No hablaba usted de ofensas y venganzas
que conmovieron muros de ciudades antiguas,
ni de sagas perdidas en los siglos,
sino de un país, el suyo, tan próximo y
cruel
como un gobierno infame.
Recuerdo su ironía
al presentarnos --"Yo no soy joven y no sé
si alguna vez he sido poeta"--, nuestro miedo
también. ¿Qué podíamos decirle
entonces,
si en una sola frase desplegaba
esa mitología personal
que usted fundó y a veces convertían
en voz extravagante, en anécdotas y humo?
La habitación discreta,
el rostro del general San Martín
detrás de su figura casi inmóvil...
Desde la noche de otro continente
cuyas ruinas ya estaban en sus libros
le recuerdo ahora, cuando ya no soy joven
y sé que tuvo usted mucha paciencia
llenando ese silencio que nosotros
no éramos capaces de romper;
su memoria nos trajo el nombre de Al-Andalus,
las novelas de Cansinos-Asséns, los años
en que algunos poetas de vanguardia
tenían secretarios que dictaban
imágenes audaces.
Al salir,
la gente discutía de política. Pensábamos
en un tiempo cercano al de sus fábulas,
el otro laberinto: hay una casa que nunca volveré
a pisar,
una mirada vacía que no tendré delante.
Quedaba solamente
aquel frío de julio en Buenos Aires.
Se va el circo
Elvio Romero
Se va el circo del pueblo.
El cielo, encapotado.
Hay un paisaje
mágico que se esfuma.
Desde el baúl que lleva consigo el saltimbanqui,
saluda un viejo traje.
Se agitan los felinos
y el domador, gallardo, sube a un caballo y parte.
Se va el circo
Garúa
sobre el rincón baldío.
Los carromatos salen
en medio de una calma sofocada y de muerte.
Van el payaso, el músico, la gorda, el tragasables
--los que a la gente humilde dieron un paraíso
de sueños, un alborozo raudo como el vuelo de
un ave--,
misteriosos y lentos, como si los cubriera
la galera del mago con pañuelos radiantes.
Se va el circo.
Hay colores
de rotas serpentinas sobre la alfombra grande;
el ángel del trapecio desde una nube ríe,
pasa y desaparece.
Quedan viejas canciones en el aire.
Hay una vaga angustia de partida
en la mirada inmóvil de un animal salvaje.
Se va el circo del pueblo.
En un hondo vacío las golondrinas caen.
Y hasta la carpa verde se parece a un pañuelo
de novia, que llorando se despide en la tarde...
La flor orgásmica
Gabriel Santander
Al morir regalamos de una vez el sexo a la nada,
así quiero ver tan intenso al sexo y a la vida,
como si tú que me lees ahora mismo
supieras que más que intensidad hay vacío
desde el primer día que jugaste con tu clítoris
o tu tienda
de jugos
que los pasmados llaman pene,
suponiendo que alguien diera el indulto al tiempo,
apenas tres o cuatro segundos te bastarían para
darte cuenta
que la vida borra, en el acto, la alucinación
de una piel incapaz de avanzar
postrada en la estatua del placer
creyendo que el viento es un huerto de alas,
y la luna un atún histérico de amor.
Si el lenguaje algún día dejó de
serlo
fue el momento que alguien dijo he ahí el orgasmo
te diré que el postre, el anuncio o la consolación
serán
tus ojos,
hay exactitud en ello,
al mirar de verdad sólo puedes ver el orgasmo
o la muerte, o quizá el mar.
Cierto que uno no se la puede pasar cogiendo todo el día,
pero también es cierto
que no hay mucho que ver,
que sólo cuando te arropa el vértigo del
amor,
sabes cuánto falta para alcanzarte
como la estrella que muerde su cola de luz
astro más ciego que muerto
casa de un pájaro más sangre que pañuelo,
se lleva tu cuerpo la luz
cuando la boca es un cometa glandular
y el atardecer un tapiz de ombligos.
Todo lo que hay antes y después del orgasmo es
un formulario
así de mal funciona el universo
como esa flor que no existe
porque su aroma mataría a los pájaros de
amor
dormiríamos con ella en el regazo,
no habría ambulancias ni tijeras;
el imperio de la vida tiene un defecto, un silencio atroz,
un mecer de cuna en el abismo, un espejismo más
cristal que cocaína
De ese temblor,
más bahía de angustia
que mar helado,
brota el pecado bañado en miel
reloj de corazones tu pulsera
cilindro de abejas la verga buscando flores.
La flor cierra
después de eyacular
un arco y una trampa.