como un cavador que debiera llegar él solo con su pala hasta la base del Everest.”

Después de 1918 trabajó para el Comisariado Popular de Educación y al año siguiente regresó al frente, esta vez con el Ejército Rojo. De vuelta en Odessa, en 1919, se casó con Eugenia Gronfein. Entre 1920 y 1924 escribió los cuatro relatos que conforman Cuentos de Odessa, en los que se regodea narrando las peripecias de un personaje, Benya Krik, en el ambiente de la mafia y los bajos fondos de su tierra natal.

Pero sin duda su obra de madurez es Caballería roja. Empezó a escribir los treinta y cinco textos breves que lo conforman en 1923 y, aunque más que cuentos parecen viñetas o cuadros narrativos que se pueden leer autónomamente, Babel los consideraba “capítulos” íntimamente relacionados, incluso con una secuencia específica. Esto ha hecho que muchos consideren esta obra como una novela en lugar de un libro de relatos. Incluso en su tiempo llegaron al exceso de considerarla una especie de “versión bolchevique de La guerra y la paz”.

La contundencia del estilo, que corta como una navaja, emparentándolo en más de un aspecto con Ernest Hemingway, y la maestría narrativa, en la que se graduó con honores en la Academia Maupassant, lo convirtieron en la celebridad literaria de la primera hora bolchevique, ávida de héroes y manifestaciones instantáneas del “hombre nuevo”. Para muchos era la personificación en carne y hueso del escritor comprometido, del artista leal al Partido y la Revolución. Era “el primer narrador verdaderamente soviético”. 

Sin embargo, en cuanto arribó el terror estalinista, el estilo irónico y provocativo de Babel hizo que comenzaran los ataques. Primero fue presionado para hacerle cambios al manuscrito de Caballería roja, a fin de adaptarlo al “realismo social que requiere la clase obrera”. Luego se le acusó de difamar al glorioso Ejército Rojo y pervertir el legado revolucionario. Sin embargo, Babel resistía y seguía escribiendo, aunque cada vez menos, contra viento y marea, pues contaba con el apoyo incondicional de Gorki, que con todo seguía siendo una institución en el medio literario. En 1925, su mujer Eugenia lo abandonó por adúltero y huyó a París. Hasta allá fue Babel a buscarla. Sorprendentemente, lo dejaron viajar a Francia. Pudo haberse quedado allá y no regresar a la urss, donde era atacado sin clemencia, pero decidió regresar, pues en el extranjero lo atacaba, a su vez, la nostalgia.

Las cosas se pusieron peor cuando el PCUS prohibió las organizaciones literarias en 1932. Al principio, para sobrevivir, Babel se declaró “escritor profesional”, por lo que escribiría lo que le pidieran, pero la traición a sí mismo no se le daba muy bien. Escribió un par de obras de teatro totalmente olvidables y un puñado de guiones cinematográficos infilmables. En agosto de 1934 asistió al Primer Congreso de Escritores Soviéticos en Moscú donde lanzó loas al régimen, a sus logros, al avance incontenible de la revolución proletaria, pero también se refirió a sí mismo, pues “si hablamos del silencio, no puedo dejar de hablar de mí, que soy un maestro en ese arte”. La ironía era inaguantable para la nomenklatura. Se negaba a escribir de acuerdo con las directrices del partido, se había encerrado y negado a publicar, con lo que renunciaba a las jugosas canonjías que le hubieran dado si cesaba en su mutismo. Aguantó unos años más hasta que recibió la estocada final con la muerte de Gorki, su padre, su maestro, pero, sobre todo, su protector. El acoso estalinista culminó con su arresto, el 15 de mayo de 1939. Nunca nadie más volvió a verle. Oficialmente se dice que murió el 17 de marzo de 1941, a los cuarenta y siete años, pero no se sabe si fue por fusilamiento o a consecuencia de alguna enfermedad propia de los campos de concentración soviéticos (difteria, tifoidea, cólera). Quince años después de su arresto se dio a conocer un documento en el que se revisaba su proceso penal y en el que finalmente se le eximía de toda culpa. 

Al final del mencionado cuento en honor a Maupassant, el personaje ha tenido un escarceo con la bella esposa del burgués, pero a consecuencia de las copas y la emoción se tambalea y tira al suelo los veintinueve volúmenes de las obras completas del admirado cuentista francés. Avergonzado, regresa de noche a la paupérrima pensión donde habita con otros miserables escritores como él. Se dedica a leer hasta que amanece un biografía de Maupassant, escrita por Edouard de Maynial. Encerrado en un manicomio, Maupassant andaba a gatas (se había “animalizado”, como se registró en su expediente médico) y murió a los cuarenta y dos años. Como si ya presintiera la inminencia de su propio destino, Isaak Babel culmina así el relato: “Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana y tapaba el firmamento. Mi corazón se encogió. El presagio de la verdad me había rozado.”




En la estación ferroviaria

Isaak Babel

Isaak BabelSucedió hace dos años en una estación ferroviaria alejada de la mano de Dios, cerca de Penza.

Una pequeña multitud se encontraba en una esquina del edificio de la estación. Decidí acercarme también. Resultó que estaban despidiendo a un soldado que se embarcaba rumbo al frente.

El soldado, borracho, con la cabeza erguida, tocaba un pequeño acordeón. Un hipante jovencito –un obrero, a juzgar por su apariencia– extendía las manos hacia el ejecutante y susurraba, con todo el cuerpo temblando: “Oye, Iván, la llevas bien, la llevas bien…” Entonces se alejó y dejó caer unas cuantas gotas de colonia en un vaso sucio con aguardiente.

Una botella con turbio líquido pasaba de mano en mano. Todos habían bebido demasiado. El padre del soldado estaba sentado en el piso, algo apartado, pálido y silencioso. El hermano del soldado seguía vomitando. Se cayó, su cara golpeó el charco de vómito y se quedó dormido. 

El tren llegó a la estación. Empezó la despedida. Sin embargo, el padre del soldado no quiso moverse –ni siquiera se levantó ni abrió los ojos.

–Semyonych, levántate –dijo el obrero–. Dale la bendición a tu hijo. 

El viejo no respondió. Empezaron a sacudirlo. Un botoncito pegado a su sombrero de piel pendía de un hilo, balanceándose de un lado a otro. Se acercó un policía.

–¡Idiotas –dijo–, el tipo está muerto y todavía lo siguen sacudiendo!

Resultó que tenía razón. El tipo se había dormido y pasado a mejor vida. El soldado lo miraba, sin saber qué hacer. El acordeón temblaba en sus manos y estas vibraciones hacían que sonara como si lo estuviera tocando. 

–Así es –seguía diciendo–, así es –extendió la mano con el acordeón y agregó–: El acordeón se le queda a Pete.

El jefe de estación apareció en la plataforma.

–Sigan festejando –dijo–, encontraron un buen lugar para festejar… Prokror, hijo de pua, da la segunda llamada…

El policía golpeó la campana dos veces con la gran llave de hierro del baño de la estación (el badajo de la campana había sido arrancado hacía mucho tiempo).

–¿Por qué no te despides de tu padre –le dijo alguien al soldado–, en lugar de quedarte ahí como una bestia idiota?

El soldado se inclinó, besó la mano fría de su padre, se persignó y caminó hacia el tren. Su hermano seguía dormido sobre su propio vómito.

Pronto se llevaron al viejo. La multitud se empezó a dispersar.

–Según tú, esta es nuestra vida de sobriedad –dijo un diminuto comerciante que estaba cerca de mí–. Caen como moscas estos hijos de puta…

–“Vida de sobriedad”, una mierda –habló un campesino barbado con voz firme y pausada–. Nuestro pueblo es un pueblo borracho, porque necesita tener la mirada turbia…

–¿Qué dices? –preguntó el comerciante, aparentemente tenía dificultad para oír.

–‘Ira aquí –respondió el campesino y apuntó con la mano hacia el remoto campo negro que se extendía hasta el infinito.

–¿Y eso qué?

–“¿Y eso qué?” ¿Y eso qué? ¿Acaso se ve algo turbio allá? Por eso nuestro pueblo necesita una mirada turbia, de veras turbia.

Traducción de Guillermo Vega Zaragoza