Jornada Semanal,  14 de octubre del 2001                           núm. 345
 Augusto Isla
el cielo en la tierra

Una utopía para sobrevivir

H.G. Wells, el autor de El hombre invisible y de La guerra de los mundos, así como de varias novelas satíricas y de relatos de ciencia ficción, escribió y publicó en 1905 Una utopía moderna. Nuestro especialista en el análisis de los destrozos del pasado, los horrores presentes y el incierto futuro, Augusto Isla, nos habla del ensayo de Wells, emparentado con Noticias de ninguna parte de William Morris, en este trabajo lleno de una admiración que ha pasado por la estricta lupa de la crítica. El doctor Isla, como el doctor Moreau, combina pesimismo con entusiasmo al contemplar las promesas de la ciencia y de la tecnología, y encuentra una forma de aproximación al pensamiento de Wells que parte de una idea básica así enunciada: “Como todas las utopías, Una utopía moderna es una manifestación de descontento, una crítica del presente.”

H.G. WELLSCuando Herbert George Wells escribió en 1905 Una utopía moderna, gozaba ya del reconocimiento de un amplio público lector. Diez años antes, La máquina del tiempo le había dado una fama que acrecentó con La isla del Dr. Moreau (1897) y La guerra de los mundos (1898), entre otras novelas que se hicieron muy populares en las postrimerías de la era victoriana. Era un escritor que literariamente no proponía gran cosa, pero, en cambio, era seguro, imaginativo, observador y dueño de una sensibilidad social notable.

Nació en 1866 en Bromley, Kent, un condado cerca de Londres. Era hijo de un tendero y estudió en Normal School of Science. Desde joven alternó, pues, su curiosidad científica y sus inquietudes narrativas. Le preocupaba su tiempo, pero sobre todo el porvenir. Veía con temor ese apresurado andar de la ciencia y la tecnología y, por ende, sus resonancias sociales. El mito del progreso se derrumbaba. Wells recordaría siempre las imágenes de su Bromley natal: un mundo gris, pobre, desordenado, fruto amargo de la segunda revolución industrial, aunque a un tiempo lo deslumbraba el catálogo de maravillas que ofrecía el maquinismo finisecular: el teléfono, el gramófono, la másquina de escribir, el cine. Como Wilde, que había publicado diez años antes El alma del hombre bajo el socialismo, Wells confiaba en que la máquina emanciparía a los hombres de los penosos trabajos manuales.

Una utopía moderna es inconcebible sin la máquina. Las utopías de la antigüedad o los relatos que brillan por sus destellos utópicos nos remiten simplemente a una relación armoniosa entre hombres y entre éstos y la naturaleza, a un Edén de paz y exuberancia. En la Odisea, Homero nos describe insólitos paisajes con viñas lozanas que abundan en racimos, fuentes inagotables de agua clara, praderas de violeta y apio, admirables aun para los inmortales. El mismo Platón, dice Wells, "no tenía la menor idea de que las máquinas se convirtieran en fuerza que afectase la organización social [...] Nunca soñó un Estado que no tomase su fuerza del músculo humano [...] Previó, hasta la profusión, las invenciones políticas y morales, y en este punto da aún qué pensar, pero nada presumió y hace presumir respecto a las posibilidades materiales".

La belleza utópica del futuro wellsiano trasciende la naturaleza y los vínculos humanos; se extiende a los objetos, a los espacios que el hombre crea. Si las cosas que el hombre fabrica en las circunstancias modernas son feas e imperfectas, es porque la fealdad y la imperfección son propias de nuestra organización social, "porque vivimos en una atmósfera de incertidumbre y de temporalidad y porque no sabemos sacar a nuestra actividad el partido conveniente y verdadero". Emulando a la naturaleza, "ese gran ingeniero", el hombre construirá con paciencia y gracia un sistema de "cosas bien ideadas", simples y perfectas.

Los progresos de la ciencia y la tecnología sugerían, pues, posibilidades estéticas y esperanzas liberadoras que, sin embargo, eclipsaban el capitalismo irresponsable, las pasiones nacionalistas y aquella avaricia que atormentaba al alma de Ruskin algunas décadas antes y que influyó tanto en la utopía nostálgica de William Morris, autor de Noticias de Ninguna Parte, antecedente de Una utopía moderna.

Wells era menos radical que Morris; pero, aunque escéptico sobre el buen uso de la ciencia, enfrentaba mejor su realidad. Wells sueña su idealidad desde la perspectiva del futuro, mientras que Morris se remonta a una sonrosada Edad Media. Como todas las utopías, Una utopía moderna es una manifestación de descontento, una crítica del presente. Sólo que esta vez su autor elude su examen explícito y dirige su mirada "a lo que puede existir". Más que sobre lo deseable, la utopía de Wells discierne sobre lo posible y lo necesario. No muestra, pues, las cosas irrealizables; por el contrario, traza una visión de las potencialidades históricas de Occidente.

Dentro de una tradición que se remonta a Platón, Wells reivindica la utopía desde un futuro posible que no le escamotea méritos a la modernidad. Su utopía se encuaderna con ella. A diferencia de las anteriores que imaginaban Estados perfectos, estáticos, aquejados por la monotonía, la de Wells se ostenta como cinética, dinámica, como un proceso ascendente, no exento de choques, conflictos, escorias. El mundo ideal de las antiguas utopías que nos describen ciudades amuralladas, situadas fuera del tiempo y del espacio, que protegen su pureza de las asechanzas externas, contrasta con la concepción wellsiana de un universo abierto, de magnitud planetaria sin fortificaciones, por el que sus habitantes, viajeros, "fluctuantes como el mar", van y vienen.

Para contarnos su sueño ético y, al propio tiempo, estético ­pues ambas dimensiones se confunden merced a ese legado espiritual que va de Platón a Ruskin y que él recoge gustosamente al igual que Morris y Wilde­, Wells combina la discusión filosófica con la narración imaginativa. Crea, pues, la ficción de dos personajes terrestres ­la voz narrativa y un botánico­ que descienden del paso Lucendro a un planeta gemelo al nuestro y, a un tiempo, mejorado, ya que es bello, equilibrado, limpio, habitado por seres humanos fuertes, sanos, moderados en el comer y beber, vegetarianos, laboriosos. En él no hay guerras ni pobreza ni la mitad de las enfermedades que los terrestres padecemos. Como hombre que creció en plena sociedad victoriana, con su autoritarismo patriarcal y su condena de la sexualidad, Wells dibuja, invirtiendo las imágenes, un paisaje moral utópico que se distingue por ser libre de la conciencia del pecado.

El utopista husmea, en ese mundo posible ­unas veces en presente, otras en futuro, acaso por indecisiones de su relato­ las novedades que le interesan: el gobierno, las clases sociales, las libertades, la economía, la naturaleza, la condición de las mujeres, las razas. En su aventura imaginaria descubre un Estado mundial que es una amalgama de todos los gobiernos existentes, más aristocrático que regido por la voluntad del demos, pues son los samurais, organización surgida del choque de fuerzas sociales y sistemas políticos, los que concentran en sus manos el poder político; forman éstos una orden noble y privilegiada pero abierta a todos los ciudadanos, siempre y cuando observen la Regla que les impone disciplina, austeridad, dominio de sí mismos. De hecho, en este ámbito, Wells se hace eco del elitismo platónico ­los samurais se parecen a los guardianes del autor de la República­; pero también de esa tendencia cultural que, de punta a punta del siglo pasado, sospechó del régimen democrático tan propenso a caer en la impura forma de la demagogia. Gobierno aristocrático para la macropolítica; opción democrática para los microcosmos. Tal fue la solución ecléctica que el planeta gemelo encontró para organizarse a sí mismo.

Digamos que, contrariamente a la mayoría de los utopistas, emponzoñados por una idiosincrasia puritana, Wells atisba una humanidad cuyo más sobresaliente rasgo de sabiduría será el admitir los antagonismos hasta hoy persistentes y el formular insospechadas síntesis: pues ya dará cabida a la libertad personal sin demérito de la felicidad colectiva, ya admitirá la propiedad privada hasta el límite en que no ofenda a los demás, ya aprovechará lo mejor de lo que aportan liberales y socialistas; ya, en fin, hablará una lengua que será la síntesis de muchas otras.

Todo discurso político y moral sazonado por la imaginación utópica destierra contrariedades y propone por lo general comuniones nunca vistas: de bienes, de mujeres; regula minuciosamente la vida. Pero Wells, que pretende escapar de ingenuidades riesgosas, abomina de los excesos normativos, de tal suerte que "la ley regirá sólo para asegurar el máximo de libertad e iniciativa". ¿Cabe la propiedad privada en su mundo ideal? Sí, ya lo dije, si no invade el ámbito de lo que pertenece al Estado: el suelo y los productos naturales. Tal límite pone un dique a la codicia. "El orden antiguo aparece como un sistema de instituciones y de clases gobernadas por la riqueza; el orden nuevo se muestra como un sistema de empresas y de intereses dirigido por las capacidades." Pero ¿no es la diferencia de aptitudes el origen de la competencia y, en fin, de las desigualdades más lacerantes?

Las síntesis no son siempre afortunadas; esconden a menudo homogeneidades depauperantes. ¿Por qué una sola lengua si esa dimensión de Babel ha venido a ser a la postre fuente de riqueza y diversidad? Sorprende que un utopista como Wells ­que rechaza, por ser un síntoma de "confusión antipática", la intolerancia de unos con otros, las persecuciones, las defecciones, la hostilidad a la gente más fina y sutil­ pretenda devastar la experiencia diversa de la palabra. ¿Cómo puede llegar a ser utopía "el país de los cuidados y miramientos recíprocos" si se destruyen los bosques del lenguaje en el que los pueblos expresan sus raíces éticas y míticas?

No obstante la modernidad de la utopía wellsiana, su concepción de las clases sociales tiene más parentesco con las estirpes ­que, según el Hesíodo de Los trabajos y los días, cubren la tierra­ que con los grupos sociales como hoy los entendemos. Pues se trata de jerarquías definidas por el poderío y la orientación de sus cualidades éticas y psicológicas: una clase política constituida por una minoría en la plenitud de su excelencia creadora; otra cinética que congrega a aquellos individuos que, restringidos en su imaginación, podríamos llamar ciudadanos normales; otra más, la de los obtusos, criaturas estúpidas e incompetentes; y, finalmente, la de los villanos, crueles y carentes de sentido moral y enemigos del Estado.

De este modo, Wells humaniza, por así decirlo, el panorama social de su utopía, ecléctica una vez más no sólo por la diversidad de sus componentes humanos, sino también por esa mixtura de tolerancia universal y de disciplina autoritaria que impone el Estado para defenderse de los grandes males que le amenazan, entre otros el demográfico, a propósito del cual constriñe la libertad de procreación concediéndosela solamente a quienes acrediten suficiencia económica y salud, no ciertamente sin dejar de proteger a la mujer, sin velar por sus responsabilidades nacidas del imperativo de una crianza sin sobresaltos y angustias económicas.

Aunque defensor de la condición igualitaria de la mujer, Wells, tan preocupado por los niños sanos y robustos, concede demasiada importancia a la procreación, de tal modo que parece inspirarse menos en la idea de la libertad femenina que en otra, grave, ceñida por férrea disciplina, como si fuese habitante de la Esparta de Licurgo.

Wells no esconde, pues, su temor aristocrático por la irrupción incontrolada de la plebe, como tampoco su arrogancia británica que le llama a dudar de la igualdad de las razas de tal modo que, apenas por obligada indulgencia, llega a reconocer en aquéllas que son inferiores alguna cualidad que les redime, pues de ser verdaderamente inferiores debían ser aniquiladas.

Toda utopía encierra, en el orden del entendimiento histórico, una concepción indeterminista del devenir humano, pues de acatar éste leyes como las que imperan en el reino natural, no sería posible el sueño de variar su curso. De hecho, el planeta gemelo de Wells en el que cada ser humano, cada vegetal, cada piedra tiene una réplica de nuestra desdichada tierra, se configura de otra manera, si no perfecta, al menos sí envidiable. Según Wells, su construcción ha sido obra de tentativas, disciplina, investigaciones y fatigas ausentes en la vida terrestre, y "no de la cooperación fortuita ni de potentados autocráticos ni de la sabiduría declamatoria de los demagogos ni, a fin de cuentas, de la competencia sin freno tras la ganancia".

En Una utopía moderna, a Wells le anima la esperanza de que la historia siga otro cauce. Pero nunca se mostró confiado en que así sucedería. Si por un lado piensa en la utopía, por otro repara en las posibilidades antiutópicas. En When the sleeper wakes (1899), Graham, su protagonista, viaja al futuro por efectos de la hibernación para encontrarse con una sociedad atroz. La variedad de los escenarios posibles parece fundarse en el devenir incierto y trágico de la sociedad moderna, en la aplicación arbitraria de sus hazañas, en las múltiples mediaciones de poder a que están sometidas la ciencia y la tecnología, pero sobre todo en la ausencia de ideales éticos, ya que sólo una minoría se pregunta: ¿para qué todo este esfuerzo prometéico? ¿Para más eficaz y diabólicamente esclavizar a los hombres?

Wells vivió cuarenta años más sólo para ser testigo crítico de las desgracias europeas. No escribiría más textos utópicos. Su último ensayo, El destino del homo sapiens (1945), encierra la estremecedora duda acerca de la sobrevivencia de la especie humana. A casi cien años de la publicación de su libro utópico mayor, nos queda el sabor de algunas visiones proféticas, aunque destituidas de aquel optimismo que él les imprimió: una utopía al revés, una pesadilla. Vivimos, de hecho, en un Estado mundial gobernado por los grandes intereses cuya voracidad pone en jaque día a día la estabilidad y la armonía planetarias; en vez de moverse libremente para enriquecer su experiencia vital, millones de seres humanos se desplazan para escapar de su miseria mientras las élites del mundo, nómadas también, viajan virtualmente, pero ¿la navegación cibernética no es una forma del naufragio? Más que hablar una sola lengua, la razón oficial ambiciona pensar de una sola manera, clausura todo proyecto alternativo.

Lo que se ha extinguido no son las ideologías, sino el discurso que incorpora la utopía, es decir, la idea de una vida mejor. La resistencia a esa tiranía velada que ejercen los centros del poder mundial, o es incapaz de articular un discurso más allá del no, o mira hacia un pasado muerto, o dentellea en piel inocente con provocadoras masacres, o se resigna a mezquinas reformas sociales que dejan intacta una estructura social catastrófica, no sólo para la periferia del mundo sino también para las naciones hegemónicas.

Particularmente, la imaginación utópica, asociada a los relatos de ciencia ficción, ha caído en desgracia hace más de medio siglo. Las predicciones acerca los efectos sociales de la ciencia y de la tecnología ­en especial la del poder­ son más bien sombrías. 1984 de George Orwell, El mundo feliz de Aldous Huxley entrevieron totalidades perturbadoras; Blade Runner de Ridley Scott se asomó a un mundo sórdido, en tinieblas, al que un prodigio como la clonación nos aproxima con horror no por la osadía moral sino por los oscuros intereses que pueden moverse detrás de una experimentación a gran escala.

En todo caso, la narrativa de Wells, con las limitaciones del autor y de su tiempo, está sembrada de advertencias, de posibilidades: la competencia desenfrenada lleva a la catástrofe; las manipulaciones de la vida, a probables aberraciones, peligrosas a más no poder. En cambio, la disciplina, la fraternidad, abren caminos para embellecer el mundo, pero, antes que nada, para salvar a la especie de la ruina, de ese delirio tanático de la burguesía que, cada vez con más fuerza, sabotea su propio triunfalismo.

La lección perdurable de Wells en Una utopía moderna reside en haber vencido la tentación de soñar ­en contraposición de aquellos ideólogos que defienden con estúpido ardor las miserias del día­ paraísos terrenales. No es una Edad de Oro inscrita en la intemporalidad, lo que atrajo su indignación moral, sino un plan práctico, accesible, pleno de memoria: una utopía para sobrevivir. ¿Sobrevivencia de la humanidad? No, se trata sólo de Occidente, del triunfo de una civilización que se alza sobre la aniquilación de las otras; de una civilización que, acaso también, sin saberlo, elabora su propia destrucción. Pues es ella misma, y ninguna otra, la que conspira contra sus propios valores, comenzando por la propia democracia a la que la dictadura del mercado ha convertido en fiel servidora suya.

Una utopía moderna de Wells encierra, a despecho de su placidez y buena fe, la reflexión de un hombre soberbio, de un eurocéntrico desesperado que no atisba lo que Cioran tiene muy presente: que un día terminará "la fulgurante aventura del hombre"; y que tampoco reconoce que la vida, irremediablemente, está hecha del bien y el mal entretejidos, de oro y flores podridas, de nubes y cenizas.