Jornada Semanal,  30 de septiembre del 2001 
 Federico Ortiz Quezada

Medicina y literatura

 
El doctor Ortiz Quezada nos envió este ensayo que forma parte de su libro Medicina y literatura, de próxima aparición. El doctor Ortiz Quezada recuerda los nombres de los médicos de Cos, Cnidos y Sicilia que “sentaron las bases de la medicina científico-técnica” y a los muchos seguidores de Hipócrates que supieron combinar su gran arte con los bien culminados afanes literarios. Por su parte, el gran escritor portugués Miguel Torga, otorrinolaringólogo, en los fragmentos de su Diario repasa algunos aspectos del movimiento estudiantil del ’68 y reflexiona sobre los temas de la medicina, la enfermedad, la religión y la solidaridad.

Doctora por conocer:

Es difícil, si no imposible, dar una respuesta precisa a una persona que no se conoce. Adivino, por las formas de su letra, que tal vez éstas correspondan a las de su cuerpo pero, tal vez esta sea una aspiración que no corresponde a la realidad; tan bonita y curvada es la B, tan abierta la M de manuscrito. En fin, a la pregunta que me formula respecto al porqué a los médicos nos dicen doctores, es mi deseo, sin pretender ser irónico, comenzar esta misiva explicándole que la palabra doctor proviene del latín docere, que significa enseñar. Actitud, ésta, que ambicionamos los médicos; aquí se encuentra la raíz de nuestra etnicidad: enseñar a vivir correctamente, fundamento del humanismo médico. Por eso, porque entreveo en su misiva que eso es lo que ambiciona: aprender para enseñar –de otra manera no me hubiera escrito–, por eso la llamo doctora.

Ahora bien, la carta que me envió hace dos días, en la que me comunica su curiosidad acerca de los mecanismos que conducen a un médico a escribir, me recordó lo que recién explico acerca de la enseñanza y lo que dijo al respecto Rudyard Kipling: "Soy llevado por la corriente, espero y obedezco." Es decir, él acataba los designios de una potencia interior que lo conducía. De la misma manera, cualquier otra persona debe esperar a que aparezca tal impulso para efectuar y transmitir el conocimiento. Hace algunos años, Richard Selzer, profesor de cirugía de la Universidad de Yale y ahora escritor famoso, mencionó: "Había ejercido como cirujano general durante quince años, cuando a la edad de cuarenta, apareció de una manera inexplicable la energía psíquica para la escritura." Para él fue esa fuerza; para mí, es una voz interior.

Para otros, es el afán por comprender, por discernir; dicho de otra manera, en palabras de E.M. Forster: "¿Cómo sé lo que pienso sino hasta que veo lo que digo?" Es decir, es el acto de la escritura el que produce las ideas y no al contrario. Por ello es recomendable que el médico que quiere progresar en su disciplina escriba todos los días; esto le permite aclarar sus pensamientos y desarrollarse. En fin, hay quienes ven en este acto un despertar, a la manera budista de la iluminación, que llega e invade la vida toda. No faltan quienes escriben para aprender lo que ya saben y llevan dentro de sí. Pero cualquiera la causa, y hay muchas más, esta actividad, una vez iniciada, no puede detenerse.

Cuando asistí por un largo periodo al The New York Hospital, para efectuar mi residencia en urología, encontré que la diferencia fundamental entre los profesores estadunidenses y nosotros, los latinoamericanos, es que ellos escriben sus experiencias en mayor proporción, en un afán por comunicar lo que van aprendiendo. Estos son los cimientos sobre los que se construye la ciencia. Así lo hizo Sigmund Freud, médico que transformó el pensamiento del siglo xx. Este vienés, obvio es decirlo, se lanzó de cabeza por el camino de las letras y en ese mismo afán se volvió doctor.

Encuentro una explicación por la cual no escribimos lo suficiente y ésta tiene que ver con la miseria que nos rodea: tal vez nosotros, habitantes de la pobreza, estamos demasiado preocupados por sobrevivir materialmente, por eso es tan temible esa pobreza material que termina por asaltar el espíritu y derrotarlo. En cambio, ellos, moradores del viejo mundo, se han instalado en la grandeza. Dignidad que al mismo tiempo obliga al hombre a enterarse de lo humano, es decir, a leer lo que la humanidad ha hecho en los diversos órdenes de la creación. Todo escritor es un buen lector.

Escribir es una tarea gratificante, pues quien lo hace advierte las infinitas coherencias y relaciones entre las cosas y los fenómenos. Al hacerlo penetra en el mundo sin límites de la creación. Leer lo que otros han hecho es un llamado a la humildad y al reconocimiento de que todos constituimos eslabones de una gran cadena que es la humanidad construyéndose a sí misma una y otra vez. Por eso es tan recomendable este ejercicio que, cuando se cumple, nos conduce al ascenso de los peldaños que llevan a la humanización. No se nace a la vida siendo hombre, esto hay que conquistarlo ardua, pacientemente, todos los días. Como bien señaló Johann Wolfgang von Goethe en su famoso Fausto: "Sólo merece libertad y vida quien a diario la conquista." Esta es la tarea a la que está usted invitada.

Invitación que requiere una advertencia importantísima: el escritor pone su alma en esta tarea. Esto equivale a la sinceridad, es decir, no se debe mentir. En alguna ocasión soñé que estaba escribiendo de una manera tan peculiar porque lo hacía con un punzón candente sobre mi piel sangrante e invertida. Como todo sueño, pleno de símbolos, éste representó para mí la metáfora del oficio de escribir. Pensé que debería comunicarla para hacer hincapié en el compromiso que se adquiere cuando se lanza uno a este insondable océano.

Ahora bien, con el propósito de aclarar su curiosidad, respecto a mi caso, debo manifestarle que el interés que le profeso a la lectura y escritura data, según recuerdo, de mi infancia y puedo ubicarlo alrededor de los nueve años de edad, cuando comencé a leer ávidamente. Era una soledad teñida de gris y silencio. Como remedio para paliar esa oscuridad, me dedicaba a conversar con libros que hablaban de esa enfermedad que es la vida. Todavía recuerdo, de esos días fríos y de encierro, la novela de Fedor Dostoievski Pobres gentes y, con la ingenuidad que define a la niñez, interrogaba a la nada. ¿Cómo era posible que el ruso hubiera descrito tan bien, si no lo conocía, el ambiente que residía en un departamento, vacío de amor, de las calles de Ayuntamiento y Artículo 123? Ahí están las raíces de mi vocación; Ernest Hemingway solía decir que el mejor entrenamiento temprano para un escritor es una infancia infeliz. En esa época, la respuesta a la opresión que padecía me la dio Crimen y castigo, por su aceptación del sufrimiento, actitud muy acorde con la cultura católica en que vivía. Por eso elegí medicina, profesión vinculada al dolor, y también porque le hice caso al novelista inglés Somerset Maugham, quien preguntaba: "¿Quieres ser escritor?", para responder inmediatamente: "¡Estudia medicina!" Así pues, me lancé de lleno a esta noble y hermosísima disciplina con el fin de aterrizar en la literatura.

Para mi sorpresa, muchas personas me preguntan con frecuencia por qué, siendo médico, escribo, lo cual revela el grado de desconocimiento que existe acerca de una práctica que desde sus inicios ha estado relacionada con un pensamiento que se expresa a través de la lectura y la escritura. Al decir esto no deseo tacharla a usted, gentil interlocutora, de ignorante –¡lejos de mí tal propósito!–, ni ofender a nadie en lo más mínimo –aunque tal vez lo merezca–; simplemente deseo evidenciar la falta de información acerca de un saber, el médico, que requiere de la representación gráfica para su transmisión. Otros, no menos osados, ahora, cuando me he zambullido en el mundo de la escritura, me interrogan si acaso continúo en la práctica clínica. En estas ocasiones el sorprendido soy yo, pues ellos saben que se puede dejar de ser cirujano, pero no es posible dejar de ser escritor. El acto de representar las ideas en letras es inherente al pensamiento humano, la cirugía es instrumental al mismo. Prueba de esto es la evolución hacia la robótica quirúrgica.

A quienes cuestionan la relación medicina-escritura –espero que no sea su caso– suelo responderles, a veces con enfado: "¡Más bien debería usted interrogarse por qué no son más los médicos que escriben!" Con ello los dejo sumidos, creo yo, entre la perplejidad y la ira, y a quienes me interrogan acerca de mi práctica clínica les confieso que la he disminuido. Admito, sin embargo, que esta inconformidad se agota en un juego de palabras elaborado con preguntas sin respuesta. Para aclarar esta suerte de galimatías tendré que referirme, aun cuando someramente, a ciertos antecedentes históricos. Espero no aburrirla, porque sé que los jóvenes de hoy suelen menospreciar las realizaciones de quienes les precedieron. No digo que tal sea su manera de pensar; simplemente quiero subrayar que este es un defecto de la juventud que –como suele proferirse– afortunadamente curan los años. Triste es reconocerlo pero también el tiempo y la distancia alivian el deseo. Por eso, mujer ideal, démonos prisa y comencemos de una vez antes que otra cosa suceda.

La medicina como pensamiento técnico racional ha sido, desde su fundación, una actividad vinculada estrechamente con la escritura. Así lo demuestran los escritos hipocráticos: el famoso Corpus Hippocraticum, el cual para unos autores consta de cincuenta y tres libros, y para otros de setenta y dos libros y cincuenta y nueve tratados, escritos por médicos de Cos, Cnidos, Sicilia, que sentaron las bases de la medicina científico-técnica. Documentos redactados por uno o varios autores –para el caso es lo mismo–, que muestran el interés médico por esta actividad. Eran los tiempos del poeta tebano Píndaro, quien nos legó diecisiete volúmenes de poesía lírica junto con la pasión del mundo griego por lo bello.

A partir de los numerosos manuscritos que el padre de la medicina nos legó, encontramos a incontables médicos que se dedicaron a este a veces doloroso y siempre gratificante afán: Crisipo, Praxágoras, Euryphon de Cnidos, Diocles de Carustos, Themison y muchos más. El mismo Aristóteles practicó cuidadosas investigaciones en el humano; este maestro del pensamiento afirmaba que el médico podía iniciarse en la filosofía y terminar estudiando medicina o iniciarse en ésta y encontrar que estaba estudiando filosofía. Una manera elocuente de afirmar la relación medicina-literatura.

El médico, para los griegos, era un demiurgo, al mismo tiempo que un artista. Hipócrates afirmó que "el médico que al mismo tiempo es filósofo, es semejante a los dioses". Por eso la teoría y la práctica de la medicina solían sumarse a las del pensamiento filosófico, corrientes ambas que residían en la misma persona: el médico, quien las expresaba mediante la palabra oral y escrita. Filosofía y medicina, desde su inicio, tienen como propósito comprender al hombre. ¿Acaso no es esto lo que todo médico ansía? Esto es lo que la literatura realiza al describir lo humano.

Pionero de la cultura judeocristiana fue Lucas, nacido en Grecia, hombre instruido y amigo de San Pablo, quien solía referirse a él como "el más querido médico". Lucas es autor del Tercer evangelio canónico y de Hechos de los apóstoles, piedras angulares del Nuevo Testamento en la muy famosa Biblia, el libro más leído. A este hombre lo visité a diario –al menos en efigie–, pues su escultura se encuentra a la mitad de la escalinata del Palacio de la Medicina, donde estudié los primeros años de esa disciplina; en el pedestal se lee la inscripción: "Este santo fue médico." En algún momento me propuse seguir sus pasos: ¡vano intento! Pero, puesto en la tarea, logré lo segundo y me distancié de lo primero.

Entre la pléyade que habitó el mundo clásico destacó Galeno, en Roma, en el siglo II de nuestra era. Ese médico estaba enamorado de la ciencia de aliviar y deseaba trasmitir lo que sabía. En ese tiempo se leía con fruición, y a escondidas, la obra pornográfica del poeta latino Ovidio: El arte de amar; fue un tiempo de descubrimiento del cuerpo y del sexo. Los hebreos enseñaron que se ama lo que se conoce y se conoce lo que se ama y, por lo tanto, Eros debía ser descubierto. Esta pasión por el saber condujo de la mano a Galeno, quien constituyó una síntesis, mente-cuerpo, de los pensadores que lo precedieron, entre los que se encuentran el mismo Hipócrates, Platón, Aristóteles y Posidonio. No puede ser de otra manera: somos lo que hemos sido.

Galeno, por quien los médicos somos llamados galenos, fue uno de los polígrafos más prolíficos de la antigüedad. "Escribió tal cantidad de obras médicas y filosóficas –nos dice Ateneo– que superó a todos sus predecesores; y como comentador puede competir con los antiguos." Para este notable médico, nuestra práctica consistía en un saber integrado por la lógica, la física y la ética. Quien no conociera esas tres partes "no sería un verdadero médico sino simplemente un recetador". Más adelante añadía: "Es como si un ignorante en matemáticas y en geometría pretendiera poder predecir los eclipses de sol." El anhelo por curar al hombre pasa necesariamente por lo humano.

Resulta penoso decirlo, pero a consecuencia de la exaltación de la tecnología –con su correlato de visión mecanicista del hombre–, en la actualidad muchos médicos sólo conocen –y eso en el mejor de los casos– la física del cuerpo humano, y se han convertido en meros recetadores de fármacos.

Esto tal vez corresponda al torbellino de decadencia cultural en el que han caído las instituciones seglares. Disminución moral que se observa en algunas sociedades que estimulan únicamente los aspectos materiales del conocimiento. Por eso requerimos el retorno de lo espiritual, sobre todo en terrenos como la medicina.

Debido al excesivo materialismo, propio de culturas anglosajonas, durante algún tiempo se nos conoció, en el idioma inglés, como físicos. Al médico, en Norteamérica, se le denomina physician. Este es un afán por simplificar excesivamente la realidad, ya que el hombre es más, mucho más que un conjunto de matera física, química o biológica. A ello me referiré en otra ocasión, con la esperanza de no aburrirla sino de seducirla, ya que conforme le escribo, la imagino preñada de erotismo, sensibilidad e inteligencia. Esta es la recompensa del arte: edificar mundos a voluntad en los cuales habita el creador de ellos.

Hasta pronto.