Jornada Semanal,  28 de octubre del 2001            núm. 347
 

Odysseas Elytis

Arthur Rimbaud

Arthur Rimbaud
Odysseas Elytis se refiere a Rimbaud, pero lo mismo puede sucederle al lector moderno en relación con el propio Elytis, cuando éste dice que “se trata de una lectura que incluso ahora parece difícil. Que nos arrastra a creer que la poesía es difícil”. Así se percibe en este ensayo, cuyas concepción y escritura honran el carácter libre del género, donde la prosa del autor de “Antes que nada la poesía” se nos revela como un estanque de aguas de profundidad insospechada. En esa clara densidad se mueven ideas tan terriblemente actuales como ésta: “Pero, claro, los tontos somos nosotros. Sobre todo hoy que en una permanente antevíspera de muerte clasificamos odios y articulamos astucias listos a renunciar por una nada a nuestro ser.”

Hablar hoy sobre Rimbaud es un atrevimiento. Lo cometeré sin vergüenza. No es necesario ser sabio para llevar flores a la tumba de un sabio, aún más cuando, junto a las gladiolas y las dalias, que abundan, sientes la necesidad de que también haya algunas anémonas. Las comparaciones narcisistas, tratándose de Rimbaud, poseen una cualidad terapéutica homeopática.

A los diecinueve años ya había leído el famoso libro de Jacques Rivière, sin entender nada. Pero cuando lo cerraba y apagaba la luz para dormirme, me perseguían las misteriosas frases: A ma sœur Louise Vanaen de Voringhem: –Sa cornette bleue tournée à la mer du Nord. –Pour les naufragés. E inmediatamente después: A ma sœur Léonie Aubois d’ Ashby. Baou!

–¡Ah! ¿Y eso cuándo? En 1872.

–¡Válgame Dios!

Y sin embargo. A partir de ese momento quienes no pasaron por el estrecho de una sensibilidad como ésta, se quedaron sordomudos. Y me temo que la divergencia que existe entre la poesía que proviene de los países anglosajones y la otra que nos llega de los latinos –a pesar del lado anglizante del mismo Rimbaud y a pesar de los coqueteos de T. S. Eliot con Laforgue y Cía.–, ahí tiene su raíz. En el último cuarto del siglo xix. Cuando muy pocos entonces, todos después, aprendieron de un "genio en ignorancia suya" la llamada "alquimia del lenguaje". La palabra, lo sé, a pesar de que nos la dio él mismo, en nuestros días excita la necedad de los racionalistas de la misma manera en que la palabra "Dios" interrumpe su camino ante la insensatez de los revolucionarios de vieja estirpe.

Es necesario que nuestra cabeza se limpie de las distorsiones conceptuales de nuestro tiempo para que de nuevo veamos la vida panorámicamente –y estereoscópicamente– hasta sus extremas profundidades, hasta sus cimas más distantes.

Pero, he aquí lo que quería decir: la transparencia, que nos es imprescindible para una "visión multidimensional" semejante, es la que accedió a darnos el joven egresado del colegio de Charleville, antes de despreciar a la tribu de los escribientes y, a su manera, irse de monje al marchito Harrar.

¿Quién nos habló sobre esta transparencia, quiero decir, sobre la virtud, leyendo un verso, de ver simultáneamente todos los estratos que nos componen, pues para bien o para mal resulta que somos complejos? Lo llamaron loco –y es lo menos. Lo llamaron místico, neocristiano, irreligioso, rebelde, incluso furioso o comunista antes de que existieran los términos. Lo llamaron demonio o ángel.

Aquí, en esto último, si pudiéramos sustituir la conjunción disyuntiva "o" con una simple "y" empezaríamos a acercarnos a la verdad.

–Pero es contradictorio.

–Pues, precisamente por eso.

El país de la Inocencia es igual de vasto, igual de inexplorado que el país del Mal. Superpuestos o, mejor, colocados en nuestro interior, en el punto en el que para el alma humana lo intencional se detiene y se inutiliza todo sentido de transacción, en alguna zona suya última y extrema necesariamente deberán colindar. Si hubiera topógrafos del alma –a los poetas no les creemos– veríamos incluso con símbolos lineales cuánto cuesta por igual que lo negro se vuelva blanco o lo blanco negro, siempre "a cuenta" de nuestros sentimientos. 

Un día, sorpresivamente, un muchacho como éste, en la nebulosidad de Oise y en el latín de la Iglesia católica, vio azul oscuro la Ómicron y blanca la Épsilon. Lo que significa, en otra escala, que pudo señalar el "Tiempo de los Asesinos" un siglo antes de que nos viéramos forzados a vivirlo; y quitar con destreza y suavidad los velos de la anónima diosa muchos siglos después de que el hombre revelara sus extrañas señales.

Se trata de una lectura que incluso ahora parece difícil. Que nos arrastra a creer que la poesía es difícil, como el miope que duda de la claridad del agua cuando debería dudar de sus ojos.

Al llegar, se desconoce cómo, a las fronteras, Rimbaud se apropió de todas las fuerzas demoniacas que pudo para desencadenarlas en el país de la inocencia. El Paraíso empezó a adquirir sus bestias salvajes y los espectadores a no aceptar que es posible rezar gruñendo como los cerdos: De Profundis Domine, suis-je bête!

Pero, claro, los tontos somos nosotros. Sobre todo hoy que en una permanente antevíspera de muerte clasificamos odios y articulamos astucias listos a renunciar por una nada a nuestro ser; que incluso si algo excepcional –un amor, un verso–, nos distrae por un momento, faltaba más, alguna otra copia de nosotros mismos sigue tomando whisky, viendo la televisión y llevándole flores a la señora del Embajador.

A una falsedad caligráfica semejante, transportada a la sintaxis, quiso Rimbaud dar una patada y devolver al adjetivo, al verbo y al sustantivo a su primera naturaleza, tal como diríamos: flor, hoja, mano –en el campo.

Ahora bien: ¿Qué relación tiene todo esto con la Poesía y su misión?

Grande. La única. –Quelquefois je vois au ciel des plages sans fin couvertes de blanches nations en joie. Un gran vaisseau d’ or, au-dessus de moi, agite ses pavillons multicolores sous les brises du matin. Del elemento de lo concreto a la visión; y de la maldición a la bendición. Adelantándose entre los creyentes de todos los tiempos y, sin proponérselo, habiendo sólo y simplemente desistematizado en su interior los sentidos este poeta irguió la cabeza –si exceptuamos a Hölderlin– como nadie más lo había hecho.

Lo de abajo de la línea lo puso por arriba. Es la hazaña más difícil en la creación espiritual. Que el barco que se hunde aquí, despliegue sus velas allá, que la piel que se amorata en la tierra, se ponga dorada en el cielo, que el monstruo que inventamos para que nos esclavice hoy, vuelva mañana en su estado natural.

Desde este punto de vista, la inocencia de Rimbaud se vuelve terriblemente actual. Acusado, sin ser culpable, y a la vez Fiscal, sin que se le haya nombrado, él mismo dicta su sentencia como Juez y como instrumento de la ley la ejecuta. Cada uno de sus versos es el resumen del proceso, que nosotros vivimos a ritmo lentísimo y tiránico a lo largo de toda una vida, hasta que un día la abandonamos, desconsolados e infelices.

Porque el "más allá" no lo alcanzamos. Por el contrario, en Illuminations y en Saison en Enfer se diría que el que habla alcanzó a transformar la futura paja en paja, tan aprisa que le quedó el tiempo –la posibilidad–, de moverse en el terreno de más allá la Necesidad. Lo que significa, a pesar de las divergencias de nuestra época, que ese terreno existe. Nueve de diez veces la desesperación de Rimbaud se infla y revienta con espléndidas luces. Una ternura, que nos resulta difícil encontrarle otro nombre, vuelve hierba el acero, estalactita la llama y brisa marina la furia. Lo mínimo que le reconocemos es lo máximo que le podríamos pedir. Como si el mundo del alma estuviera igualmente delimitado que el llamado "real" y el poeta regresara cuando empezáramos nosotros.

–Eso es difícil de entender.

–Para nada. C’est aussi simple qu’ une phrase musicale.

Traducción de Francisco Torres Córdova