Jornada Semanal,  4 de noviembre del 2001                                núm. 348 
Ana García Bergua


Los perros son mejores

Para Dylan C. T., sq.

Últimamente me he estado preguntando por qué toda esta amenaza de guerra y de enfermedades nos ha tomado tanto por sorpresa. Pareciera ser parte de nuestra condición, desde siempre, vivir temerosos de las enfermedades, las guerras o las catástrofes que nos diezman. Raro era estar tan tranquilos, confiados en nuestras panaceas médicas y políticas. Quizá el factor novedoso es que la plaga actual del carbunco se transmita por correo, como una versión cavernícola de los virus cibernéticos que en México no prosperará, debido a la ineficacia del correo nacional. A nosotros nos tendrán que enfermar por mensajería, si no es que los capitalinos hemos desarrollado ya cualquier clase de defensa mutante contra las bacterias del aire. No, si la verdad es que este es un país muy seguro, en ese sentido. 

Pero me disculpará el gentil lector por andarme burlando de las plagas. Yo en realidad quería tratar un tema más serio, como son los perros famosos de la literatura. A la lista que propone Sergio Pitol en su ensayo que trata sobre la novela Corazón de perro de Mijail Bulgakov, se podría añadir al filosófico Quincas Borda, el perro de la novela de Joaquim Machado de Assis que lleva el mismo nombre. Su dueño, el voluble Rubiao, lo hereda del dueño anterior, el filósofo Quincas Borda (noten por favor cómo son homónimos aquí novela, filósofo y perro, cosa tan rara como mandar bacterias en sobres), cuya filosofía, por cierto, viene muy a cuento para la época que estamos viviendo. Si me lo permiten, reproduciré una de sus partes sustanciales: "Supón –dice Quincas Borda– un campo de papas y dos tribus hambrientas. Las papas sólo alcanzan para alimentar a una de las dos tribus, que adquiere así fuerzas para pasar las montañas e ir al otro lado, donde hay papas en abundancia; pero si las dos tribus se dividieran en paz las papas del campo, no alcanzarían a alimentarse lo suficiente y morirían de inanición. En ese caso, la paz es la destrucción; la guerra es la conservación." Para ajustar esa máxima filosófica de Quincas Borda –que él sintetiza en la palabra humanitas– a nuestra época, o por lo menos al conflicto actual entre los terroristas siniestros y el presidente siniestro de Estados Unidos, tendríamos que decir: "Supón un campo de papas con papas suficientes para cuatro tribus, y dos tribus más bien estúpidas que hacen todo por que a nadie le toque ni media papa". Pero yo en realidad quiero hablar de perros, y me voy por las ramas igual que Berganza, el perro del Coloquio de los perros de Cervantes, y no tengo aquí un Cipión que me inste a retomar el hilo. Bueno, pues este Quincas Borda, les decía, llega a manos de Rubiao de una manera curiosa: el filósofo le hereda a Rubiao su inmensa fortuna con la condición de que cuide y alimente a su homónimo perro. Al principio, Rubiao ha querido deshacerse del animal, pero al saber que viene con todo y herencia y que se llama igual que su amigo, comienza a sospechar que el espíritu del filósofo habita en la muda bestia, y de algún modo lo venera. Generoso, sentimental, esteta y enamorado de una mujer casada tan bella como vanidosa, el débil carácter de Rubiao terminará provocando que se crea Napoleón iii y el perro lo acompañará en la trágica suerte.

Sombra de enigma, el perro Quincas Borda, si bien no tiene un carácter propio como los perros de Cervantes u otros perros famosos, inquieta por su solo nombre y su presencia, porque a lo largo del libro sospechamos que en su interior hay un filósofo. Se ajusta a lo que dice Sergio Pitol en el ensayo mencionado: "Es sabido que no hay animal que se acerque tanto a su amo como un perro. Convive con notable naturalidad y escruta o adivina los pliegues más recónditos del espacio en que se vive, conoce los hábitos más secretos, igual los inocentes que los repugnantes, de los miembros de la familia, de los sirvientes y aún de los visitantes; estudia los gestos, las pausas y las celebraciones de cada uno ante cualquier fenómeno natural que ocurra en su ámbito." La humanización de Quincas Borda, o la de Berganza y Cipión, a quien les es dada el habla por una noche, es el extremo opuesto a la de Sharik, el hambriento perro callejero de Bulgakov, a quien el científico Filipp Filipovich Preobraienski atrae con regalos y comidas con las que el pobre jamás había soñado ("con un animal, no importa su grado de desarrollo, nada se puede conseguir mediante el terror", afirma por cierto) para abrirle al cráneo e injertarle una hipófisis humana, la de un maleante. El Frankenstein perruno en que se convierte el pobre Sharik es una metáfora terrible del proletariado y el socialismo de los tiempos de Stalin, pero también, desgraciadamente, de la condición humana que en estos tiempos está mostrando sus peores prendas, tan malo que Filipp Filipovich lo tiene que operar de nuevo, en sentido inverso, sin que el perro, vuelto a sí mismo, abandone ciertos delirios aristocráticos propios de quien por fin ha probado la comodidad y desea conservarla como parte de un derecho divino; es algo semejante, aunque en distinto sentido, a lo que le ocurre a Rubiao, el humano. 

No sé; pareciera que en estos últimos tiempos la biología nos ha estado jugando una mala pasada; en realidad, la evolución de los perros, despojados de todo poder político y dueños de más tiempo para observar y pensar, los ha llevado a ser mucho mejores personas que nosotros. Y que me perdonen los carteros.
 

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Naief Yehya


El camino a la tercera guerra mundial (IV)
 

Una guerra sin centro ni lados
De creer la propaganda probélica de Estados Unidos y sus aliados más fieles, tendríamos que asumir que Afganistán no existe. Que en su lugar existe Talibania, una tierra de criminales depravados que torturan mujeres y ejecutan inocentes en estadios para entretener a las masas muertas de hambre. Y que cuando se acaban los inocentes, los talibanes corren a destruir monumentos ancestrales, a saquear museos y a proteger terroristas internacionales. En esa tierra hostil e infame se entrenan los genocidas islámicos que mañana destruirán nuestras ciudades, secuestrarán nuestros aviones y enviarán las pócimas bacteriológicas (las cuales experimentan en perros, gatos y otros animales domésticos) que mañana recibiremos por correo postal. El bombardeo "aliado" en contra del gobierno talibán y la organización Al Qaeda de Osama Bin Laden es la imagen en el espejo de la jihad de los extremistas islámicos. La ofensiva estadunidense es una guerra santa secular, que en nombre de valores humanos universales bombardea quirúrgicamente un país desarticulado al cual conduce sin misericordia a una catástrofe humanitaria de proporciones gigantescas. Las guerras que se libran en contra de personajes que son señalados como enemigos de la humanidad, ya sea Saddam Hussein o Bin Laden, no permiten alternativas a la negociación ni a la tregua, sino que tienen como fin único el exterminio del enemigo. La guerra "limpia" que se libra desde el cielo es una guerra total, una guerra religiosa en la que un ojo celestial es testigo, juez y verdugo. En esta guerra el concepto mismo de daño colateral resulta aberrante debido a que el mínimo número de blancos militares legítimos hace que prácticamente todo lo bombardeado sea colateral. Cuando esto se escribe el ataque terrestre no ha comenzado y el gobierno de Bush se encuentra dividido y confuso respecto de cómo dar el siguiente paso en esta guerra sin tener datos precisos de la localización del equipo de Bin Laden y sin perder a un gran número de soldados. 

La mejor defensa es el ataque

Lo que resulta aterrador es que a Estados Unidos le preocupa más ganar la guerra de las imágenes que "sanear" al mundo del terrorismo. El gobierno de Bush ha presentado como inevitable la campaña de bombardeos contra el gobierno talibán, con la plena certeza de que esta guerra es un fracaso garantizado y, en el mejor de los casos, como lo expresa el propio secretario de la defensa, Donald Rumsfeld, el objetivo es incomodar a los terroristas. Pero lo verdaderamente espantoso es que esta no es únicamente una campaña en contra de grupos terroristas sino también en contra de quienes los "protegen, alimentan y albergan", con lo cual Estados Unidos amenaza con destruir a toda nación que no pueda o no quiera perseguir a quienes sean señalados por el fbi y la cia como terroristas. A partir de la guerra del Golfo, Estados Unidos ha optado por convertir cada conflicto en una auténtica feria de armamento, en una exhibición de material bélico en la que los objetivos políticos y territoriales de las guerras convencionales son reemplazados por la demostración del poder devastador de una tecnología superior, así como por el ejercicio de la hegemonía planetaria. A pesar de que supuestamente la vigilancia espacial y aérea de cualquier zona permite encontrar, seguir y destruir en tiempo real casi cualquier cosa sobre la superficie de la tierra, es obvio que estos sistemas pueden ser burlados por grupos de combatientes que viven en cuevas y bajo tierra. Paul Virilio señala en su libro Stratégie de la déception: "Detrás del aparente absurdo de la estrategia de los ataques aéreos en Yugoslavia, se oculta una mutación en los armamentos postindustriales y en lo que solíamos denominar el ‘arsenal del mundo libre.’" Para el teórico francés, el verdadero objetivo de las muestras de poder, como los bombardeos sobre Serbia y Afganistán, es el desarrollo de un nuevo tipo de disuasión, que en vez de ser defensiva es ofensiva.

Sociedades paralizadas

El ataque en contra de los terroristas que se ocultan en Afganistán es un ejercicio de la alta tecnología balística y no una estrategia de recolección de inteligencia, espionaje y contraespionaje, infiltración de organizaciones, células y brigadas clandestinas. Esto se debe a que, por una parte, desde la era de Reagan se ha limitado la inversión en inteligencia, y por otra los intereses del complejo militar industrial de punta se han enquistado en un Pentágono que cree que el espionaje in situ es obsoleto, ya que considera que quien tiene la absoluta supremacía aérea puede dominar a cualquier enemigo. Esta guerra desde la distancia pone a los pueblos en la línea de fuego, ya que todo mundo queda incomunicado de su propio gobierno (ya que muy pronto son destruidas e inutilizadas las televisoras, radiodifusoras y demás herramientas informativas que pueden servir para la propaganda, así como para dar informes vitales a la ciudadanía en un momento tan crítico como una guerra) y quien no es asesinado por las bombas sobrevive en una sociedad paralizada a largo plazo, desprovista de servicios indispensables, como agua, luz, gas e incluso alimentos básicos. Una vez que haya terminado la locura criminal de tratar de destruir a Al Qaeda y de derrocar al infame régimen talibán, difícilmente unas cuantas despensas lanzadas desde las alturas serán de ayuda para reconstruir una nación sin infraestructura en la que quedará muy poco en pie. 

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Germaine Gómez Haro


Las voces polifónicas de Karima Muyaes

Percibo las pinturas de Karima Muyaes como una gran orquesta polifónica en la que se suceden, simultáneamente, un sinfín de sonidos armoniosos en su conjunto. Lo que a primera vista pudiera parecer caótico y disperso, tiene, en realidad, una lógica y un orden internos. Así se aprecia en su exposición Rituales que se presenta en la Casa Lamm.

Karima observa con atención y asombro las coincidencias que existen en las manifestaciones rituales de culturas o grupos étnicos antípodas. ¿Cómo equiparar a los maoris de Nueva Zelanda con los yaquis de Sonora? ¿A los sofisticados nativos de Gabón con nuestros indios seris? En suma, ¿cómo interpretar los entrecruzamientos culturales de los aborígenes de continentes y razas disímbolos? Un enigmático hilo invisible hilvana las expresiones auténticas de los pueblos de toda el orbe, reflejadas en sus rituales y en su arte popular. ¿Cómo explicar la semejanza entre los delicados mosaicos de chaquira de los huicholes y los elaborados por los nativos de Vanuatu (Oceanía)? ¿O los finísimos bordados e ikats de Chang Mai (Tailandia) en relación con los de Guatemala? Todas las culturas mal llamadas "primitivas", cualesquiera que sean sus orígenes, doctrinas y creencias, coinciden, de una u otra forma, en sus ritos propiciatorios de las cosechas, en sus ceremonias de iniciación y cultos funerarios, en sus alegorías a la fertilidad y en sus alabanzas al cosmos y a la naturaleza. Por ende, algunas manifestaciones artísticas y religiosas denotan ciertas similitudes. Aunque hoy cuesta trabajo entenderlo, en esta moderna época tecnócrata perviven grupos étnicos que aún veneran a los elementos irracionales del universo e invocan el poder de las fuerzas mágicas. 

Karima Muyaes explora los rituales de diversos parajes, capta su esencia más profunda, y entrevera en sus pinturas todo un repertorio de signos que aluden a la cosmogonía universal. Sus composiciones están pobladas de figuras cargadas de evocaciones simbólicas, de metáforas poéticas que rebasan los límites de la interpretación racional. En una algarabía de formas y colores se vislumbra la espiral, símbolo acuático y lunar que representa la dinámica de la vida a través del movimiento infinito; se distinguen entrelazamientos geométricos de ilimitadas variaciones que remiten a la célebre puerta del sepulcro de Kefer Yesef en Palestina (actualmente en el Museo del Louvre), uno de los más ricos ejemplos del simbolismo geométrico "primitivo"; entre los personajes se enlaza la serpiente, símbolo de la fecundidad y de la libido que, para Bachelard, es "uno de los arquetipos más importantes del alma humana"; el perro y el chacal son figuras recurrentes, en su advocación mitológica de guías taciturnos en el tránsito de la vida al inframundo (Xólotl en Mesoamérica y Anubis en Egipto). Los personajes de Karima son seres trastocados por un orden supranatural, demonios y deidades estrambóticos, hechiceros y chamanes ataviados con ricos maquillajes corporales. Sus rostros, ocultos detrás de las máscaras, invocan lo numinoso (del latín numen, "dios"), en el sentido que le dio Rudolf Otto, es decir, lo sagrado como expresión de un orden ajeno al natural. A través de la máscara, el ser humano se viste de su otro yo, para preservar la continuidad de mitos milenarios, de tradiciones arcaicas y de rituales perdidos. El hombre que se coloca una máscara transforma, aunque sea temporalmente, su ser: entra en comunión con el otro mundo. La máscara es el elemento más destacado del atuendo, y juega un papel primordial en esa catarsis mágica y mística.

La pintura de Karima Muyaes busca la creación de efectos ópticos por medio de una amplia gama de colores y texturas. Las figuras bailan al ritmo del cromatismo y de las formas desenfrenadas. La danza... Ese arte que –a decir de Luciano– es tan antiguo en el mundo como el arte de amar. Quizá la referencia más remota a este arte se encuentre en los libros sagrados de la India, los Vedas, en donde se mencionan las danzas rituales del Mahabarata. Como bien dice Veit Valentin en su Historia Universal: "Hábitos humanos y animales son festivamente remedados en la danza y el canto, formas habituales del rito, de la ceremonia, y de la magia." Karima hace bailar a sus alucinantes personajes, imbuidos en intrincadas composiciones, algunas en matices telúricos, en tanto que otras reverberan en tonalidades ígneas, estridentes... Una paleta arrojada y vivaz. Sus pinturas remiten a las fantásticas obras en estambre realizadas por los huicholes, y por ende, a sus fiestas rituales, en las que los danzantes se atavían con máscaras de diseños geométricos y recubren sus cuerpos con sofisticadas grecas elaboradas con pigmentos vegetales y minerales. También pienso en el aspecto tan insólito como enigmático de los indios coras de la Sierra del Nayar, los ralámulis de la Tarahumara y los yaquis de Sonora en la Danza de Pascola.

La pintura de Karima Muyaes, con sus símbolos celestes, acuáticos y telúricos, que hablan con voces polifónicas y ritmos compasados, es un canto a la vida y a la muerte. Su arte nos recuerda que, todavía en algunas comunidades aisladas, lo sagrado se manifiesta en las piedras, en las plantas y en los animales, en un espacio y en un tiempo que no son homogéneos ni continuos. Relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio. Esto es, según escribe Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano, "la historia de lo acontecido in illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del tiempo..." 

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Javier Sicilia


El Moloch de la técnica

Una de las características más brutales del mundo contemporáneo es la terrible y lenta destrucción de las huellas de Dios en su creación y, con ello, el lento socavamiento de la esperanza. En la era tecnológica el mundo de Dios ha quedado sepultado bajo los fuegos fatuos de un universo de conexiones y de imágenes virtuales donde el horror (pienso en la Shoah, en los gulags, en la manipulación genética, en el terrorismo tecnológico, en la destrucción de lo vernáculo y en la exaltación de un universo globalizado y unidimensional) se va acumulando. Es como si el hombre moderno —para decirlo con Jacques Ellul e Iván Illich— aterrorizado por lo real se librara a atroces imágenes y representaciones con el fin de no verlo; como si hubiera construido un complejo entramado tecnológico para simular un pseudomundo sombrío con el objeto de levantar un velo "protector" contra la realidad en la que debe vivir.

Antiguamente, el hombre, frente a lo real de la creación de Dios, sentía, junto al asombro y el temor, una enorme confianza y una fe en su bondad y rectitud. El mundo y el hombre estaban habitados por lo que Aristóteles y los filósofos medievales llamaban la eudemonia o —aunque el término no es tan preciso como en el griego— la felicidad. Un mundo abierto a la esperanza.

El desarrollo de la técnica, que empezó en el Renacimiento —cuando con el descubrimiento de América, el espacio de Copérnico y la Reforma, Dios y su gracia fueron lentamente desalojados del mundo y el hombre se abandonó a la pura fuerza de su libertad—, fue generando una percepción de la existencia que ya no participaba de la eudemonia. Desalojada la gracia y lanzada a una realidad ajena a la existencia concreta, el mundo comenzó a percibirse, ya no como una realidad sagrada, imagen de Dios, sino como una realidad extraña, una resistencia a vencer, una insoportable tiniebla sobre la que el hombre ha ido edificando el universo de la virtualidad tecnológica, de los sistemas y de sus indecibles monstruosidades. 

La euforia de ese mundo ficticio ha generado como consecuencia una oscuridad sin límites. En medio de la luminosidad artificial la gente vive cada vez más su vida como un naufragio: se siente devorada por un horror y una angustia sobrecogedora sin lograr despertar a la realidad real y a su eudemonia. Muerta la esperanza, su vida se rige por el cálculo y expectativa.

La esperanza, como lo ha enseñado Illich en su ensayo "El retorno del hombre epimetéico", significa fe confiada en la bondad de la naturaleza, de lo real concreto, mientras la expectativa significa fiarse en resultados que, como lo impone la técnica, están planificados y controlados por el hombre. La esperanza centra el deseo en una realidad en la que aguardamos confiados. La expectativa, por el contrario, promete una satisfacción que proviene de un proceso predecible que producirá aquello que tenemos el derecho de manejar. En la primera, el hombre se confía a la bondad de un Dios que tiene en sus manos la contingencia; en la otra, se confía a las puras fuerzas de lo humano que cree dominarla y cuando no puede sucumbe al horror de un mundo vacío en su contingencia.

Creo en este sentido que quien ha planteado mejor esta problemática dentro del arte es Krzysztof Kieslowski, particularmente en su primera película de El Decálogo. Lo que asombra de Kieslowski es la manera en la que un cristiano trata de responder por el mundo de la eudemonia en un mundo que ya no la reconoce o, mejor, la manera en que, en medio de un universo tecnológico y virtual, trata de reconocer el universo de Dios revelado en las Escrituras.

La película a la que me refiero es una reflexión sobre el primer mandamiento: "Amarás a Dios sobre todas las cosas." La anécdota es a primera vista sencilla: un niño quiere ir a patinar en el lago que el invierno polaco ha helado. El padre, que ha observado lo real concreto del lago, dice que no. Sin embargo, devorado por el Moloch tecnológico que se ha erigido en el rostro virtual de Dios, se sienta delante de su computadora y realiza una serie de cálculos. La máquina contradice lo que la bondad de lo real le había revelado: el hielo del lago es en ese momento apto para patinar sobre él. El padre habla con el niño y le revoca la prohibición. El hielo se rompe y el niño muere.

Con ello Kieslowski no da un mensaje moral; muestra, por el contrario, la contradición del hombre en el mundo tecnológico: devorado por la omnipotencia simulada de la tecnología, la bondad de lo real concreto queda velada en la percepción de lo humano. El personaje de Kieslowski es así el rostro del hombre contemporáneo: cerrado a la esperanza y dominado por la expectativa. Por un lado, el mundo que mira y que por un momento le reveló su bondad, se convierte, por obra y gracia de la racionalidad tecnológica, en un mundo inhóspito que hay que controlar mediante la medición; por el otro, su propia experiencia humana frente a lo real se convierte en una duda sistemática que sólo puede ser respondida por el poder de la técnica. Ajeno a Dios, que por un momento se le reveló en lo real concreto, el personaje de Kieslowski sucumbe a la ilusión tecnológica y, en su fracaso, se enfrenta al absurdo de una contingencia sin rostro.

Fente a ello creo, junto con Iván Illich, que lo único que queda es "la preservación de los sentidos (...) esa mirada casta que la regla de San Benito oponía a la cupiditae oculorum". La custodia de los sentidos, en la medida en que la tecnología nos separa del misterio, me parece la única forma de recobrar lo real, ese espejo en donde nos miramos y nos reconocemos en la eudemonia, custodiados por el Otro.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.


Luis Tovar


Una cosa por otra

Tienen razón Alejandro Cárdenas y Rafael Lafarga cuando afirman que El espinazo del diablo es "superior a Mimic y a Cronos", el primero, y que se trata de "una historia entretenida y dinámica", el segundo. También estoy de acuerdo con Elsa Gómez cuando dice que esta es "la mejor película del mexicano Guillermo del Toro". Lo pienso dos veces para suscribir lo que Demián Bichir afirma: "Del Toro se ha convertido en un experto del suspenso", y francamente me parece inexplicable que Eduardo Alvarado haya visto en la pantalla "una soberbia demostración de terror".

Todas las anteriores son frases que tomé del anuncio impreso de la película, y que a su vez fueron extraídas de aquí y de allá por Fox México, que las consideró buenos espaldarazos para convencer al público de que la película es buena. Las he citado porque pienso que en ellas se condensa la generalidad de juicios ya vertidos y por verter respecto de esta cinta y, en ese sentido, pueden tomarse como punto de partida para formarse una opinión al respecto (la verificación de dicho proceso es, ni más ni menos, lo que se espera de esta costumbre de incluir avales críticos en la publicidad de una película).

El juego de las sustituciones

A cargo de la dirección y corresponsable del guión junto con Antonio Trashorras y David Muñoz, Guillermo del Toro da aquí una buena muestra de algo que ya no estaba en duda: su solvencia para armar y contar una historia de principio a fin, sirviéndose con eficacia de los recursos a su alcance.

Carlos, hijo de un republicano español muerto en la refriega, es llevado a un cortijo "a un día de camino del pueblo" que sirve lo mismo como escuela que como orfanatorio y refugio clandestino. Allí, la vida de la directora Carmen (Marisa Paredes), del doctor Cazares (Federico Luppi), de Jacinto (Eduardo Noriega) y de un par de decenas de niños, es signada por la ominosa presencia de una bomba franquista que no estalló y que, semienterrada a mitad del patio, sirve lo mismo como recordatorio de la guerra civil que como parapeto nocturno para Carlos y para Jaime, otro púber que pronto pasará de ser el natural enemigo del "nuevo" –Carlos–, a ser su más solidario amigo. Esta es la primera sustitución: Jaime reemplaza así a Santi, amigo suyo muerto en circunstancias que no se conocerán sino en el clímax y que redondean la anécdota.

La segunda y obvia sustitución es la de afectos: Carmen y el doctor Cazares son algo así como los padres adoptivos de la comunidad infantil. Las razones se desconocen, aunque quizá tengan que ver con causas políticas, pero Carmen ha perdido al menos dos cosas: a su marido y a su pierna derecha. La extremidad es sustituida por una prótesis que más tarde será sustituto de una caja fuerte, mientras el marido tiene doble reemplazo: afectivo en el doctor Cazares, que lleva veinte años amando a Carmen sin mayores retribuciones, y carnal en Jacinto, que de ser un huérfano más pasó a convertirse en peón, amante de Carmen y, sobre todo, en un malo sin fisuras: nadie le importa, sólo piensa en irse de ahí con su joven pareja, y si se acuesta con Carmen es para hurtarle la llave de la caja fuerte donde guarda el oro que constituye su único recurso.

Este juego de sustituciones es parte de la trama a tal grado que, sin su concurso, El espinazo del diablo sería la escueta historia del fantasma de Santi que busca vengarse de Jacinto, su matador, con la ayuda de Carlos, que lo ha sustituido a él, y de Jaime, testigo del asesinato. Santi, "el que suspira", arrojado a un aljibe cuando descubrió a Jacinto tratando de abrir la caja fuerte, saldrá cada vez que haga falta aderezar el relato con clichés de suspense. Al final, el fantasma de Santi será convenientemente sustituido por el fantasma del escéptico doctor Cazares, sin cuyo concurso la venganza de los niños habría sido imposible. O al menos eso se supone, pues tanto la historia de ambición, crímenes y caída de Jacinto, el malo, como la del cuadrángulo amoroso, tienen por sí mismas la redondez indispensable y habrían podido ser resueltas sin necesidad de aparecidos justicieros.

Esto lleva sin remedio a pensar en otro tipo de sustituciones, pues para efectos de la unidad anecdótica lo mismo daba España que cualquier otro sitio, la guerra civil que cualquier otra guerra (como bien apuntó Noriega en entrevista), y el recurso a lo sobrenatural que una solución más de este mundo para un conflicto que busca imbricar el amor, la fraternidad, la ambición y la ideología política, pero que por necesidades narrativas se concentra en unos aspectos y abandona otros.

El México perdido

En efecto, El espinazo del diablo es entretenida y dinámica, pero no mucho más que eso; es lo más logrado de Del Toro, pero más por oficio cineasta que por las cualidades intrínsecas de la historia. Por otro lado, lo único que tiene de mexicana es la nacionalidad de su director y de algunos dineros invertidos en ella. No lo digo por chovinismo, sino porque Bertha Navarro, coproductora junto con Agustín Almodóvar, quiere que esta cinta sea escogida por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas para representar a México en la próxima liza por el Oscar. Entrevistada por Jorge Caballero para La Jornada, Navarro sostuvo que esta coproducción México-España "cuenta con todos los elementos no sólo para estar en la terna de postulados a la mejor película extranjera, sino incluso para ganar el Oscar para nuestro país". Al leer tan contundente aseveración tuve tres recuerdos: el primero, "Granada", la canción de Agustín Lara que algunos gazmoños han usado para representar a México; el segundo, que innumerables veces se ha dicho lo mismo de muchas películas de muchos países; el tercer recuerdo fue un refrán: Hipótesis dijo que un buey voló; como puede que sí, puede que no...
 
 

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Michelle Solano
El monólogo con los otros

El monólogo es uno de los géneros teatrales en peligro de extinción, no sólo desde la dramaturgia, sino también en la representación. Incluso corre peligro el nombre mismo, pues ahora se recurre con mayor frecuencia al denominado "espectáculo unipersonal" generalmente en aras de la exaltación de egos de quien se escribe, se autodirige y a veces (cuando no queda de otra) hasta se produce un momento escénico.

Uno de los elementos esenciales de la dramaturgia, del teatro mismo, es el diálogo, y éste lleva consigo diversas funciones dentro de la dinámica teatral (aportar carácter, establecer tono, avanzar la acción dramática, etcétera) y es a través de éste que el dramaturgo va tejiendo su historia y revelando, con las palabras de sus personajes, la anécdota. Es evidente que la palabra no es el único recurso teatral para contar una historia; de hecho, no debiera serlo bajo ninguna circunstancia, pero al enfrentarse a una obra de teatro, la primera lectura del espectador promedio se deriva de lo que escucha y de la conexión que esto pueda tener con lo que sucede en escena; entonces la palabra (el texto dramático en sí) constituye un material valiosísimo a partir del cual se establece el discurso escénico.

El poder de la palabra y del trabajo del actor se vuelven más evidentes en el monólogo, ya que es ahí donde se sustenta el acontecimiento teatral. Todo actor y todo dramaturgo interpreta la vida a través de su propia personalidad y procura hacerlo de manera que resulte completamente creíble. En un monólogo (tal vez en mayor medida que en otro ejercicio teatral) es fundamental que ambos estén compenetrados de modo preciso; el actor es el vehículo de la palabra y de su buen desempeño depende que nos la creamos o no, por ello es que el monólogo encarna una tarea compleja, atrevida, de la que no muchos salen bien librados.

En el foro Antonio López Mancera, del cna, se estrenó recientemente Eurídice en el submundo, espectáculo escrito y dirigido por Patricia Rivas. La actuación corre a cargo de L. Isabel Bazán y se presentará hasta el 25 de noviembre.

En el programa de mano se lee una especie de acotación de la propia Rivas: "Este espectáculo es una propuesta temática en torno a la búsqueda de identidad a través de imágenes y situaciones..." imágenes y situaciones derivadas del sueño, del mundo del subconsciente; con ellas, Patricia Rivas ha construido un texto ejemplar, que sorprende por la crudeza, por los diferentes matices entre las obsesiones oníricas y la "realidad" de la vigilia. El conflicto: la diferencia entre ambos universos, y la confrontación de un personaje que busca su mitad femenina, su mitad masculina, o viceversa. Entonces sitúa a su personaje, una suerte de Eurídice-Orfeo posmoderno en el submundo, lugar que puede leerse como el sueño, la soledad, la interiorización de una tormenta de ideas y conceptos sobre las eternas preocupaciones humanas: ¿quién soy? ¿por qué y para qué soy?, en fin, la lucha con uno mismo. 

Una mujer que duerme y que nos revela sus sueños, su verdadero yo, a partir de la otredad. El espacio escénico es interesante, pues Rivas propone sólo una cama que establece el plano real, y para meter al espectador al mundo onírico de Eurídice, la acomoda en un columpio que se balancea por encima de la cama y que ofrece un trazo lúdico, plásticamente hermoso. Detrás, una pantalla donde se proyectan las imágenes que Eurídice sueña y durante toda la obra, el eterno tic-tac de un reloj, catalizador de la desesperación y la ansiedad. Aquí son importantes también los sonidos, tienen su propio objetivo dentro de la puesta y son un acierto porque no rompen, sino complementan al discurrir paralelos al texto. La musicalización es otro acierto, pues trabaja como una suerte de epílogo constante.

El personaje, Eurídice, no ofrece explicaciones a nadie, no da razones, es ella sola con sus sueños y está con ella misma, disecciona sus obsesiones y su soledad para ella misma. El espectador no es más que una especie de intruso que se asoma (voyeur) a ese submundo en el que le será revelada una historia que le resultará íntimamente familiar, conocida, pues no se rompe jamás ni se resuelve. En este sentido el montaje constituye una fotografía, el retrato de un instante: soñar.

L. Isabel Bazán interpreta a Eurídice de un modo ajeno, desapegado. No interioriza, habla pero no entiende ni sabe lo que dice; lo cual es una lástima si se toma en cuenta que el texto le ofrecía la posibilidad de un trabajo más amplio, menos impostado. Echa mano del recurso fácil del gesto, concentra su energía en el cuerpo, en el movimiento preciso, bien medido pero inútil. ¿Y de la sustancia, qué? 

Asustarse, sorprenderse, dolerse hasta la última fibra, reír, tocarse, son actos que no se suceden igual en compañía que en soledad y a Bazán se le escapa el hecho de que la actriz está, en efecto, en un escenario y que está siendo observada mientras ejecuta, pero su personaje está solo en un universo propio, imposible de compartir; entonces se contiene, actúa para sacarse el diez, para hacer bien la tarea, pero no deja ver a Eurídice, no la deja hablar con sus propias palabras y no la ha dotado de una voz y un cuerpo propios. Le pasa lo que a muchos actores en un monólogo: se ven rebasados por su propia circunstancia, y es que si es difícil para cualquier actor dejar de ser, para encarnar un personaje por un momento, la dificultad es un triple salto mortal cuando de monólogos se trata. Quizás sea esta una de las razones por las que cada vez es más difícil montar un monólogo. Pero hay que arriesgarse.

En definitiva, un trabajo que hay que ver porque el texto es sumamente envidiable, la propuesta escénica es interesante y ya hay muy pocos trabajos que apuesten por el monólogo.

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