La Jornada Semanal, 11 de noviembre del 2001                          núm. 349
Evodio Escalante

José Gorostiza ante la crítica

Inagotables como el propio poema que las ha originado, origina y originará, son las interpretaciones, aproximaciones teóricas y maneras de leer "Muerte sin fin", que sesenta y dos años más tarde continúa siendo un surtidor fecundo. A partir de la admiración por el poeta y funcionario ejemplar que fue José Gorostiza, en este ensayo Evodio Escalante retoma lo que han dicho, entre otros, Cuesta, Paz, Chumacero, Xirau, Elizondo... todos ellos –incluyendo al mismo Escalante– atrapados en la red que Gorostiza tejió con inigualable maestría.

José Gorostiza es una figura singular dentro de la poesía mexicana del siglo xx. Funcionario austero y de pocas palabras que ocupó altos cargos en la administración pública, desde los que sirvió con eficacia al país, al grado de que llegó a ocupar el puesto de secretario de Relaciones Exteriores; miembro de una generación, la de Contemporáneos, que escribió la poesía más rigurosa y exigente que se ha dado entre nosotros; escritor de vanguardia que no vacila empero en retomar las fecundas lecciones de Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, Gorostiza es el autor de un texto al que de manera casi unánime críticos y lectores catalogan como el poema más importante de la literatura mexicana del siglo que acaba de terminar. Como Juan Rulfo, Gorostiza publicó en toda su vida solamente dos libros. El primero, las Canciones para cantar en las barcas (1925), es el resultado de un empeño juvenil: aunque escrito todavía a la sombra de las lecciones de sus maestros Ramón López Velarde y Enrique González Martínez, lo que cautiva en él es la irrupción de una nueva poética en la que se advierten a la vez los aires frescos y juguetones de la poesía popular española, que Alberti y García Lorca acababan de poner en circulación, y la idea del poema como un pequeño aparato de la imagen, económico, desprovisto de verborrea, que no debería dejar vibrando en la mente del lector sino lo más esencial, tal y como lo predicaba la vanguardia "imaginista" que impulsaron en Estados Unidos Ezra Pound e Hilda Doolitle. Aunque gracias a este pequeño libro obtuvo de inmediato el reconocimiento de sus amigos escritores, la historia de la literatura lo recuerda sobre todo por su siguiente y última publicación, un largo poema de índole filosófica titulado "Muerte sin fin" (1939). 

Poema discursivo, difícil, escrito a la manera de una sonata, donde el tema central queda sujeto a variaciones y a variaciones de variaciones; poema de la angustia existencial, a la que se evoca directamente diciendo: "Lleno de mí, sitiado en mi epidermis / por un dios inasible que me ahoga..."; poema de la inteligencia y de la denostación de la inteligencia, a la que se define a la vez como "soledad en llamas" y como "páramo de espejos"; cargado de suntuosas imágenes muchas veces contradictorias, como esa definición del vaso de agua, al que nombra "flor mineral que se abre para adentro", la frágil criatura que sería "senil recién nacida", o como esa idea de la muerte que se aferra a la persona "con los brazos glaciales de la fiebre"; poema, en fin, en el que se debate la posible aniquilación del universo todo, el cual emprendería, convertido en un río de enamorado semen, el regreso a las entrañas de su Creador, y que en este sentido parece ser la culminación o la contraparte del Génesis bíblico, "Muerte sin fin" ha sido desde su publicación pasto de múltiples interpretaciones. Jorge Cuesta recomendaba su lectura a los materialistas de la época, asegurándoles que encontrarían en él una satisfacción (no importa que en el fondo cristiana) de su apetito metafísico, pero también a los altos dignatarios de la Iglesia, diciéndoles que les sería agradable respirar en él un aire religioso fresco, capaz de sacudir las cristalizaciones que se forman en la conciencia por la fuerza de la costumbre. 

De hecho, en sucesivas reseñas que publicó a pocas semanas de haber aparecido, Jorge Cuesta propuso que se viera de dos maneras el texto de Gorostiza: como poema dramático y como poema místico. En cuanto a lo primero, escribió:

"Muerte sin fin" es una poesía hondamente dramática. Pero su drama es interior, como en una poesía mística; interior y trascendental. Podríamos definir su asunto como los amores de la forma y de la materia, o como los amores del cuerpo y del espíritu, o como los amores de la parte sensible y de la parte inteligible de la conciencia. Su profundidad mística se presta a diferentes personificaciones. La verdad de la representación, sin embargo, no daña la unidad del sentimiento. Pues el movimiento lírico de la poesía es vivo y amplio.
Como si estos conceptos fueran todavía un tanto superficiales, o bien pecaran de una excesiva generalidad que no dice nada a nadie, Cuesta publica poco después una segunda reseña que se torna todavía más precisa. Ahí sostiene: 

En la segunda parte de la poesía yo recomendaría que se viera el proceso de reconciliación de los místicos amantes. Y habría oportunidad de señalar en ella una originalidad mística que hay razones para considerar con asombro. La reconciliación es favorecida por la sumisión de Dios, como siempre ha sucedido en las pasiones sagradas. Pero la feminidad del alma ha exigido aquí al Amante una humillación inaudita: le ha exigido a Dios, como prueba de amor, que viva su destino mortal y que no sólo lo vea y lo perdone: le ha exigido a Dios que muera. Y Dios se lo ha concedido [...] Dios muerde la fruta y se entrega a la posesión más que física que el alma le solicita: se entrega a sufrir, y ya no sólo a contemplar el padecimiento universal de la materia.

Lo que la lectura de Cuesta sugiere no es sólo que el poema de Gorostiza se ubica dentro del robusto tronco de la tradición judeocristiana –esto podría resultar más o menos obvio–, sino que hay en él algo que podría denominarse (él mismo acuña la expresión) como "un cristianismo exasperado hasta el delirio..." Dicho de otra manera, un cristianismo radical, llevado a los extremos y que se presta por esto mismo a múltiples discusiones. No es extraño que algunos intelectuales católicos, entre ellos el padre Manuel Ponce –también poeta, por cierto–, hayan reprobado el poema de Gorostiza creyendo encontrar en él groseros rastros del evolucionismo darwiniano y, lo que es todavía peor, una suerte de panteísmo que se les antojaba sencillamente inadmisible.

A partir de los años cincuenta se impone una manera atea y pesimista de leer el poema. No creo que sea una exageración atribuir este cambio, cuando menos en parte, a la influencia que ejerció una inteligente reseña de Octavio Paz. La otra causa, si no me equivoco, sería el espíritu de los tiempos: unos tiempos desencantados y hasta desesperados, lastrados por el pesimismo existencialista que privó en la intelectualidad lo mismo europea que americana de la posguerra. El grito nietzscheano de la muerte de Dios pareció dominar una época desorientada, carente de valores, que había visto destruida su fe en el hombre y en el progreso a partir de la cuota de devastación y muerte que atestiguaron ciudades bombardeadas y campos de batalla. Esta atmósfera pesimista propició sin duda que se viera en el poema de Gorostiza otro más de los frutos crecidos al amparo del árbol de la muerte de Dios. Así, Octavio Paz definía: "El poema de Gorostiza es un himno fúnebre. Canta la muerte de Dios, que regresa a lo oscuro. Canta también la muerte de la conciencia universal." Como si se tratara de un cáncer para el que no hay remedio, las campanadas funerarias se escuchan por todas partes, e incluyen todas las disciplinas. Si Dios ha muerto... ¿por qué habrían de vivir la poesía y la filosofía? "Muerte sin fin", prosigue Octavio Paz: "Canta la muerte de la forma en versos de tal belleza formal que la glorifican. Es un poema filosófico que implica la muerte de la filosofía. Poesía intelectual –en el más alto de los sentidos– proclama el triunfo de lo irracional, vitalista, el de la muerte." La conclusión implica una coronación inevitable, una fatal obturación de los tiempos a la que no escapa el destino de la obra literaria de la que aquí se habla. Así lo ve Paz cuando menos: "‘Muerte sin fin’ cierra un ciclo de poesía: es el monumento que la forma ha erigido a su propia muerte. Después de ‘Muerte sin fin’ la experiencia del poema –en el sentido de Gorostiza– es imposible e impensable. Otras experiencias, otras muertes nos esperan."

Ilustración de Rogelio NaranjoFiel a esta estela nihilista, no obstante ferviente lector de la Biblia, el poeta y crítico Alí Chumacero diagnostica que el hombre contemporáneo ha perdido el temor de Dios que es el principio de la sabiduría. Una época atea no lleva sino al despeñadero. Insensata y soberbia, la conciencia del hombre se engaña a sí misma situándose en el centro del universo, y aun se atreve a levantar la voz, como si ella pudiera conocer realmente el curso de los astros. Estos serían los supuestos que determinan la escritura de "Muerte sin fin". Sostiene Alí Chumacero: "Efímero Lucifer, el poeta testimonia el resplandor de un mundo alimentado por su propia combustión, reflejado en una conciencia que se despeña hacia la ceniza. En estos versos deslumbra el panorama de una incansable muerte que recorre el ser bajo silenciosos mantos temporales y deja en el espíritu el amargo sabor de la desilusión."

Va todavía más lejos Chumacero: "Desde que Gorostiza se descubre sitiado en su propio cuerpo hasta el momento en que sospecha el trabajo de la muerte de Dios, el fracaso se dibuja como una constancia que da la nota sostenida. De este desencarnado drama –el desplome de la soberbia al comprobar la fragilidad de la inteligencia– se impregna cada una de las estrofas..."

La conciencia se despeña en cenizas; todo intento de conocer concluye en fracaso. Lo único que triunfa en el poema es la incansable muerte que "recorre el ser bajo silenciosos mantos temporales". La hermosa prosa de Chumacero está aquí al servicio de una visión del poema como un organismo profundamente pesimista, que sólo puede exhibir el fracaso de la conciencia humana en su irrisorio y desmesurado intento de ponerse en el lugar de Dios. La conclusión silogística es la desilusión, el despeñarse en la desesperanza. La soberbia, que antes intentó edificar Babel, ha sido otra vez derrotada: por eso respiramos entre sus escombros.

Por increíble que parezca, el pesimismo da para más. Todavía la lectura de Chumacero obedece a una lógica rigurosa, en la medida en que como quiera que sea hunde sus raíces en la sabiduría bíblica. La radicalidad de otras lecturas, en cambio, toca para mi gusto los límites del exceso. Un primer extremo proclama la muerte del universo; el segundo declara que éste no ha existido jamás. En su libro Poesía iberoamericana contemporánea, Ramón Xirau elabora una interpretación que supone lo que los físicos llamarían la "muerte térmica del universo". Un universo congelado, que es sinónimo de la nada, pues carece de movimiento y respiración, y está hundido en el más tenebroso silencio. "La palabra, anulada por la muerte como por la muerte se ha anulado el mundo, es puro silencio. El poema todo de Gorostiza quiere determinar un instante de vida, fijarlo para mostrar que este instante, este ‘minuto’ tantas veces repetido en varios versos, no es sino la imagen de la nada."

Prosigue Xirau: "Muchas son las formas que Gorostiza emplea para describir su propia y personal anulación del mundo; anulación de la cual surge la permanencia misma del poema anulador." La conclusión no podía ser más tajante: "A lo largo de "Muerte sin fin" no ha pasado nada precisamente porque nada existe para poder pasar." Tajante y contundente. ¿En qué basa Xirau tan escalofriante conclusión? Cito la esencia de su argumento: "Varias veces repetidos, dos versos nos entregan el sentido radicalmente estático de ‘Muerte sin fin’: ‘no ocurre nada, no, sólo esta luz, / esta febril diafanidad tirante.’"

Su lectura –diría yo– parece muy discutible. A la letra, los versos no dicen que nada ocurre. O mejor dicho, sí, lo dicen y hasta lo reiteran... para enseguida negarlo. La negación de la negación, como lo saben los gramáticos, da algo positivo. En este caso, algo maravilloso: la ocurrencia de la luz, la presencia de esa febril diafanidad tirante... que permite al personaje mirar y admirar, para decirlo en términos de Sor Juana, la portentosa fábrica del universo. ¿Parece poca cosa? Yo diría que no...

La interpretación que supone de plano la inexistencia del universo surge de la pluma del filósofo, crítico y también poeta Jaime Labastida. No es que el universo, obedeciendo a la ley de la entropía de la que hablan los físicos, se haya inmovilizado, quedando como una enorme masa estática e inerte, donde no hay rastro de vida. La interpretación de Labastida concluye diciendo que el universo nunca existió, que no ha sido creado. Según esta teodicea negativa (Labastida la llama "contrateodicea"), Dios, en pleno trance creativo, se arrepintió y prefirió abstenerse. Lo que nosotros llamamos mundo no es pues sino un fantasma de los sentidos, un simulacro piadoso. Un sueño. Todavía más: el sueño de un sueño. Argumenta así Labastida: "Este mundo, pues, que es una fusión de materia y forma, de agua y vaso que la contiene, es un sueño, una presunción, un ensayo que se produce en el nivel del pensamiento. Dios se arrepiente de la creación, lo que se expresa en la segunda parte del poema." Continúa Labastida: "La inteligencia, la sabiduría... paralizan a Dios y le impiden crear el universo. El orden que establece la sabiduría no es otro que el brutal escenario de la nada. En él, gime el espíritu de Dios ‘con un llanto más llanto aún que el llanto’ porque ‘al fin ha ahogado su palabra sangrienta.’" Nunca dijo Dios: "¡Haya mundo!" Nunca pronunció el "¡Fiat lux!" legendario. Ahogó su palabra creadora antes de que ella pudiera siquiera brotar. Lo sepamos o no, chapoteamos todos en el limbo de la inexistencia.

Arturo Cantú retoma en una publicación reciente, por cierto sin darle crédito, esta estremecedora tesis de Labastida. En efecto, en su libro En la red de cristal. Edición y estudio de "Muerte sin fin" de José Gorostiza, Cantú sostiene casi a la letra esta posición, como muestro enseguida: "El mundo no ha sido creado por Dios, es un mero sueño, el solo discurrir ideal, en la mente de Dios, sobre la posibilidad y consecuencias de un mundo pensado a partir de las nociones de materia y forma." Prosigue ahí mismo Cantú, redondeando esta tesis: "El mundo no tiene una realidad propia fuera del sueño de Dios; hablando con propiedad, el mundo no ha sido creado."

Ante tales manifestaciones del pesimismo aniquilador no me queda sino guardar respetuoso silencio. Si yo no soy yo ni mi circunstancia es mi circunstancia, ¿para qué discutir? Y sobre todo, ¿con quién? 

Se ha dicho que cuando muere un hombre se extingue con él una visión del universo. Su muerte es también la muerte de esa idea del universo que él se ha formado y que de modo inevitable arrastrará a la tumba. Considerado lo anterior, es fácil concluir que el universo desaparece minuto a minuto, sin que nadie pueda evitarlo, con cada ser que desaparece. Si el universo es una emanación de Dios, y si Dios sólo es Dios porque mantiene la existencia del universo, también podría decirse que él se mira morir en la muerte de cada una de sus criaturas. Se impone de tal suerte ese vértigo absoluto al que alude el título del poema de Gorostiza: el universo está muriendo sin fin y a la vez, por contradictorio que parezca, está naciendo sin fin, instante tras instante. El acto de la creación no es un acto histórico, que tuvo lugar una vez en el origen mismo de los tiempos; lo que Gorostiza describe es una prodigiosa creación permanente, a la que acompaña, como su complemento lógico, una muerte también incesante del universo. Se trata a todas luces de un proceso especular. El hombre va en busca de sí mismo, quiere fijar el ser, rehuir la muerte, encontrar la eterna fijeza que acaso se llama Dios. Pero Dios por su parte persigue algo muy parecido: también él no cesa de buscarse en nosotros, los mortales, en una persecución acaso inútil de permanencia. La alegría y el dolor, la fiesta y la tragedia describen simultáneamente la realización y el fracaso de esta tentativa.

Hacia aquí parece apuntar la interpretación que más me fascina, la de Salvador Elizondo. El movimiento general del poema, que resulta ser de naturaleza circular, establece, según Elizondo, "un flujo que todo lo abarca, que todo lo lleva a un origen ineluctable, que dirige todas las cosas al punto en que nacen para morir nuevamente". La vida y la muerte forman parte de un mismo sistema, y se retroalimentan mutuamente. Hay vida para que haya muerte, y al revés, hay muerte para que pueda haber vida. Abundando en este carácter circular del poema, sostiene el escritor: "La circularidad de ese tiempo que fluye por la imagen no sólo subraya la condición escatológica dentro de la que el poema discurre como alegoría del fin de los tiempos, sino que además tiene una particularidad notable: la de que avanza hacia su origen, un origen que en todo tiempo está teniendo lugar." Agrega Elizondo: "En el último canto, después del Aleluya, se escucha ya el compás del ditirambo que marca las evoluciones de la danza de las criaturas, la primera manifestación del ritmo, del tiempo que se cumple en la danza circular de la vida en la que es fuerza que los bailarines traspongan el umbral de la muerte para que la danza prosiga."

Trasponer el umbral de la muerte... Sí, en efecto, de esto se trata. Cada lectura de "Muerte sin fin" equivale a un careo con la muerte, y a una superación, así sea instantánea, de lo que ésta significa. Cada poema contiene una iluminación particular, una luz que sólo él es capaz de encender en cada uno de sus lectores. Pero no es una luz externa, es la más íntima luz la que así brota. Quizás la mejor manera de evocar este fenómeno consista en recurrir a unos afortunados versos del poema, que pienso se pueden aplicar a la experiencia de todos nosotros. En la lectura de "Muerte sin fin", cada lector se convierte, si ha sido tocado por la poesía, en una

flor mineral que se abre para adentro,
hacia su propia luz...
Creo que ningún poema puede proponerse una tarea más digna de encomio.