Jornada Semanal, 21 de octubre del 2001 
Ana García Bergua
El informe tico 

Para Álvaro, Sole, Mario, Natalia, Sylvia y Johan


El centro de San José es populoso. Frente al hermoso edificio del Teatro Nacional –que, me dicen, alberga un café de aires decimonónicos–, se encuentra el Gran Hotel, de amarillo claro y preclaro, con su bandera, sus arcos y sus mesas a las que se sentaban antes los artistas. Un poco más allá, en medio de Parque Central, frente a la catedral, se asienta un kiosko curiosísimo de los años cuarenta; lo forman dos grandes círculos, uno arriba y uno abajo, unidos por bandas curvas y verticales de concreto.

Cuando uno se para en su centro, siente que no sería raro que en ese momento descendiera de los cielos una nave espacial y lo secuestrara. Ciudad joven, establecida apenas en el siglo antepasado, algunas de sus calles que alternan edificios bajos y modernos con construcciones de aquella época recuerdan, en madera y metal, al puerto de Veracruz; este símil se hace más patente con el clima húmedo, por lo general nublado aunque haga calor, y las lluvias sorpresivas. 

En la tarde, el visitante se puede sentar en la banca que rodea a un árbol frente a la espléndida librería Lehman y ver pasar a todo San José de regreso del trabajo en lo que el sol se va. Es esta una sociedad alegre y pausada, principalmente blanca y negra, ajena al ritmo estúpido de nuestras ajetreadas megaurbes, en las que siempre andamos muy rápido pero llegamos a muy pocas partes. Yo he de confesar que conocía el barrio Amón y sus coloridas y antiguas casas de madera gracias a una novela de José Ricardo Chaves cuyo personaje escucha el rugido del león del zoológico en aquel barrio, y el hecho de estar ahí me hizo pensar que los viajes leídos son tan reales como los vividos. 

Los parques nacionales de Costa Rica son verdaderamente hermosos; en el que conocimos, el de Manuel Antonio, pudimos observar a un grupo de monos que a su vez nos observó a placer desde las copas de los árboles; a un armadillo atareado en buscar su madriguera, a los pausados perezosos que trepan al árbol con meticulosa lentitud. Y no lo hicimos sin trabajos, pues el respeto a la naturaleza exige que uno camine, trepe y se resbale por la selva, como corresponde a nuestra condición de animales huevones –aquí decir perezosos, después de conocer a los animales de ese nombre, sería un elogio inmerecido–, agresivos y más bien torpes. En otro punto del país –la provincia de Heredia, cercana a San José–, un empresario concibió un hotel de espíritu suizo con cabañas a mitad de un bosque espléndido, que posee su teatro y su museo entomológico. Es verdaderamente notable el amor que tienen en este país por su naturaleza, la devoción, el cuidado con que la tratan.

La gentileza, la cordialidad costarricense pareciera ir acorde con su democracia de varias décadas, y con el hecho prodigioso de ser un país sin ejército: es decir que no espera atacar, ni que lo ataquen. De hecho, el haber podido estar ahí fue producto de un hecho inédito en cualquiera de los demás países que conozco (aunque, para ser franca y hasta optimista, no conozco muchos): el de que un grupo de jóvenes actores –el grupo Baco de teatro y danza dirigido por el escritor Álvaro Mata Guillé– realice, desde hace cuatro años, un simposio anual de libertad y poesía al que invita a una figura central y a varios escritores de distintas nacionalidades. En él se efectúan lecturas, mesas redondas y, por supuesto, presentaciones del grupo Baco, gracias a la generosidad de empresarios hoteleros, restauranteros y transportistas que apoyan estas actividades. Yo casi pude escuchar en mi interior las risotadas de unos hipotéticos empresarios mexicanos al que un grupo de jóvenes actores les pidiera apoyo para realizar un festival de poesía. O estadounidenses. O venezolanos. Qué sé yo (seguramente muy poco). En esta ocasión, la figura central fue el gran poeta venezolano Rafael Cadenas, a quien acompañamos escritores de Costa Rica, México, Cuba, Venezuela, Francia y Albania. Amén de las lecturas y conferencias, el grupo Baco nos impresionó con su particular manera de escenificar poemas del propio Rafael Cadenas, de Octavio Paz, de Adolfo Castañón, o el Informe negro de Francisco Hinojosa. Hace unos años, un Álvaro Mata Guillé más joven de lo que es ya, estuvo en México, en la conmemoración de los veinte años de Vuelta.

En aquella ocasión, Paz le dijo que la libertad se conquista, y fue esto lo que le inspiró para realizar el simposio, que en esta época oscura representa mucho. No es raro, quizá, que los habitantes de un país sin ejército crean que la única manera de luchar contra la intolerancia, contra la locura destructiva, sea la poesía. Lo bueno sería que todos lo creyéramos así.
 

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Naief Yehya


El camino a la tercera guerra mundial (III)

Crónica de una guerra anunciada
Tras semanas de una auténtica guerra psicológica el gobierno de Bush y sus aliados lanzaron el primer ataque de la que se anticipa como una larga cruzada (como la definió el propio Bush) en contra del terrorismo. Pero difícilmente podríamos llamar guerra a esta campaña punitiva, ya que una guerra es por definición un conflicto armado entre dos Estados o grupos de Estados, cada uno con uniformes distintivos, en el que cada parte tiene objetivos militares claros, y cuando alguien se rinde o es exterminado, la guerra termina. Nada de esto se cumple en el caso de la operación en contra de Bin Laden y Afganistán. A pesar de que Bush y su gabinete no cesan de señalar que esta es una guerra diferente, es claro que los aliados han optado pelearla de manera casi exactamente igual a las ya viejas guerras del fin del siglo xx (bombardeos desde grandes alturas, barcos y submarinos con armas "inteligentes" y convencionales), con diferencias insignificantes como el golpe propagandístico casi risible de lanzar comida o la promesa de que la guerra durará años. Lo innegable es que, independientemente de sus motivos, en las últimas décadas la primera potencia mundial se ha lanzado a la guerra en contra de enemigos cada vez más débiles y más incapaces de defenderse (a los que inicialmente presenta como potencias militares ): primero Irak, luego Serbia y ahora Afganistán, uno de los Estados más miserables del mundo, cuya infraestructura es prácticamente inexistente (por ejemplo, sólo hay cuarenta kilómetros de ferrocarriles y menos de tres mil kilómetros de carreteras pavimentadas en todo el país). A este paso, los próximos candidatos a recibir una lluvia de tomahawks serán los aborígenes australianos. 

La guerra contra los muertos
La principal paradoja de este ataque masivo lanzado en contra de un grupo terrorista y sus anfitriones talibanes es que el propio gobierno de Bush sabe que la campaña no tendrá éxito, que no logrará erradicar el terrorismo ni hacer que Estados Unidos vuelva a ser el paraíso de seguridad que supuestamente era antes del 11 de septiembre, sino que sólo servirá para "aterrorizar a los terroristas" o por lo menos incomodarlos. Además, ellos saben bien que tanto los seguidores de Bin Laden como los del mulah Omar creen que la muerte en una guerra santa, como ésta, garantiza el acceso al cielo. ¿Y cómo se puede pelear en términos convencionales con un enemigo para el que morir es un triunfo? Quien quiera que haya planeado el secuestro de cuatro aviones para estrellarlos contra las Torres Gemelas, el Pentágono y quizás la Casa Blanca, soñaba con provocar un ataque como éste para convertir la indignación de los musulmanes del mundo en odio guerrero y en cientos de nuevos atentados suicidas. Los autores del ataque del 11 de septiembre lograron poner a la primera potencia mundial a la defensiva, obligados a responder violentamente más para entretener, apaciguar y consolar a su propio público que para erradicar el terrorismo. Resulta triste ver cómo una vez más Estados Unidos responde a una atrocidad con una catástrofe, y al fanatismo desesperado con sadismo patriotero y calculador.

La guerra guerra
Aparentemente Estados Unidos estaba a punto de caer en el juego de la represalia desmesurada e inmediata. Pocas horas después del ataque en contra de las Torres Gemelas, George W. Bush ya estaba declarando la guerra como un vendedor de carros declara la guerra a los precios altos o como un cura declara la guerra a la inmoralidad. Durante un par de semanas, Bush no dejó de anunciar que desataría todo el poder de su ejército; el secretario de la defensa, Donald Rumsfeld, dijo que todas las opciones estaban en la mesa, incluyendo el arsenal nuclear, y muchas figuras del gobierno anunciaron que varios Estados que patrocinaban el terrorismo serían destruidos. La de Bush era una guerra difusa y amorfa; no obstante, el mandatario quiso poner en claro que la guerra en contra del terrorismo internacional sería una verdadera guerra y no una guerra impalpable, como la guerra contra las drogas. Dos semanas después el discurso bélico súbitamente cambió, no se descartaba el ataque militar pero la guerra se pelearía en el terreno del espionaje, el ciberespacio y la inteligencia. Es decir, de la misma manera que la ampliamente fallida guerra contra las drogas. El 26 de septiembre, en una obvia estrategia para calmar a la opinión pública estadunidense que clamaba venganza, la Casa Blanca filtró la información de que ya había comandos especiales en Afganistán preparando el terreno para una ofensiva. Poco después de comenzada la segunda ola de ataques, el 8 de octubre, Rumsfeld redefinió una vez más esta guerra con otra analogía contradictoria, como una especie de nueva guerra fría. Mientras tanto ya se han entregado millones de dólares y armas a la Alianza del Norte y a la guerrilla afgana que se opone al talibán y controla un pequeño porcentaje del territorio de ese país. Con esto, Estados Unidos parece poner en evidencia su incapacidad de entender de sus propios errores, en particular de haber armado a los mujaidines que hoy son sus enemigos. Cuando se escribe esto, Estados Unidos ha acumulado un arsenal impresionante en la región, con más de treinta mil soldados, trescientos aviones de combate y dos docenas de barcos de guerra. Según el gobierno de Bush, en Afganistán hay tan sólo veinticinco blancos, por los que es obvio que este arsenal está destinado a una guerra mucho más extensa.
 

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 Marcela Sánchez
Historias de la cocina 
del legendario Hotel X

Raúl Parrao, exponente de la danza bizarra, ha trabajado en la creación de un estilo propio y original desde 1985, año en que funda, junto a Alicia Sánchez, la compañia U.X. Onodanza. Desde entonces ha expuesto de forma permanente su concepción del mundo y sus obsesiones. Originario de Ciudad Juárez, Chihuahua, Parrao recibió el influjo del entorno cultural que se ha desarrollado en las fronteras mexicanas con Estados Unidos. En sus obras podemos adivinar a un lector incansable de cómics y novelas de ciencia ficción, así como a un empedernido cinéfilo. La danza de Parrao se ha caracterizado por su actitud provocadora y su propuesta contestataria ante la realidad impuesta por los medios masivos. Parrao, fascinado, se ha apropiado de los símbolos de la cultura popular norteamericana para parodiar la realidad mediante la invención de un mundo bizarro.

The Kitsch(en) and the X(eggs) es un título que nos remite de manera inmediata al ensayo de Hermann Broch, Kitsch y el arte de tendencia. Escrita en 1933, esta obra representa un primer intento de reflexionar sobre el kitsch, concepto usado en el arte para estudiar el fenómeno del mal gusto y la vulgaridad que alcanzó su máxima expresión entre las clases altas del siglo xix, empeñadas en hacerse "propietarias" de las creaciones artísticas. Para Broch, el kistch es un sistema cerrado que se inserta como un cuerpo extraño en el sistema global del arte. Es una actitud de imitación que surge del deseo de adueñarse del arte de una manera falsa, por lo que vive del efecto, la exageración y la exaltación. En sus coreografías, Parrao juega y usa elementos kitsch con una intención desafiante. A lo largo de su trayectoria ha incorporado en sus propuestas una apabullante variedad de símbolos del mundo contemporáneo, desde protagonistas míticos de la literatura y el cine hasta los personajes más populares de las tiras cómicas. 

En The Kitsch(en)and the X(eggs), Parrao nos ofrece un relato negro fantástico que a través de uno de sus personajes, el locutor Sargatana, retoma la figura fáustica del diablo. La historia amalgama personajes de distintas procedencias: la mítica Betty Boop/Mary Boop de las caricaturas; el mayordomo V-Lask-X, inspirado en la imagen de la película de Nosferatu de Murnau; Lul, Paracelsus y Bolos, los cocineros triameses, seres dependientes y perversos que parecen anclar en esos otros seres dobles que son una constante en la obra de Kafka. No es gratuito que uno de estos personajes lleve el nombre de Paracelso, filósofo y médico alemán que se dedicó a la búsqueda de lo divino (la quintaesencia) en los compuestos químicos y que consideró al cuerpo humano como un sistema químico. Poblado por los ejércitos de Flashes, Prototipos y Sombras de las viñetas de ciencia ficción, la narración de Parrao es bastante compleja. El diablo/locutor Sargatana, cuyo cuerpo es el edificio del Hotel X, anda en busca de su alma. Tras las paredes del hotel se realiza la extraña actividad de crear cuerpos perfectos: los Prototipos, que se cambian por un pedazo de memoria o de vida. Los tres cocineros están abocados a realizar esta tarea, ayudados por la galopina Marybárbola. Una mujer frágil y coqueta, Mary Boop, imagen femenina de los años treinta, de cara redonda adornada por unos grandes ojos y una boca pequeña pintada de rojo en forma de corazón, es la seductora por excelencia que será a su vez seducida por las Sombras que le ofrecen dinero, fama y el reflejo de su propia imagen para llevarla de forma misteriosa a las cuartos del Hotel X. Ahí, Mary Boop presencia una terrible conspiración y se convierte en testigo del mercado negro de cuerpos y la creación del Clon Alias. Al final, Mary Boop será víctima de la extracción de una parte de su memoria antes de ser asesinada.

Las imágenes visuales adquieren un carácter único. La danza ha roto cualquier convención para convertirse en un elemento más de la narración visual. La escenografía, la música, el vestuario, el maquillaje y la gestualidad colaboran en un mismo nivel para crear la sensación de extrañeza y hostilidad propias de los relatos de ciencia ficción. Estamos ante seres atrapados en el horror de su frialdad, seres amorales que luchan por el poder mediante la manipulación de los cuerpos. Los movimientos van de lo frenético y lo vertiginoso a lo estático, o al minimalismo donde manos y brazos parecen partes de una maquinaria de relojería. 

The Kitsch(en) and the X(eggs) es un espectáculo que cuenta una historia y aquí es donde reside su dificultad mayor. El breve texto del programa de mano sólo nos aclara algunos puntos. La obra es narrativa en esencia y, por lo tanto, requiere de una imbricación más precisa y clara entre el texto y la imagen para lograr una mayor contundencia. Se trata de una obra polémica que provoca la convivencia de la fascinación y el rechazo en un público, el mexicano, que parece poco preparado para asimilar la propuesta.
 

Javier Sicilia


Dante y el misterio de Beatriz 


Para Annunziata Rossi, con quien leí 
por vez primera al Dante


Cuando uno se abisma en la Divina Comedia del Dante no se puede dejar de admirar su grandeza. Pocas obras con una dimensión y un aliento tan grandes. El mismo T.S. Eliot –inquietante como el propio florentino– sentía una profunda vergüenza al comparar su trabajo poético con la compleja transparencia de la Comedia. Su profundidad cósmica y teológica; el conjunto de su melodía interior, de su ritmo, del tema, de las imágenes, de sus capas de sentidos hablan de una artista genial.

Es indudable que esa genialidad es hija de una larga paciencia y de una desmesurada obstinación. Pero una y otra no bastan para producir una obra de la talla de la Divina Comedia. Su fuente está en eso que Jacques Maritain ha llamado "la intuición poética": esa experiencia que permite al intelecto abismarse en las regiones más profundas del alma.

No es mi interés hablar aquí de lo que esa intuición es –de alguna forma, a lo largo de "La casa sosegada" he tratado de aproximarme a ella–, sino de lo que la dispara. 

En todo gran poeta hay una cierta herida que permite liberar en él la fuente creadora. En Dante, esa herida, que conocía y amaba perfecta y profundamente, fue abierta por Beatriz.

Independientemente de la manera en que los hijos de Freud han podido explicar el proceso de sublimación que vivió el poeta cuando en su infancia vio por vez primera a aquella muchacha que tenía nueve años, lo que a nosotros nos interesa es el hecho de que ese trauma, al penetrar en el centro mismo de las potencias del espíritu del Dante, hizo de su relación con Beatriz la inquebrantable verdad personal de la que vivirá su intuición poética.

El amor, que en su primer encuentro Beatriz despertó en Dante, produjo en él una herida, una apertura por la que pudo ver en el resplandor ontológico de aquella mujer el inmenso resplandor de la trascendencia en Cristo. Su amor, el deseo que por un momento incendió su carne, abrieron en él una mirada espiritual que hizo que la belleza de Beatriz se convirtiera en una especie de encarnación del conocimiento teológico. 

En sus ojos (por ese doble misterio que es la participación del Verbo increado en lo creado, y la intuición poética que permite contemplarlo en lo que se ama) vio reflejadas no sólo la humanidad y la divinidad de Cristo, sino también la encarnación de la fe iluminada por los dones contemplativos y la sabiduría que nos guía hacia las regiones de la visión beatífica.

En este sentido, y a pesar de las transformaciones simbólicas que ha sufrido a lo largo de la historia, Beatriz nunca fue para Dante un símbolo ni una alegoría, sino lo que ella misma era en su feminidad concreta y, al mismo tiempo, lo que esa feminidad revelaba a través de su concretud de la trascendencia del amor. Por y a través de ella Virgilio y todos los abismos de las tinieblas y de la luz pudieron movilizar el alma del Dante para emprender el viaje del infierno al cielo. 

¿De dónde procedía esta intuición creadora que lo hizo sobrepasar su deseo por Beatriz para tocar por y a través de ella, de su ser concreto y deseado, la visión beatífica? Habría que decir que de una profunda inocencia.

"La emoción creadora de los poetas menores –dice Maritain– nace en un ligero crepúsculo y a un nivel del alma relativamente próximo a la superficie. Los grandes poetas (en cambio) descienden a la noche creadora y tocan las aguas profundas en las que reina." Ese descenso sólo es posible por una apertura a la inocencia del ser que permite reflejar a través de la obra lo que hay de puro y durable en el fondo de la existencia.

"‘¿Que es Dios?’, preguntaba Tomás de Aquino cuando tenía cinco años. Esta pregunta, nacida de la inocencia creadora de un asombro infantil, se desarrolló a lo largo de su vida bajo el multiforme y único movimiento de su búsqueda." Podríamos decir, siguiendo a Maritain, que en el Dante sucedió algo parecido. No una primera pregunta, como en Santo Tomás, de la razón que comenzaba a florecer, sino una primera herida de la naciente sensibilidad provocada por el encuentro del niño Dante con la niña Beatriz. Esta herida, trabajada a lo largo de su experiencia poética, le permitió experiencias cada vez más profundas en relación con el amor. Primero, un profundo asombro frente al rostro del amor que revela su maravillosa y terrible ambigüedad; después, a través de todas las debilidades y de todos los fracasos de la vida humana (vuelvo a Maritain), "un puro y durable sentimiento de fidelidad espiritual, una profundización progresiva e ininterrumpida en el conocimiento y la purificación del amor".

Toda la obra del Dante es en este sentido una exploración y una develación de los secretos del amor: "Tutti li miei pensier parlan d’Amore". Se topó con él cuando al aparecer Beatriz en el paraíso terrestre sintió súbitamente "la gran potencia del antiguo amor" ("d’antico amor la gran potenza"), "por la virtud oculta que venía de ella". Esa herida, que se abrió en su infancia y se mantuvo inocente en su experiencia poética, lo hizo transitar y reconocer que las formas más bajas del amor humano, que terminan en la deformidad y en las tinieblas del infierno, llevan el sello de su más alto origen, pero también a experimentar y a reconocer que el amor de Dios, al develar el misterio ontológico de la mujer deseada, la vuelve el medio por el que el amor divino penetra en el centro de su poesía.

La Divina Comedia es así la glorificación de Beatriz que abrió la herida por la que la intuición poética del Dante manó. Pero también, como lo dijo Maritain, "el testimonio de la purificación del amor en el corazón de un hombre" y el descubrimiento de su única y verdadera fuente.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.


Luis Tovar


El péndulo de Ripstein

No era necesario poseer ninguna dote de adivinación para anticipar la suerte que correrían en cartelera las dos películas mencionadas en la pasada entrega, Otaola o la República del exilio, de Raúl Busteros, y La perdición de los hombres, de Arturo Ripstein. Hace ocho días ya hablábamos aquí de que iba a ser necesario correr al cine si uno quería verlas, dado lo inexorable de su expedita retirada de un circuito comercial que no parecía ser, por principio y en virtud de sus características, un espacio lógico para su difusión. Al respecto baste mencionar que, luego de su primera semana, entre las dos reúnen el mismo número de salas (cuatro) que Y tu mamá también todavía mantiene luego de una temporada bastante larga. Por lo que hace a Otaola..., ya se mencionaron algunas de las posibles causas para que el público la recibiera con cierta reserva. La perdición de los hombres, por su parte, ofrece otro tipo de incógnitas.

Los cazadores 
de la objetividad perdida

Voy a confesarles algo: estoy tratando de hallar el modo de referirme a esta película sin hacerle el caldo gordo a su realizador, pero creo que me resultará imposible. Y es que la objetividad a la que me obliga la labor crítica se ve interrumpida a cada frase por ciertos recuerdos desagradables: el de Ripstein diciendo, palabras más, palabras menos, que le es indiferente si al público le gustan o no las películas que él filma; el de Ripstein negándose a dar entrevistas y tratando a los chicos de la prensa como si fueran (como si hubiera) personas de segunda clase; el de Ripstein pintando su raya al declarar (ante la prensa española, no vaya usted a creer que ante la local) que el premio obtenido en San Sebastián precisamente por La perdición de los hombres lo compartía "con los cineastas mexicanos; no con todos, sólo con los que aprecio"; el de Ripstein, en fin, instalado en creer a pie juntillas el refrán aquel de "nadie es profeta en su tierra" a tal grado, que desde hace ya tiempo los primeros que ven sus películas suelen ser franceses o españoles (la nacionalidad va en función del lugar que organice el festival en turno). Digo los primeros, pero más bien habría que decir casi los únicos, si se piensa en las tres únicas salas donde hoy se exhibe, una semana después de su estreno, la más reciente película de Ripstein. ¡Ah!, olvidaba un recuerdo especialmente desagradable: el de haber leído la opinión de un crítico mexicano que coronó su proceso de metamorfosis para convertirse en palero de tiempo completo, cuando se desembarazó de la poca credibilidad que todavía le restaba diciendo que en el Festival de Cannes de hace dos años, Ripstein era lo único rescatable. ¡Hágame usted el favor! Un beso del diablo tan escandaloso tenía que haber sido prontamente desmentido por quien recibió el ósculo, pues el que calla otorga.

Perdóneme lo peregrino de la comparación, pero a Ripstein le sucede lo mismo que al América, sólo que al revés: el club de Coapa es popular pese a sus más de diez años de no ganar nada, y Ripstein es impopular pese al montón de galardones que lleva acumulados. Eso sí, mientras que a las futboleras Águilas les preocupa la escasez de títulos, a don Arturo lo tiene sin cuidado la escasez de público que quiera ver sus películas, y tampoco le quita el sueño que gente como un servidor hable mal de él, donde hablar mal significa no decir maravillas.

Por razones así es imposible, como dije antes, no hacerle el caldo gordo a Ripstein. Si lo elogio corro el riesgo de sumarme a sus corifeos, y entonces lo que diga será producto de una incondicionalidad que nadie me ha pedido (y que si me pidieran jamás concedería); y si lo "ataco", seré uno más de sus malquerientes y entonces cualquier cosa que se me ocurra decir sería dictada por mi mala leche, mi impericia, etcétera. Estos desagradables ejercicios de pendularidad, innecesarios aunque por desgracia inevitables, complican lo que debería ser muy sencillo: olvidarse de Ripstein y concentrarse en sus películas. Pero a veces pareciera que el hijo de don Alfredo se siente muy a gusto jugándole al incomprendido y declarando desatinos con los que sólo consigue dos cosas: reforzar su bien ganada fama de persona difícilmente tratable, y hacerle sombra a su propia obra.

A lo que te truje

El poco espacio restante para hablar de La perdición de los hombres y no de su director es un buen ejemplo de lo que suele suceder con Ripstein. Es como si él mismo se pusiera delante de la pantalla y no dejara ver ni oír a gusto la película. Empero, no me considere demasiado contradictorio si le confieso que La perdición de los hombres me parece una de los filmes más logrados de su realizador. Más allá de su inveterada costumbre de dibujar un México pobre (ideológico, económico, emocional) que parece sólo existir en sus cintas, Ripstein hace gala de economía de recursos, se da gustos formales que demuestran su dominio del lenguaje cinematográfico, y se apoya en un cuadro de actores que conoce al dedillo y de los que sabe obtener los mejores resultados. La perdición de los hombres es una historia bien contada que se cierra perfectamente en sí misma, lo cual es más que agradecible en un contexto de cine mexicano que todavía se atreve a ponerse al cuello una soga llamada Angeluz, ésta sí indigna y de la que resulta mejor no hablar.
 

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Michelle Solano


Animales insólitos

Bien dicen por ahí que la cocina es el lugar más íntimo de un hogar, de una vivienda. No en balde la sabiduría popular afirma que "se metió hasta la cocina" cuando alguien indaga en las profundidades de otros, ya sea en plan de amistad o de mero chisme.

La cocina es uno de esos lugares que uno no puede evitar en su propia geografía hogareña; es ahí a donde uno acude en busca de alimento, de bebida y, si se topa a otro cohabitante de ese microcosmos llamado familia, quizá hasta busque consuelo, riña o una charla que le distraiga de otros deberes más importantes y tediosos.

Humberto Leyva escribió Animales insólitos, y para contarnos la historia de sus personajes ha elegido situarlos en la cocina de un departamento típico de la clase media. Dirigida por Martín Acosta, Animales insólitos se estrenó recientemente en el Teatro Casa de la Paz. Esta obra forma parte de una trilogía escrita por Leyva, que constituye una disección de personajes urbanos típicos de estos tiempos.

Aquí, el hilo narrativo es complejo: demasiados personajes, muchos conflictos, muchas subtramas y sobreentendidos; seis personajes en busca de tiempo para contar su propia historia. Con diálogos demasiado acartonados, por momentos la dramaturgia parece prendida por alfileres, como si se tratara de una suerte de apuntes para una obra (o tal vez más de una). 

Quizá uno de los signos característicos del teatro actual sea la multiplicidad de conflictos que se plasman en la dramaturgia y que busca revelar –los pretenciosos dicen inventar– nuevas maneras de llevar al público a la catarsis. Cuando los personajes y conflictos, situaciones, diálogos y todos los materiales que conforman el texto dramático, sobrepasan lo que el dramaturgo quiere decir, cuando éste se engolosina con toda la posibilidad de temas y aristas que pueden desprenderse de sus personajes y anécdotas, nacen obras como Animales insólitos: bienintencionadas, honestas, con buenos puntos… pero que no cuajan.

Debido a lo anterior, la parte fundamental de este montaje se sustenta en el trabajo de dirección y, es evidente, de los actores. Martín ha optado una vez más por un discurso en el que las imágenes encarnan el pre-texto de la propuesta escénica. Con muy buen trazo y movimientos acertados y precisos, Acosta logra que los personajes se muevan por una cocina-universo sin tropiezos, y que por momentos casi alcancen la armonía entre ellos (el casi es por lo disparejo del elenco). Fabián Corres ejecuta dos o tres escenas dignas del mejor de los aplausos. José Juan Meraz resulta preciso, oportuno y contundente. Erika Stettner, atinada, graciosa. Ellos tres sostienen bien a sus personajes e incluso soportan la debilidad de los otros, a cargo de Mónica Huarte, que no emplea todos sus recursos; de Vanesa Bauche en lo que en definitiva no es su mejor trabajo –y espero que tampoco pase a la historia como el peor–, y René Gatica que exhibe una fuerza innecesaria en algunas escenas. Ojo: los personajes de estos tres últimos actores tampoco ofrecen mucho de dónde asirse, y es una tarea compleja la de interpretar personajes que están sólo dibujados a lápiz, que carecen de tridimensionalidad, que responden más bien a estereotipos que a caracteres definidos, con cuerpo.

Entre los varios conflictos que se tratan (sólo por encima, aceptémoslo) en Animales insólitos, están la homosexualidad, las relaciones entre dos que se aman, sean heterosexuales o no, el desamor, el aborto, el odio, el sida, el despecho, la brecha generacional, la infidelidad, la amistad, el cariño, las despedidas, más un largo etcétera que conforma la serie de lugares comunes con que últimamente suele identificarse a los personajes de esta ciudad, o más bien de la Condesa, la del Valle, la Nápoles o mínimo, la Narvarte. Claro, porque hay a quienes les da por pensar que ésa es la ciudad y que ésos son sus habitantes. En fin, que son muchos los conflictos a tratar, pocos los clímax, menos los puntos sobre las íes y hartos los aterrizajes forzosos.

El final es tan correteado, los personajes obedecen las predicciones que uno hizo a lo largo de la obra, terminan sin sorprender, las imágenes se diluyen y algunas se antojan hasta excesivas, y sin embargo, a pesar de todo lo aquí comentado hay varias escenas que se vuelven entrañables, momentos que constituyen pequeños hallazgos. 

Cabe mencionar aquí que, además, se trata de un montaje sin falsas pretensiones, honesto, lúdico, que permite ver más allá de los límites de la teatralidad. Entonces, ¿por qué no cuaja? No logro aventurar una razón; acaso será que se engolosinaron a la primera probada y olvidaron que, para estrenar, hay textos y montajes a los que se les debe permitir madurar.

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