La Jornada Semanal,  18 de noviembre del 2001                          núm. 350
 René Clair

Revolución a medias

“Si consideramos la esencia y no la forma, el progreso posterior es de importancia secundaria.” Esta sentencia, que parecería salida de un tratado filosófico, fue escrita por René Clair, cineasta y crítico, hace más de cincuenta años en un artículo redactado para ubicar a la entonces reciente televisión en las fronteras que sus propias limitaciones le dictaban, y que medio siglo después siguen dando vigencia a las palabras de Clair: “Hasta ahora, la televisión no nos ha mostrado nada que no pudiera ser exhibido también en la pantalla de un cine.” El autor de La belleza del diablo y otras películas admite que “en el campo de la documentación pura, la televisión ha ganado ya su competencia”, refiriéndose a la transmisión de hechos deportivos. Cinco décadas después, lo único que parece haber cambiado es el deporte, como a diario y por desgracia podemos ver  en casi cualquier canal televisivo.
 

Collage de Giovanni TroconiAunque no sería útil discutir ahora una perspectiva a largo plazo de la televisión, lo cual será moldeado por consideraciones sociales y económicas, como también por el progreso técnico, no sería inútil, en cambio, mirar su perspectiva inmediata: en otras palabras, lo que después será visto como los primeros días de su infancia.


Hay motivos para temer que la televisión esté destinada a atravesar las enfermedades infantiles que afligieron al cine sonoro. Recuérdese el momento de The Jazz Singer, con el entusiasmo despertado en quienes quedaron atraídos por el brillo de toda novedad, como las mariposas por la luz. Pareció entonces que todo lo que el cine había conseguido en treinta años, rico como fue en invenciones y descubrimientos, debía ser tirado por la borda, sólo porque ciertos sonidos comenzaron a surgir de los parlantes cuando Al Jolson abría la boca. Hoy [1950] sabemos a dónde llevó esa aventura, y alcanza con ver Intolerancia de Griffith o Avaricia de Von Stroheim o El peregrino de Chaplin para advertir que la naturaleza esencial del cine ya estaba revelada antes de 1929. Si consideramos la esencia y no la forma, el progreso posterior es de importancia secundaria.

Como sabemos, la televisión puede presentar escenas recogidas directamente ­lo que significa que las vemos mientras ocurren­ o que han sido filmadas previamente. Al mostrar sucesos de interés actual, la televisión directa es incuestionablemente superior al cine común, y el éxito obtenido por la transmisión de hechos deportivos en Estados Unidos prueba que, en el campo de la documentación pura, la televisión ha ganado ya su competencia con el cine.

Pero cuando enfocamos obras "compuestas" ­es decir, la ficción escrita por dramaturgos e interpretada por actores­ comienzan las reservas sobre esa televisión directa. Aquí ya no sirve la idea de la actualidad y si presenciamos una representación de Hamlet, por ejemplo, no hay mayor diferencia entre una escena actuada a veinte millas de distancia (tv directa) o veinte días antes. En ambos casos, sólo vemos las sombras proyectadas en una pantalla, sólo escuchamos los sonidos que surgen de un parlante y todo el conjunto es una ficción sin fecha.

Ante la objeción de que hay una enorme diferencia entre la película transmitida directamente y la otra que ha sido filmada y luego televisada, contesto que esa diferencia se debe puramente a la imperfección técnica, la que sin duda será corregida con el tiempo. En radio, por ejemplo, es muy difícil marcar la diferencia entre la transmisión directa y la previamente grabada. En cuanto a los especialistas en televisión, que tratan de erigir todo un sistema con la base de aquella diferencia sobre los métodos de grabación, creo que sufren de una ilusión elemental y peligrosa.

Ese peligro proviene de su ansiedad por desprenderse de todo: una ansiedad que llegó a comprometer la existencia misma del arte cinematográfico al comienzo de la era sonora. No existiría ese peligro si la televisión "directa" hubiera logrado el mismo nivel de flexibilidad técnica y las mismas posibilidades del cine, pero eso no ha ocurrido ni es probable que ocurra. Mantener lo contrario supone ignorar la capital importancia del montaje cinematográfico. Una película de tamaño normal se integra con varios centenares de tomas distintas, cuya reunión da al resultado su movimiento y su estilo. Pero las condiciones técnicas de una televisión "directa" no permiten ese lujo de tarea con la cámara y tienden a que el espectáculo resbale hacia una convención semiteatral, que es difícil de superar. Confiemos en que la televisión, guiada por las lecciones del cine, pueda evitar ese peligroso camino.

A nuestro criterio, la televisión queda establecida como un medio extraordinario de difusión, pero hasta ahora no hemos podido descubrir en ella un medio de expresión que no conociéramos antes. No debe creerse que estoy repitiendo la posición de quienes vieron al cine sólo como una forma de difundir el teatro. Un espectáculo de actores vivos, en un escenario quieto, está sujeto a otras leyes que un espectáculo de sombras, puestas en escenarios de ilimitada movilidad y variedad. Hay, por tanto, una diferencia fundamental entre cine y teatro, pero no parece haberla entre el cine y la televisión. Hasta ahora, la televisión no nos ha mostrado nada que no pudiera ser exhibido también en la pantalla de un cine.

Me gustaría pedir a los partidarios de una televisión "directa" que hagan un pequeño esfuerzo de imaginación. Supongamos una situación en la que existe la televisión pero no existe el cine. Es algo que, dado el capricho que gobierna a los inventos, no sería inconcebible. Esto es lo que leeríamos una mañana en los diarios:

"Ha llegado un nuevo invento que creará una revolución en la televisión. Desde ahora será posible enriquecer el espectáculo televisado, mediante una cantidad incontable de escenarios y una variedad ilimitada de tomas. La acción podrá pasar instantáneamente desde la alcoba a la calle, desde el paisaje marino a las montañas, de Europa a América. Además, será posible aplicar todas las correcciones necesarias a las escenas tras su filmación, alargando una, acortando otra, cambiando su urden y dándoles una forma final. Finalmente ­y este es un dato importante del nuevo invento­, será posible reproducir el espectáculo con tanta frecuencia como se quiera, igual a la forma en que se muestra una fotografía.

"La invención se concentra en una cinta de celuloide llamada ‘film’ que pasa a través de un aparato cuyos inventores, los jóvenes hermanos Auguste y Louis Lumiére, han denominado ‘cinematógrafo’.

"La invención de ese cinematógrafo representa el mayor paso adelante que se ha dado desde los primeros experimentos con la televisión."

Esto es todo lo que podemos decir por ahora. El primer volumen de la Historia del arte cinematográfico, aún por escribir, termina en 1950 con un enorme signo de interrogación. En este punto, en la misma mitad del siglo XX, la historia verá comenzar la era de la televisión.

Traducción de Homero Alsina Thevenet


Sobre el autor

René Clair (1898-1981) fue primero uno de los vanguardistas en el cine francés mudo (Entr’acte, 1924), y después un cultor de la comedia (El sombrero de paja de Italia, 1927). Aunque hacia 1929 tuvo sus reservas sobre el cine sonoro, consiguió dominarlo con una serie de comedias luego célebres, como Bajo los techos de París, El millón, Para nosotros la libertad, 14 de julio, El último millonario (1931 a 1934). La necesidad lo empujó a Inglaterra para filmar otra comedia con el productor Alexander Korda (El espectro errante, 1935) y después la guerra mundial lo llevó a Hollywood, donde llegó a dirigir cinco comedias. Volvió a Francia en la posguerra y realizó allí El silencio es oro, La belleza del diablo, Belles de nuit, Las grandes maniobras, etapa que terminó con su retiro en 1965.

Además de su labor como director y comediógrafo, Clair fue un atento analista del cine. Quince artículos suyos fueron recopilados en el libro Reflexion faite (1951), de cuya versión inglesa se extrajo el texto de esta página. Cabe subrayar que el texto es de 1950, al comienzo mismo de la televisión.