Jornada Semanal, 7 de octubre del 2001                                                                                                     NUM. 344    
Ana García Bergua


 EL HUMANO ESTUPOR 
DE LOS INTERVENTORES

Para mis humanos contertulianos
Así como fui enseñada a dudar de la existencia de Dios, dudo también de la existencia de los locutores en la televisión. En general son gente que no tiene empacho en ser extremadamente locuaz frente a una cámara, cosa de por sí extraña y sospechosa, que alguien del siglo antepasado hubiese descrito sin titubear como síntoma de algún trastorno cerebral, por decir lo menos. Por eso, me imagino, los primeros programas de televisión siempre tenían público: para que los locutores (que hasta los años setenta todavía eran personas de lo más decente y hasta se expresaban en español, como el célebre doctor I.Q.) no se sintieran como locos de los que le hablan a los semáforos o a los postes. A estas alturas nos hemos acostumbrado ya a creer que dialogamos con imágenes que están adentro de aparatos, pero si lo pensamos bien, lo que no es tan aberrante es el hecho de dialogar con un objeto (en principio, leer un libro o ver una película es dialogar con un objeto), como el de que quienes pretenden hablar desde dentro de él lo hagan como si de verdad los estuviésemos todos escuchando y no cimbrara su seguridad el pensar que probablemente, cuando empiezan su anuncio, su arenga, su discurso, gran parte de la población va a hacer pipí o a prepararse un taco. Yo, en su lugar, estaría muy nerviosa. Desde el otro lado de la televisión, la verdad es que no hay nada más ofensivo que encender la televisión y ver a esos locutores exigiéndole a uno su atención. Es como si pasara uno junto a un ejemplar de La guerra y la paz y Kutusov le gritara que se sentara en este mismo instante a leer, sin considerar que uno quizá tiene algo más qué hacer, o está leyendo otro libro. ¿Con qué derecho?

Lo contrario de esta certeza absurda en que realmente hay alguien interesado detrás de las cámaras a las que les hablan con tal fruición los locutores (y eso es lo que a fin de cuentas sigue escapando a la plastificada democracia del rating: la existencia de televisores encendidos a los que nadie ve), es la expresión de desasosiego y desconcierto de los interventores de la Secretaría de Gobernación, aquellos a los que ponen sentados junto a los concursos y que desentonan tanto como unos viejos legajos junto a una sinfonola. Cuando los enfoca la cámara (sería más correcto decir el camarógrafo, que ha de ganar un sueldo horrible, por órdenes del director, que ganará un poco más), los pobres no saben qué cara poner, ni a quién dirigirse: si al locutor que los anuncia como a una estrella más de su canal, si a los muchos camarógrafos que danzan alrededor de los programas, si a un lugar espiritual al que se encomiendan todos los interventores de la Secretaría de Gobernación cuando los presentan, en el que quizá ven a Santiago Creel provisto de una aureola y sonriéndoles, satisfecho de su buen desempeño, de su seriedad notarial en circunstancia tan frívola. El hecho es que siempre están nerviosos los pobres interventores; más aun si el locutor, ese especímen, pide un aplauso para ellos: ¿a cuenta de qué? Es como si a uno le aplaudieran sólo por estar sentado en su escritorio de la oficina (bueno, sé de muchos que se sentirían alentados). Por otra parte, el momento de la aparición de los interventores es demasiado breve; es, para todos, una especie de bache torpe, de momento vacío que a más de uno desasosiega. Quizá sería bueno permitirles, a los que lo quisieran, que cantaran una canción o recitaran un poema, que no aparecieran en tan franca desventaja frente a los locutores, como un habitante de Toluca en una colonia marciana, por decir algo. O quizá no; quizá debemos cultivar su marginalidad, ya que en el fondo, desde que los panelistas de los talk shows resultaron ser actores que hacen el papel de no-actores, las únicas personas reales de la televisión mexicana son los interventores de la Secretaría de Gobernación; son el ancla que nos pone los pies en la tierra y debemos cuidarlos, antes de que su maravilloso y humano desconcierto sea ejecutado a la perfección por unos actores.
 
 

[email protected]


Naief Yehya


El camino a la tercera guerra mundial (II)

La guerra de la desesperación
Hace algún tiempo, en estas mismas páginas repetimos con horror las odiosas palabras de Madeleine Albright en una entrevista en 1996 en el programa 60 minutos, de la cadena cbs. La periodista Leslie Stahl le preguntó respecto a las consecuencias de las sanciones impuestas a Irak por Estados Unidos tras la Guerra del Golfo: "Hemos sabido que medio millón de niños han muerto. Es decir que son más niños de los que murieron en Hiroshima. ¿Es justo este precio?" Albright respondió: "Creo que es una elección muy difícil, pero el precio, creemos que el precio es justo." Como era de esperarse, estas palabras fueron repetidas en el mundo entero y especialmente en Medio Oriente, donde vinieron a encender más los ya de por sí explosivos ánimos de millones de árabes y musulmanes que habían venido acumulando rabia, frustración y desesperanza a causa de las sanciones impuestas por Estados Unidos en contra del criminal régimen de Saddam Hussein (con las que tan sólo han afectado a la población iraquí y fortalecido al gobierno represor de Bagdad), además de que han defendido el brutal comportamiento colonialista de Israel, y han protegido y apoyado a algunos de los regímenes árabes más corruptos y siniestros. A esto debemos sumar que la Guerra del Golfo sirvió como pretexto a Estados Unidos para multiplicar su presencia permanente en la península arábiga, incluyendo Arabia Saudita, tierra considerada por los más devotos como santa y en la cual no pueden tener cabida tropas infieles. Esto, sumado a las demagógicas y neurasténicas denuncias de miles de muftis, imanes y religiosos que predican en contra de las perversiones de occidente en todo el mundo islámico, han sido factores que han nutrido las filas del extremismo suicida, han saboteado su causa y han creado la distorsionada imagen de un islam delirante, retrógrada y fascista que odia la civilización, la democracia y los estados seculares. Aunque nada puede justificar el ataque criminal del 11 de septiembre pasado, es posible entender que la total impotencia sentida por muchos en el Medio Oriente tenga como resultado actos desesperados, carentes de una estrategia política y destinados únicamente a provocar una reacción brutal y atronadora por parte de Estados Unidos, que en un momento dado obligue a los estados árabes a lanzar una gran jihad o guerra religiosa en contra de Occidente.

La guerra en contra 
del talibán
No hay nada más fácil de odiar que el talibán. Desde hace meses. por todos los medios se nos informa de las canalladas que comete este desgarbado gobierno en contra de su pueblo. Una y otra vez hemos visto por cnn y otros canales, imágenes de hombres golpeando mujeres en las calles por el delito de mostrar un poco de piel o simplemente por salir a la calle sin la escolta adecuada. Se nos enseñó con horror la destrucción de los gigantescos budas de Bamiyan, se muestran sádicas ejecuciones en estadios repletos e insistentemente se presentan las condiciones de extrema miseria de gran parte del pueblo afgano. Prácticamente todo aquél que tenga correo electrónico ha recibido mensajes de solidaridad con las mujeres afganas o denuncias de la propuesta del talibán de obligar a los hindúes afganos a llevar un listón amarillo en su ropa para ser identificados. No obstante, el gobierno afgano no es tan singular en su intolerancia; algunos de los mejores amigos de Estados Unidos en la zona, como Arabia Saudita y Kuwait, son teocracias tan represoras como el talibán (con la diferencia de que son ricos). De hecho, aunque Pakistán es el mejor aliado del talibán, los sauditas son sus principales patrocinadores.

La guerra oportuna
Es interesante que a pesar de que desde hace varios años Estados Unidos argumenta que Afganistán patrocina el terrorismo, por alguna razón no había sido incluido en la misma lista que Irak, Libia, Irán y Siria. Por el contrario, el gobierno de Bush prometió recientemente dar al talibán cuarenta y tres millones de dólares en ayuda humanitaria. En cierta forma parecería que hasta el 11 de septiembre el talibán era una especie de arma biológica que el Pentágono trataba de manipular para incomodar a Irán e Irak y para asustar a Rusia, China y otros estados que temen que sus minorías musulmanas puedan ser influenciadas por el extremismo religioso. Así, como en otras ocasiones, Estados Unidos se encuentran en la necesidad de retirar un régimen que ellos mismos impusieron o al que ayudaron a triunfar de manera ilegítima y que se ha convertido en una peligrosa carga. En cualquier caso, la relación entre el talibán y los secuestradores suicidas es, en el mejor de los casos, circunstancial, y la idea de destruir a ese gobierno no es una solución al problema del terrorismo internacional. Quizás es una mera coincidencia, pero el ataque del 11 de septiembre puede ser aprovechado por Estados Unidos para cambiar al talibán por un régimen más amistoso, o de preferencia por un gobierno de dirigido por la otan, quizás con la vieja monarquía afgana del decrépito e incompetente rey Muhammad Zahir Shah (quien fue destronado en 1973) y algunos caciques locales, que permitan a Washington tener más influencia en Asia central e imponer un oleoducto que atraviese Afganistán para llevar el petróleo del mar Caspio hasta los puertos de Pakistán, en directa competencia con los iraníes.
 
 

[email protected]


Michelle Solano

 
 
 

José Antonio Alcaraz (1938-2001), 
huella irrepetible

Maestro que me escuchas:
si he robado tu fuego,
aquí está.
Carlos Pellicer
El epígrafe que puede leerse arriba de estas líneas lo he robado alevosamente del libro Carlos Chávez: un constante renacer, escrito por José Antonio Alcaraz, que también fue mi maestro y a quien ahora le devuelvo la intención de esas palabras.

Comienzo tu obituario convencida del fracaso. ¿Con qué letras, con qué notas, José Antonio? Si sólo una imagen se repite en mi memoria, la fotografía de Marcel Proust en su lecho de muerte, esa imagen sepia que hiciste colocar en una pared de tu casa. ¿De dónde la sacaste? No sé si alguna vez te lo pregunté, o si será una más de las tantas cosas que ya no sabré de ti, por ti. 

No puedo con la ira que me provoca tu muerte, con el egoísmo que no logro sacudirme para no lamentar tu ausencia, las millones de respuestas que ya no me darás. ¿Cuántos momentos nos habrían resultado suficientes? ¿De qué pérdida comienzo a lamentarme ahora? Si no fuiste únicamente maestro, guía, luz, carcajada, regaño, poema, sinfonía. Eras amigo, cómplice, familia. 

De tu obra y de tu biografía ya se han encargado otros, o ya se encargarán. Yo sólo sé que, hasta antes de que la enfermedad te tirara en cama, nunca habías estado quieto. ¿Qué cosa no hiciste, José Antonio? ¿Te saliste siempre con la tuya? Me sorprendía tu capacidad para hablar de Henry Cowell y de Chava Flores al mismo tiempo, y sí, he de confesarlo, nunca entendí tu chiste aquel sobre la lechuga que le dice al basurero: "Yo también soy ecléctica." Pero cómo me hacías reír cuando me contabas de tu infancia o cuando me enseñaste a bailar swing y yo sabía, mientras dábamos piruetas, que tenía que aprovecharte. Eso hice siempre: te disfruté, te gocé hasta la médula. Y me diste tantas cosas, a pesar tuyo a veces, con todo y tu hartazgo porque yo nunca dejaba de preguntar. 

José Antonio Alcaraz. Foto: archivo La JornadaTe recuerdo en un salón de clases, en las funciones de teatro que vimos juntos, en aquel concierto donde nos reíamos porque la señora de atrás se emocionaba con el "Bolero de Raquel"; te recuerdo con lágrimas en tus ojos cuando te obligaron a renunciar como director de la escuela de escritores de sogem, aquel tiempo cuando muchos amigos y alumnos se alejaron. La íntima tristeza reaccionaria –velardiano siempre– cuando dejaste de dar clases. Tus sesenta años con serpentinas y gorritos de fiesta infantil, mi niño perenne. Y te veo otra vez llegar a un restaurante y pedir que nos asignaran mesa prontamente porque tú eras una viejita achacosa y yo una embarazada de tantos meses. Tus interminables viajes al extranjero y tus alumnos, tu "pandilla" esperando tu vuelta para que contaras las novedades en Broadway, pero sobre todo para que, cual Santa Claus, nos entregaras los regalos. Siempre volvías cargado de regalos y dulces. Ogro de peluche, Alcatraz, Groseantonio, gordirector, ¿cuántos apodos no te inventaste o te inventamos? 

Tú te reinventaste a través de los cuentos para niños, en recuerdo de tu abuelita Cecilia y las largas horas que pasabas metido debajo de su piano para que la música te bañara. 

John Cage y Revueltas, Moncayo y Carlos Chávez, Los Beatles y la negrita Cucurumbé enamorada de su abismo. Las corbatas de muñequitos y tu ropa azul… Tu herencia va más allá de los montones de artículos y clases que me dictaste, de la gramática en francés que te empeñaste en hacerme entender, de Judy Garland y el Mago de Oz. Me quedo con mi amor a Brahms y tu delirio por Monteverdi o el Nocturno de Poulenc. Me quedo con el móvil de la bandera gay que le regalaste a mi hijo, tu nieto. 

En tu funeral flores y globos, Mozart y Cri-Cri. Música, mucha música inundando los silencios de la muerte. Tus cenizas en el río Sena, en un París que te hizo suyo y al que pediste volver. 

Yo me quedo aquí, procurando no omitir detalle, a la búsqueda de que ese tiempo hallado contigo no se vuelva terror cuando sea capaz de asimilar que (otra vez López Velarde) "me está vedado conseguir que el viento y la llovizna sean comedidos con tu pelo castaño".

Javier Sicilia


Madre Teresa y la noche oscura

El filósofo Jacques Maritain, al hablar de los secretos vínculos que hay entre la poesía y la mística, decía que el místico, en tanto es purificado en su forma para expresar el ser de Dios, es "poesía en acto". A través de su vida, en donde el amor resplandece, el místico revela la belleza del ser de Dios; es –para utilizar una fórmula cristiana– la presencia de Dios aquí en la tierra por participación divina o, mejor, la participación del Verbo increado en la naturaleza del místico.

La última mitad del siglo XX  y el comienzo del XXI –épocas de mediocridad espiritual y de espantosos crímenes– nos dio en Madre Teresa de Calcuta uno de esos seres. 

Lo que impactaba de ella era su intensa alegría; su capacidad, en medio de las peores dificultades, de acoger al huérfano, al miserable, al proscrito, al moribundo y de darles consuelo; en síntesis, su desafío a una realidad inhumana.

Cualquiera, en la época de la New Age y del hedonismo del espíritu, diría que Madre Teresa vivía en el puro gozo. Su experiencia de Dios la habría exentado del horror del sufrimiento. No es así. La experiencia mística, como todo experiencia espiritual, es paradójica. Lanza del Vasto la definió en su "Oración del fuego" como "fuego de gozo, sufrimiento y gozo, el uno en el otro [...] El amor es el gozo de sufrir".

Madre Teresa, como todos los místicos, vivió esta paradoja: detrás de su inmensa alegría había una profunda oscuridad. Sus cartas y sus diarios que, gracias a su proceso de santificación que ha dado inicio, comienzan a aparecer, dan cuenta de ello:

"Le quiero decir algo que no sé como expresar. Estoy anhelando –con un anhelo doloroso– ser toda para Dios, de ser santa de manera tal que Jesús pueda vivir completa Su vida en mí. Mientras más Lo quiero, menos soy querida. Quiero amarLo como no ha sido amado –y sin embargo hay esa separación, ese terrible vacío, ese sentimiento de ausencia de Dios. Por más de cuatro años que no encuentro ayuda [...] Dígame qué debo hacer –quiero obedecer a cualquier precio..." (8/ 2/ 56). "Ha de haber rezado mucho por mí –he encontrado verdadera felicidad en el sufrimiento, pero el sufrimiento es a veces insoportable–, Usted no sabe qué miserable y nada soy..." (26/ 6/ 58). "Yo no sabía que el amor puede hacer sufrir tanto a uno –eso fue sufrimiento de amor– este es de anhelo –de dolor humano pero causado por lo divino. Ore por mí..." (6/ 11/ 58). "En mi alma –no puedo decirle qué tan oscuro está, qué doloroso, qué terrible [...] me siento como ‘rechazando a Dios’ y, sin embargo, lo más grande y lo más difícil de soportar es este terrible anhelo de Dios –ore por mí para que no me vuelva un Judas para Jesús en esta dolorosa oscuridad..." (9/ 1/ 64). 

Se trata de lo que San Juan de la Cruz describió como "La noche oscura". Según el fraile de Fontiveros –que si de algo sabía es del proceso de Dios en la experiencia del alma–, cuando alguien responde al llamado de la gracia vive dos etapas: "la noche de los sentidos" que, después de un periodo inicial de gozo, es experimentada a nivel de las sensaciones como un desierto; como si el mundo percibido por los sentidos careciera de significación; la segunda etapa, "la noche del espíritu" –expresada en las citas que he hecho de Madre Teresa–, se experimenta como un profundo sufrimiento causado por una tremenda sensación de ausencia y abandono de Dios, y, a la vez, por el desesperado anhelo de poseerlo.

Pese a lo doloroso de la experiencia, lo que sorprende es que ella no sólo no obstaculiza el trabajo del místico, sino que a través de él pasa una alegría que consuela.

Lo que sucede es que el místico es lentamente purificado de su ego y ocupado por Dios. Dios está cada vez más en él y, por lo mismo, sus partes sensibles lo experimentan cada vez menos. En cierta forma sucede lo mismo que con la poesía. Conforme un poema es más hondo en su revelación espiritual, el lector lo experimenta menos en los sentidos. Para gozarlo en su médula es necesario un trabajo de purificación del intelecto que permite al lector asir algo de su revelación, pero a la vez, experimentar que algo en ella escapa a su aprehensión y le genera un anhelo de poseer lo que ya asió y experimenta oscuramente.

Esta experiencia, como lo muestran las citas que hecho de Madre Teresa, sucede en el alma del místico de una manera más intensa y terrible, pues no vive sólo una experiencia de orden espiritual, como sucede con la poesía, sino la experiencia absoluta del espíritu: la de la posesión de Dios.

La oscuridad que experimenta entonces el místico es el misterioso vínculo que lo une estrechamente con Cristo. Es el anhelo de lo que se posee íntimamente y, en consecuencia –porque se posee en el espíritu–, nos parece lejano. Sólo podemos anhelar lo que está íntimamente vinculado a nosotros, como los amantes que, después de haberse poseído, vuelven a anhelarse con una sed de trascendencia. Lo que los separa en lo exterior, es lo que los une anhelantemente en su interior. 

Digámoslo de otra forma. En los amantes hay dos experiencias: la de amarse tanto como puedan y entrar el uno en el otro y formar un solo ser; y la de amarse tanto que aun cuando se interponga entre ellos la mitad de la Tierra, su unión –ahora sufriente por la separación y el anhelo– no experimenta ninguna disminución. 

En el místico, como lo muestra Madre Teresa, sucede lo mismo. Dios lo posee hasta formar con él un sólo ser –el místico es, como dije al principio, una manifestación del ser de Dios por participación divina–; pero, al mismo tiempo, porque el místico está sometido a las leyes del tiempo producidas por la Caída, experimenta esa posesión como separación y ausencia, como si entre él y Dios estuviera de por medio toda la insuficiencia humana. Sin embargo –de ahí que el místico persevere en su ministerio, dé consuelo y, a pesar de experimentar la oración, es decir, el diálogo con el amado, como oscura, dolorosa y estéril, se sienta atraído a ella, como la amante es atraída por la escritura de cartas y por los objetos que fueron tocados por el amado–, su unión en el amor no sufre ninguna alteración. Dios y él están indisolublemente unidos, una indisolubilidad que sólo será plena en la resurrección. Por eso San Agustín escribió: "Señor, nunca estaremos en paz hasta que lleguemos a Ti."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
 
 


Luis Tovar
¿Y dónde está el guionista? (VI)

Pongamos que usted es guionista. Imaginemos que alguno de sus trabajos fue llevado a la pantalla y que, como le sucede a tantos otros colegas suyos, el resultado no le satisfizo. Es más: le decepcionó, lo hizo sentirse traicionado, a lo mejor ya hasta dejó de hablarle al director de la cinta, y ahora dedica buena parte de su tiempo a informarle, a quien quiera escucharlo, que sí, efectivamente la película es mala, pero que de eso usted no tiene la más mínima culpa porque así no era el guión, a la hora de filmar casi nada fue respetado y claro, en tales circunstancias qué se podía esperar. Todos estos síntomas son clara evidencia de que usted padece un agudo mal del guionista. Ya es demasiado tarde para hacer nada, pues el único remedio hubiera sido exigir que su nombre no apareciera en los créditos.

¡Hijazo de mi vidaza!

Los guiones, como cualquier otra obra literaria, son como los hijos: no importa cómo hayan nacido ni cómo crecieron, con ellos uno siempre se comporta como la mamá de Gordolfo Gelatino: los quiere, no cesa de chulearlos, los ayuda lo más que puede y, de manera inevitable, no se da cuenta del momento en que debe dejarlos correr su propia suerte. Como si de un vástago se tratara, usted le ve a su precioso guión cualidades que nadie más sabe apreciar. Es natural. Pero no olvide que tan obvia es su actitud al considerar su guión un producto impoluto, como el hecho de que todos los demás, empezando por el director, lo puedan ver –y, de hecho, acostumbran verlo– exactamente al revés: sobrado de aquí, incompleto de allá, necesitado de un apretón de tuercas general... En fin, lo consideran una herramienta de trabajo, un medio y no un fin en sí mismo.

Evidentemente esto nos lleva, en un fenómeno muy parecido a la tautología, a replantearnos de nueva cuenta qué es usted que escribe guiones. En mi opinión usted es un escritor, así, a secas, y como tal, comparte con todos los aporreateclas el sino de sentir que su obra sigue siendo suya per secula seculorum, aunque sepa muy bien que no es cierto, pues cada lectura la convierte en otra cosa.

De esto se hallaban convencidos varios autores cuyos nombres recordamos por lo que de ellos hemos leído y rara vez por los guiones que, bien o mal, quedaron plasmados en el celuloide y que ellos escribieron bien fuera por su cuenta o en colaboración más o menos estrecha con el director. Seguramente usted ya está pensando en Vladimir Nabokov (Lolita), Graham Green (El americano impasible, El ocaso de un amor, El tercer hombre, El amigo americano y muchas más), Sam Shepard (Paris, Texas), Carson McCullers (El corazón es un cazador solitario), André Malraux (La sierra de Teruel) y otros por el estilo. Sume a otros igual de importantes, cuya labor como guionistas quedó muchas veces eclipsada por el resto de su obra literaria, como le sucedió a Capote, Rulfo, Chandler, McDonald, Faulkner, Robe-Grillet, Fitzgerald, Garibay, Simon, Coward, Doctorow, Hammet, Cocteau, Pratolini, Bowles, De la Cabada, Buzzatti, Gala, Auster... La lista sería interminable.

El mismo fenómeno sucede a la inversa; es decir, con los autores que ganaron reconocimiento como guionistas en menoscabo de su valor en tanto escritores (aunque, insisto, un guionista no es menos escritor que un novelista o un poeta). Aquí caben muchos narradores cuya obra debería ser revalorada sin pensar en su relación con el cine, y entre los que realizaron su trabajo en México los primeros son Manolo Altolaguirre, Mauricio Magdaleno, Julio Alejandro y Luis Alcoriza.

¿Es o se parece?

Queda pendiente la adaptación cinematográfica, en muchos sentidos la mejor manera de no traicionar al autor de una historia, cometiendo precisamente aquello que los guionistas consideran el pecado mayor: cambiar cualquier cosa siempre que haga falta. Por definición, este ejercicio libera al director de una obligación prácticamente incumplible: la de traducir sin merma, sin tergiversación, sin añadidos de cosecha propia y sin cambios de intencionalidad, un texto que será considerado –aquí sí– un mero punto de partida para llegar a la consecución de una obra que de seguro va a parecerse al original, pero que será necesariamente distinta. Ahí está, por ejemplo, lo que Fons y Ripstein hicieron con El callejón de los milagros y Principio y fin, sendas novelas de Naguib Mahfouz, o los bienintencionados esfuerzos –de los resultados mejor ni hablar– por filmar novelas y cuentos de Lowry, García Márquez, Cortázar, Tabucchi, Dostoievski, etcétera. Al respecto, quizá los mejores ejemplos de cómo pueden trabajar guionista y director sin necesidad de terminar aborreciéndose, o de que el público acabe diciendo que la película no le llega ni a los talones a la novela, sean la ya mencionada Lolita y 2001: Odisea del espacio, escrita por Arthur C. Clarke. En ambos casos, Kubrick y los autores recorrieron juntos el camino, y mientras el primero filmaba, éstos ponían a punto lo que a final de cuentas sería una novela independiente del filme.

Considerar de este modo a la adaptación nos conduce a un corolario que usted, imaginario guionista, debe tomar en cuenta: de las dos sopas que en el número pasado mencionamos como medicina contra el mal del guionista, en realidad sólo una le proporcionaría cierto alivio. Y si pensó que todo se puede arreglar dirigiendo usted mismo, se equivoca. El único remedio posible sería que nadie hiciera una película basada en la historia que tanto trabajo le costó escribir, por la sencilla razón de que filmar es como traducir, y no existen, ni creo que alguna vez existirán, dos lenguajes exactamente correspondientes que permitan pasar de una codificación a otra con eso que nos da por llamar fidelidad y que, en los hechos, no pasa de ser una mera entelequia.
 
 

[email protected]