SABADO Ť 20 Ť OCTUBRE Ť 2001

¿LA FIESTA EN PAZ?

El Arruza de Picasso

Ť Leonardo Páez

HACE UNOS DIAS, mientras esperaba ser torturado-reparado por mi dentista, leí en un semanario el revelador artículo de José de la Colina que narra las confesiones del poeta León Felipe a sus contertulios del Café Sorrento acerca de su sobrino, el gran torero Carlos Arruza, y el singular obsequio que éste recibiera por haberle brindado a un desconocido en una plaza francesa -¿Nimes? ¿Arles? ¿Vallauris?

DICE DE LA COLINA que contaba el gran León, contrariado a más no poder, que a su regreso a México Arruza le platicó que por recomendación había brindado la muerte de un toro "a un espectador bajito, robusto y calvo, de grandes ojos, que parecía español", y que luego, al dar triunfal vuelta, el brindado le devolvió la montera con un papel dentro.

"ERA UN DIBUJO MUY simple -le había dicho El Ciclón Mexicano a su tío poeta-, casi un garabato de niño, que representaba un torero haciendo un pase a un toro, pero todo muy mal hecho, y con una sola palabra escrita que no entendí: Picoso."

"¿CÓMO QUE PICOSO? ¿Qué estas diciendo? -tronó León Felipe-. Muéstrame ese dibujo". A lo que el popular diestro respondió: "No lo tengo, no era gran cosa, sólo un garabato de niño y lo he tirado, pero de haberlo sabido se lo hubiera traído a usted". Y le replicó el poeta-tío: "Pues buena la has hecho, has tirado miles y miles de pesos, porque ese Picoso que dices, bajito y fuerte, con pinta de español, ¿eh?, tiene que ser Picasso, el más grande pintor del mundo".

"Y ESTAS NOCHES -agrega José que añadía León- he estado dando vueltas en la cama, sin dormir. Pase que mi sobrino no sepa quién es Picasso; pase todavía que haya tirado el dibujo. Pero no debió decírmelo, ¡y menos que me lo hubiera dado! Ya comprenderéis qué disgusto he cogido. Porque ahora siento que el dibujo ese, ¡un dibujo de Picasso!, es como si yo lo hubiera tenido y me lo quitaran..."

SIN EMBARGO, Y para enésima contrariedad del entrañable poeta, el dibujo aquel lo recogió el apoderado de Arruza, Andrés Gago, más para salvarlo del ajetreo que acompañaba las frenéticas temporadas europeas de Carlos la segunda mitad de los años cuarenta que por apreciar en todo su valor ese "garabato de niño".

EN EL COLMO de los azares, yo tuve oportunidad de conocer y admirar varias veces el dichoso dibujo -tinta de un toro y un torero alados, no en un pase sino en el momento en que un angelical banderillero (Arruza, aquella y muchas tardes más) deja los palos en lo alto del morrillo-debidamente enmarcado, en la sala de la casa de un amigo, Alberto N, cuyo padre me acabó de contar la historia desconocida por León Felipe y José de la Colina.

"YO ERA GERENTE de ventas -evocaba al desgaire el feliz propietario de la tinta- en unos laboratorios quimico-farmacéuticos, donde con cierta regularidad se presentaba mi amigo Andrés Gago, más que a visitarme a que lo surtiera, sin costo, de medicinas para sus no pocos achaques una vez retirado del negocio taurino. Un buen día me trajo el apunte y sin darle ninguna importancia me dijo: 'Toma, en agradecimiento a todas tus atenciones'. Yo sí que le di importancia, pero no la expresé", concluía satisfecho el padre de mi amigo.