Jornada Semanal,  30 de septiembre del 2001 
 Eduardo Césarman

Un día para vivir, 
escuchar, hablar y escribir

El que habla “se toca la cara y la siente muy usada”; dentro de su cuerpo hay un alma “sólida, pesada, irremediablemente material”, y piensa “en los mil modos de llenar el día”. La voz le pertenece al doctor Eduardo Césarman, aunque sólo transitoriamente, pues la entera libertad y la inevitable arrogancia son los extremos de un péndulo en el que oscilamos todos los que hacemos de la literatura el mejor modo de sortear “un día raro de ésos que no tienen sentido”, como pueden ser casi todos los de nuestra existencia.

Amanece. La agresiva luz de la mañana enciende los voluptuosos cortinajes. El Hombre estira el brazo y logra interrumpir el despertador poco antes del escalofriante zumbido. Es un sol tempranero, primaveral. Está contento de que la noche termine y se lleve todos los fantasmas de su muerte. Se siente incómodo ante la indiferencia de la naturaleza, de que los días se acorten y se alarguen según las estaciones. Le molesta que cada atardecer sea distinto, la independencia de cada crepúsculo. Quisiera que nada cambiara, poder quedarse cristalizado en la cúspide de su existencia. Rechaza la idea de que todo es transitorio, efímero y vulnerable. Le preocupa que su corazón lata. Un latido y otro latido. Esperar el último latido. Prefiere pensar en los mil modos de llenar el día. Se toca la cara y la siente muy usada. Es una calavera forrada de una piel acartonada. Le agrada que sea lunes. Con el paso de los años ya no le atrae enfrentarse al tedio supuestamente liberador de los fines de semana. Se incorpora de la cama con los miembros adoloridos, casi tullidos. Siente el alma sólida, pesada, irremediablemente material. Nada que un poco de ejercicio y un buen baño no resuelvan.

Cada ciudad tiene su mejor hora. El mejor momento de la mía es el de una mañana aún muy tierna. Con su frescura de empiezo y de ilusión. Los madrugadores que salen a enfrentarse con la vida y los trasnochados que regresan a rumiar sus recuerdos. De las alcantarillas emerge el vapor de un infierno subterráneo. Las nubes ruedan bajas en este valle rodeado de montañas. El tránsito de vehículos se reanima humeante, empieza a llenar calles, avenidas, ejes viales y viaductos como un torrente de sangre que llena las arterias exangües de un moribundo. Ruido de escapes y de cláxones, silbatazos de los policías que, con genuino entusiasmo, tratan de animar el movimiento. En cada esquina surge una corte de los milagros. Malabaristas, tragafuegos, ventrílocuos; vendedores de billetes de lotería, de flores, de animales de peluche, de sombreros con un rehilete. Hay cancioneros, bailadores folclóricos y uno que otro asaltador que encañona con la pistola a un aterrado conductor. No percibo rencores ni reproches. Hay un algo de festivo en este torbellino, en esta violencia. Los cafés empiezan a llenarse de aquéllos que se reúnen para hacer del desayuno conversación, de los que todavía no desean sentarse en sus oficinas. La alborada de esta ciudad tiene algo de especial, de distinto. El día siempre empieza con alegría. Con razón tanta gente desea vivir aquí.

Si trata de desviar la mirada, le detienen el mentón con la mano. Si se distrae para no escuchar le dan de picotazos dolorosos en el pecho, los hombros y los brazos con un dedo índice endurecido como varilla de acero. Se le exige que les vea la cara mientras le hablan. Debe escuchar, hipotecar su mirada, observar las fauces ondulantes que modulan las palabras. También quieren su oreja, ésta está al alcance de cualquiera. Su oreja se presta, se vende, se subroga, se empeña. En ella reverberan toda clase de necedades, de imprudencias y de lugares comunes, cosas que no entiende ni logra comprender. Apenas se apoderan de su oreja, aprovechan para llenarla de quejas, inconformidades, reproches, frustraciones reprimidas, querellas y toda clase de disgustos.

No hablar. Las voces le sofocan. Lo que le dicen no le interesa. Le hablan almas que son tan vulgares como la suya. Le duele la lengua, le duelen los oídos. Se habla de lo mismo, de lo imposible. La inevitable monotonía. Mientras más gente conoce, más gente le habla. Decir por decir. Caer en contradicciones, indiscreciones. Las ideas se diluyen en las palabras. La inevitablf˜¡lusión, la cínica sospecha, el llegar a la injuria. No hay temas de conversación. Enmudecer, ya no buscar interlocutores. Un silencio pertinaz, sagaz. Evitar el irritante teléfono, el gran intruso. Algún momento de charla sencilla, alada, sin ocurrencias, sin ingenio, sin brillo, sin gracia, sin malicia, sin quejas, sin críticas, sin reiteraciones, sin anecdotario. Nadie tolera el silencio, se le considera un arma ofensiva. Se quedó mudo. No conversa con el taxista, con el bolero ni con el peluquero.

Escribir es para desdeñar, olvidar y alejarse de las palabras. Como el que cancela y aplaza. Desabarcarse de la vida, sin releerla. Imaginar un argumento, diseñar un libreto. Sumergirse en el sopor de la escritura. Huir sin nada que buscar, sin nada que definir. Escribe y se destruye y, a la vez, en vez de morir escribe. Escribe para no escuchar, para no hablar, para no leer. Exhibe su egoísta insignificancia. Escribe con la pretensión de nada encontrar. Asume la terquedad de la contradicción, la confusión y el caos. Escribir no le libera de la sordidez ni de la procacidad, no le aligera la vida, ni le distrae del fardo de la existencia ni le permite escapar de sus sensaciones. Escribe con la soledad de una íntima tristeza, con monotonía, ya sin el peso de la juventud, desgastado, alejado de quejas y entusiasmos. Trata de verse desde afuera, ser espectador de sí mismo. Escribir es como un cerco que le acorrala. Imposible resumir el universo en una frase o siquiera conocer sus segundas intenciones. Toparse con la naturaleza muerta de todos los días: calles, casas, automóviles, ropa, comida, muebles, su dolor de muelas; todo lo que es hábito, rutina y ritual. No dice cosas, no entretiene, no inventa historias ni personajes, no da testimonios, no describe situaciones ni hace indiscretas confesiones, no da respuestas, no trasciende ni logra exorcizar a sus demonios. Sin aludir a los que conoce por la vida, sin repugnantes anécdotas. Los temas agotados. Generalidades que no mienten y que no callan. Son pálidos reflejos de la realidad. Escribe sin que pueda parar el tiempo ni hacer más lento su terco pasar. Tiene tiempo y no le alcanza el tiempo. Una frase que desaparece, una palabra que queda temblando. No logra el preciosismo, todo le abruma, no encuentra una pausa. Escribe para esconderse de la vida. Lucha con la gramática y la ortografía. No es un defensor del idioma. Se aleja de los apergaminados y los exquisitos. Su idioma es abierto, hijo del latín vulgar, lengua romance que se defiende sola, que ha sobrevivido vasallajes y colonizaciones. Usa el idioma como puede, como jerga plebeya. Le importa lo prosaico y lo intrascendente. Un esteticismo barato.

A nadie se dirige. Escribe con entera libertad o con inevitable arrogancia. Libre de la crítica, de los reconocimientos, de los círculos literarios, del comercio de la literatura. Palabras que no ameritan el encuentro personal con la lectura. Palabras pasivas para ser vistas, como un cuadro que se cuelga y se olvida en la pared, como una estática escultura. Las ideas le abandonan y las palabras son esquivas. Escribe febril e incoherentemente, con descaro y desenfado. Está de paso, en un día raro de ésos que no tienen sentido, en la hora del hastío entre las tres y las seis de la tarde. No encuentra el elegante y frondoso sauce en cuya sombra pueda vegetar y meditar. Escribe irremediablemente, como si transpirase; de primera intención, sin correcciones. Sin provocar, sin motivar, sin escandalizar a sus contemporáneos. Quizás le lea un hombre diferente, de una civilización por venir. Seres que para encontrarse hubieron de perder todo. Siente el alivio de que hoy tiene deseos de escribir. Le da igual no hacer nada. Se divierte con la reiterada farsa. Se protege y se esconde de la policía literaria. Por lo pronto, para escribir no necesita título, licencia ni permiso. De todos modos, hoy no puede escribir: es un día espléndido y no está enojado.