Jornada Semanal,  30 de septiembre del 2001 
 
Pío Baroja

La hostilidad médica

 
Andrés, el nuevo médico en el pueblo de Alcolea, se debate entre el cumplimiento de sus obligaciones y el acatamiento de las reglas no escritas que el viejo doctor Sánchez se encarga de recordarle en tono de reproche. En ese estira y afloja, la fama de Andrés crece al mismo ritmo que la envidia de Sánchez, y su cordial enfrentamiento puntúa la vida de un poblado en el que todo parece marchar casi tan despacio como la inmovilidad misma. Entregamos a nuestros lectores este cuento de El árbol de la ciencia para volver a disfrutar de la maestría del estupendo médico y escritor llamado Pío Baroja.

Don Juan Sánchez había llegado a Alcolea hacía más de treinta años, de maestro cirujano; después, pasando unos exámenes, se llegó a licenciar. Durante bastantes años estuvo, con relación al médico antiguo, en una situación de inferioridad, y cuando el otro murió, el hombre comenzó a crecer y a pensar que ya que él tuvo que sufrir las chismorrerías del médico anterior, era lógico que el que viniera sufriera las suyas.

Don Juan era un manchego apático y triste, muy serio, muy grave, muy aficionado a los toros. No perdía ninguna de las corridas importantes de la provincia, y llegaba a ir hasta las fiestas de los pueblos de la Mancha baja y de Andalucía.

Esta afición bastó a Andrés para considerarle como un bruto.

El primer rozamiento que tuvieron Hurtado y él fue por haber ido Sánchez a una corrida de Baeza.

Una noche llamaron a Andrés del molino de la Estrella, un molino de harina que se hallaba a un cuarto de hora del pueblo. Fueron a buscarle en un cochecito. La hija del molinero estaba enferma; y esta hinchazón del vientre se había complicado con una retención de orina.

A la enferma la visitaba Sánchez; pero aquel día, al llamarle por la mañana temprano, dijeron en casa del médico que no estaba: se había ido a los toros de Baeza. Don Tomás tampoco se encontraba en el pueblo.

El cochero fue explicando a Andrés lo ocurrido, mientras animaba al caballo con la fusta. Hacía una noche admirable; miles de estrellas resplandecían soberbias, y de cuando en cuando pasaba algún meteoro por el cielo. En pocos momentos, y dando algunos barquinazos en los hoyos de la carretera, llegaron al molino.

Al detenerse el coche, el molinero se asomó a ver quién venía, y exclamó:

–¿Cómo? ¿No estaba don Tomás?

–No.

–¿Y a quién traes aquí?

–Al médico nuevo.

El molinero, iracundo, comenzó a insultar a los médicos. Era hombre rico y orgulloso, que se creía digno de todo.

–Me han llamado aquí para ver a una enferma –dijo Andrés fríamente–. ¿Tengo que verla o no? Porque si no, me vuelvo.

–Ya, ¡qué se va a hacer! Suba usted.

Andrés subió una escalera hasta el piso principal, y entró detrás del molinero en un cuarto en donde estaba una muchacha en la cama y su madre cuidándola.

Andrés se acercó a la cama. El molinero siguió renegando.

–Bueno. Cállese usted –le dijo Andrés–, si quiere usted que reconozca a la enferma.

El hombre se calló. La muchacha era hidrópica, tenía vómitos, disnea y ligeras convulsiones. Andrés examinó a la enferma; su vientre hinchado parecía el de una rana; a la palpación se notaba claramente la fluctuación del líquido que llenaba el peritoneo.

–¿Qué? ¿Qué tiene? –preguntó la madre.

–Esto es una enfermedad del hígado, crónica, grave –contestó Andrés, retirándose de la cama para que la muchacha no lo oyera–; ahora la hidropesía se ha complicado con la retención de la orina.

–¿Y qué hay que hacer, Dios mío? ¿O no tiene cura?

–Si se pudiera esperar, sería mejor que viniera Sánchez. Él debe conocer la marcha de la enfermedad.

–¿Pero no se puede esperar? –preguntó el padre con voz colérica.

–Andrés volvió a reconocer a la enferma; el pulmón estaba muy débil; la insuficiencia respiratoria, probablemente resultado de la absorción de la urea en la sangre, iba aumentando; las convulsiones se sucedían con más fuerza. Andrés tomó la temperatura. No llegaba a la normal.

–No se puede esperar –dijo Hurtado, dirigiéndose al padre.

–¿Qué hay que hacer? –exclamó el molinero–. Obre usted...

–Habría que hacer la punción abdominal –repuso Andrés, siempre hablando a la madre–. Si no quieren ustedes que la haga yo...

–Sí, sí, usted.

–Bueno; entonces iré a casa, cogeré mi estuche y volveré.

El mismo molinero se puso al pescante del coche. Se veía que la frialdad desdeñosa de Andrés le irritaba. Fueron los dos durante el camino sin hablarse. Al llegar a su casa, Andrés bajó, cogió un estuche, un poco de algodón y una pastilla de sublimado. Volvieron al molino.

Andrés animó un poco a la enferma, jalonó y friccionó la piel en el sitio de elección y hundió el trocar en el vientre abultado de la muchacha. Al retirar el trocar y dejar la cánula, manaba el agua verdosa, llena de serosidades, como de una fuente a un barreño.

Después de vaciarse el líquido, Andrés pudo sondar la vejiga, y la enferma comenzó a respirar fácilmente. La temperatura subió enseguida por encima de la normal. Los síntomas de uremia iban desapareciendo. Andrés hizo que le dieran leche a la muchacha, que quedó tranquila.

En la casa había un gran regocijo.

–No creo que esto haya acabado –dijo Andrés a la madre–; se reproducirá, probablemente.

–¿Qué cree usted que debíamos hacer? –preguntó ella humildemente.

–Yo, como ustedes, iría a Madrid a consultar un especialista.

Hurtado se despidió de la madre y de la hija.

El molinero montó en el pescante del coche para llevar a Andrés a Alcolea. La mañana comenzaba a sonreír en el cielo; el sol brillaba en los viñedos y en los olivares; las parejas de mulas iban a la labranza, y los campesinos, de negro, montados en las ancas de los borricos, les seguían. Grandes bandadas de cuervos pasaban por el aire.

El molinero fue sin hablar en todo el camino; en su alma luchaban el orgullo y el agradecimiento; quizá esperaba que Andrés le dirigiera la palabra; pero éste no despegó los labios. Al llegar a casa bajó del coche y murmuró:

–¡Buenos días!

–¡Adiós!

Y los dos hombres se despidieron como dos enemigos.

Al día siguiente, Sánchez se acercó a Andrés, más apático y más triste que nunca.

–Usted quiere perjudicarme –le dijo.

–Sé por qué dice usted eso –le contestó Andrés–; pero yo no tengo la culpa. He visitado a esa muchacha porque vinieron a buscarme, y la operé porque no había más remedio, porque se estaba muriendo.

–Sí; pero también le dijo usted a la madre que fuera a ver a un especialista de Madrid, y eso no va en beneficio de usted ni en beneficio mío.

Sánchez no comprendía que este consejo lo hubiera dado Andrés por probidad, y suponía que era perjudicarle a él. También creía que por su cargo tenía derecho a cobrar una especie de contribución por todas las enfermedades de Alcolea. Que el tío Fulano cogía un catarro fuerte, pues eran seis visitas par él; que padecía un reumatismo, pues podían ser hasta veinte visitas.

El caso de la chica del molinero se comentó mucho en todas partes, e hizo suponer que Andrés era un médico conocedor de procedimientos modernos.

Sánchez, al ver que la gente se inclinaba a creer en la ciencia del nuevo médico, emprendió una campaña contra él. Dijo que era hombre de libros, pero sin práctica alguna, y que, además, era un tipo misterioso, del cual no se podía fiar.

Al ver que Sánchez le declaraba la guerra francamente, Andrés se puso en guardia. Era demasiado escéptico en cuestiones de medicina para hacer imprudencias. Cuando había que intervenir en casos quirúrgicos, enviaba el enfermo a Sánchez, que, como hombre de conciencia bastante elástica, no se alarmaba por dejarle a cualquiera ciego o manco.

Andrés, casi siempre, empleaba los medicamentos a pequeñas dosis; muchas veces no producían efecto; pero al menos no corría el peligro de una torpeza. No dejaba de tener éxitos; pero él se confesaba ingenuamente a sí mismo que, a pesar de sus éxitos, no hacía casi nunca un diagnóstico bien.

Claro que por prudencia no aseguraba los primeros días nada, pero casi siempre las enfermedades le daban sorpresas: una supuesta pleuresía aparecía como una lesión hepática; una tifoidea se le transformaba en una gripe real.

Cuando la enfermedad era clara, una viruela o una pulmonía, entonces la conocía él y la conocían las comadres de la vecindad y cualquiera.

Él no decía que los éxitos se debían a la casualidad; hubiera sido absurdo, pero tampoco los lucía como resultado de su ciencia. Había cosas grotescas en la práctica diaria: un enfermo que tomaba un poco de jarabe simple y se encontraba curado de una enfermedad crónica del estómago; otro, que con el mismo jarabe decía que se ponía a la muerte.

Andrés estaba convencido de que, en la mayoría de los casos, una terapéutica muy activa no podía ser beneficiosa más que en manos de un buen clínico, y para ser un buen clínico era indispensable, además de facultades especiales, una gran práctica. Convencido de esto, se dedicaba al método expectante. Daba mucha agua con jarabe. Ya le había dicho confidencialmente al boticario:

–Usted cobre como si fuera quinina.

Este escepticismo en sus conocimientos y en su profesión le daba prestigio.

A ciertos enfermos les recomendaba los preceptos higiénicos; pero nadie le hacía caso.

Tenía un cliente, dueño de unas bodegas, un viejo artrítico, que se pasaba la vida leyendo folletines. Andrés le aconsejaba que no comiera carne y que anduviera.

–Pero si me muero de debilidad, doctor –decía él–. No como más que un pedacito de carne, una copa de jerez y una taza de café.

–Todo eso es malísimo –decía Andrés.

Este demagogo, que negaba la utilidad de comer carne, indignaba a la gente acomodada...y a los carniceros.

Hay una frase de un escritor francés que quiere ser trágica y es enormemente cómica. Es así: "Desde hace treinta años no se siente placer en ser francés." El vinatero artrítico debía decir: "Desde que ha venido este médico no se siente placer en ser rico."

La mujer del secretario del Ayuntamiento, una mujer muy remilgada y redicha, quería convencer a Hurtado de que debía casarse y quedarse definitivamente en Alcolea.

–Ya veremos –contestaba Andrés.