Jornada Semanal, 18 de noviembre del 2001                                núm. 350 
Ana García Bergua


 El reino de las apariencias

El papá de Mary Shelley, William Godwin, era un filósofo y novelista de ideas anarquistas, que en su tiempo –vivió de 1756 a 1836– fue muy conocido. Sus teorías inspiraron a los poetas del romanticismo como Byron y Shelley, antes de que este último se escapara con su hija de dieciséis años (la misma que escribiría Frankenstein). La verdad yo no sabía nada de esto y de hecho confieso que compré su novela Las "aventuras" de Caleb Williams o Las cosas como son (Valdemar) porque me coqueteó en su estante de la librería con su portada tan bella, negra, en cuyo centro ostenta un cuadro de Caspar David Friedrich que representa a un vagabundo de espaldas, subido en lo alto de un peñasco a mitad de un cielo oprimido por la bruma. A la ignorancia implícita en el hecho de comprar libros por la portada debo añadir la de no haber supuesto, en un principio, que el personaje de la portada era un vagabundo; de hecho, hasta lo encontré elegante, prueba de que una sólo se guía por las apariencias. Pero bueno, terminado este pequeño autoescarnio nada más para que no digan que una no tiene autocrítica, les diré que no pude soltar la novela hasta que la terminé, y eso que es fatigosa y está llena de explicaciones que ilustran las teorías de Godwin, concretamente la de "las cosas como son", que se resume en la aspiración a que la razón guíe los actos de los individuos, en lugar de las instituciones. El Caleb Williams de que habla el título es un joven campesino con aptitudes que recibe la oportunidad de trabajar como sirviente del señor de su condado, el noble señor Falkland, a quien todos respetan y admiran, y que considera su honor y su buena reputación como sus prendas más preciadas, pese a haber cometido en el pasado un asesinato. Caleb Williams, guiado por la curiosidad, lo descubre, y por más que le jura y le promete que nunca lo delatará, es tal la angustia de Falkland de saber que alguien sabe algo que lo compromete, que persigue a Williams de una manera inhumana y terrible. Así, Caleb Williams, quien es en realidad inocente, pasa a convertirse, a los ojos de la sociedad crédula y prejuiciosa, en un criminal desagradecido que ha robado a su amo, el cual para colmo tiene fama de ser la persona más honrada, sensible y magnánima del mundo. Una de las cosas más terribles de la novela es cómo toda la sociedad y su aparato de justicia se guían por las apariencias y la fama que precede a los sujetos (no sé si les recuerde algo, o si ya habremos superado aquella etapa de la humanidad; yo, por lo menos en lo que respecta a mi comportamiento en las librerías, no). La otra parte, no menos apasionante, es lo que le va pasando a Williams, cómo con cada persecución, cárcel y hostigamiento, va desarrollando fuerzas y poderes excesivos, que le permiten horadar muros de piedra en pocas horas o disfrazarse con unos cuantos harapos de alguien absolutamente distinto. En esto la novela linda con lo fantástico. Una de las cosas que hace Caleb Williams cuando está en el calabozo, y en esto me recordó mucho a Una partida de ajedrez de Stephan Zweig, es refugiarse del horror en su propia mente; así, mientras a su alrededor suceden escenas de violencia inusitadas y hay frío, oscuridad y mugre, Caleb Williams repasa sus conocimientos, hace ejercicios matemáticos e incluso compone poemas de diversa índole, todo en su cabeza. En la novela de Zweig, el prisionero de los nazis, aislado en una habitación sin objetos ni libros, y habiendo sólo escamoteado un manual de ajedrez gracias al cual juega en su cabeza infinitas partidas, termina volviéndose loco. Estas situaciones que plantea la novela de Godwin –un mundo en el que se oculta la verdadera personalidad de los sujetos, y el mundo interior y verdadero en el que el personaje se refugia– , corresponden quizá a una época en la que no existían detectores de mentiras ni estudios de adn, por lo que un hombre debía hacer lo indecible por mantener el valor de su palabra; la geografía de su identidad se movía entre estos polos de la apariencia y la verdad interior, lo que se ocultaba o lo que se debía revelar. Es curioso pero en estos días, especialmente en estos últimos días, tiene uno la sensación de que el reino de las apariencias tiende a devorar todo, de que la credulidad y los prejuicios prevalecen sobre las verdades de los individuos, y de que la realidad está como desplazada, como movida por todo lo que ocurre y se dice, de manera contradictoria y excesiva, en nuestras fuentes de información. Y nadie mantiene su palabra. Quizá es tiempo de buscar en nuestro interior, como Caleb Williams, como el ajedrecista de Stephan Zweig. A ver en qué salimos convertidos.
 

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Naief Yehya
Una breve introducción a las armas biológicas

El legado mortal del ganado
No podríamos hablar de civilización humana de no ser por el desarrollo, diversificación y expansión de la producción de alimentos, primero al lograr domesticar cultivos, un proceso que comenzó en el Medio Oriente (Siria, Palestina, Irak, Turquía) hace unos trece mil años y más tarde al lograr domesticar ganado, en esa misma región hace unos diez mil quinientos años. La estabilidad que ofrecía la agricultura y el alto nivel de proteínas que daba el ganado permitieron que las sociedades se volvieran más complejas, que las labores se dividieran y que apareciera una clase burocrática dedicada a administrar bienes y servicios. No obstante, la vida sedentaria trajo de inmediato nuevos peligros. Las enfermedades infecciosas del ganado (sarampión, influenza, tuberculosis, malaria, plaga, cólera y viruela, entre otras) mutaron para atacar al hombre. Las primeras víctimas de las epidemias de origen animal fueron los propios ganaderos; muchos murieron pero los supervivientes lograron volverse inmunes a algunos de estos males, los cuales han sido los peores azotes de la humanidad en la historia hasta antes de la aparición de la medicina moderna.

Encuentro bacteriológico 
entre dos mundos

La increíble potencia devastadora de los gérmenes vino a ponerse en evidencia con epidemias como la muerte negra, en que la peste bubónica aniquiló a una cuarta parte de la población de Europa entre 1346 y 1352. La peor epidemia de la historia tuvo lugar al término de 1918, cuando la influenza (o gripe española) mató a más de veintiún millones de personas. Las epidemias jugaron un papel fundamental cuando los pueblos que tenían ganado vacuno (por lo que portaban los gérmenes propios de esos animales) chocaron contra pueblos que carecían de éste (y que estaban desprotegidos inmunológicamente) . Así, la conquista de América tuvo lugar después de que millones de nativos murieron por los gérmenes (se estima que en uno o dos siglos las epidemias aniquilaron al 95 por ciento de una población cercana a los veinte millones) y no por las armas de los invasores. Tribus enteras en el nuevo mundo, las islas del Pacífico y Oceanía desaparecieron en pocos años tras su primer contacto con los europeos. Basta considerar que la población nativa de la isla de La española (hoy Haití y la República Dominicana) disminuyó de ocho millones en 1492 a cero en 1535, de acuerdo con Jared Diamond.

Comienzo de la era del bioterror

No pasó demasiado tiempo para que alguien tuviera la idea de usar gérmenes infecciosos como armas. De esa manera se ha documentado que los asirios envenenaban pozos con un hongo del centeno en el siglo vi a.c., que los tártaros lanzaron cuerpos infestados de la plaga dentro de la ciudad crimea de Kaffa en 1346, y se sabe que durante la guerra de 1754 a 1767, colonos blancos de Norteamérica repartieron cobijas que habían sido usadas por pacientes enfermos de viruela a los "indios beligerantes" que deseaban exterminar. Más tarde los japoneses experimentaron ampliamente con agentes patógenos en la región de Manchuria. Desde 1932 hasta el fin de la segunda guerra mundial, Japón se embarcó en un ambicioso proyecto bacteriológico al mando de Shiri Ishii, quien dirigía un centro de investigación en Harbin, China, así como varias zonas rurales donde hacían pruebas en humanos y tres institutos científicos especializados. Los japoneses fueron pioneros en el uso de armas bacteriológicas a gran escala. Su programa contaba con ciento cincuenta edificios, tres mil científicos y técnicos quienes contaminaron a miles de prisioneros con shigela, peste, meningitis y ántrax, entre otras cosas, además de que bombardearon media docena de pueblos con hasta quince millones de pulgas contaminadas de peste bubónica. Sin duda los gérmenes son relativamente más baratos que los explosivos de alto poder y son fáciles de cultivar. No obstante, aun con la tecnología actual las armas bacteriológicas son extraordinariamente difíciles de controlar, son inestables y presentan una variedad de problemas para ser proyectadas, diseminadas y almacenadas.

Violadores de pactos

Tanto los rusos como los estadunidenses se comprometieron a eliminar sus programas ofensivos de armas bacteriológicas al suscribir la convención de 1972 (al cual se adhieren casi todas las naciones). No obstante, ambos han violado el tratado prácticamente desde que lo firmaron, argumentando que su trabajo en el campo tiene fines defensivos. Los soviéticos comenzaron a expandir sus programas de armas bacteriológicas en 1973 hasta que, en 1979, tuvieron el equivalente a un Chernobyl biológico, cuando contaminaron la ciudad de Sverdlosk con ántrax, causando un número indeterminado de muertes (el cual quizá llegó a varios centenares). Ningún otro programa superó las ambiciones niponas hasta que la Unión Soviética desarrolló la red de centros de investigación Biopreparat, que consistía en dieciocho institutos, seis plantas de producción de bacterias, complejos de almacenamiento de patógenos en Siberia y la isla de pruebas Vozrozhdeniye. Los rusos tuvieron éxito con numerosos agentes "convencionales", como ántrax, tularemia y fiebre Q, las cuales son efectivas pero no se contagian de una persona a otra; además hicieron armas con viruela, la cual es extremadamente contagiosa y altamente mortal.

También exploraron otras enfermedades más exóticas como el virus de Marburg, ébola y otras fiebres hemorrágicas. A partir de 1983 comenzaron a manipular genéticamente diversas bacterias y virus para hacerlos más resistentes, más mortíferos y para producir quimeras aterradoras como el ébola-viruela.

(Continuará.)
 

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Juan Domingo Argüelles
La sombra de haber 
sido un desdichado

Aunque Jorge Luis Borges llegó a decir que un poema no es, casi nunca, una construcción intelectual, porque, a diferencia de la prosa narrativa o reflexiva, se trata de "una experiencia inmediata", en su obra en verso trató de ser generalmente impávido; de no mostrarse sentimental, cosa que no logró siempre porque en el tema de su pasado familiar la nostalgia lo traiciona y en más de un texto se refiere a los Borges de pluma o espada.

En todo lo demás, en sus asuntos más íntimos, en los que tienen que ver con su persona, Borges es más bien reservado. Mas en su obra lírica hay algunos momentos desconcertantes, algunos poemas inquietantes y unos pocos versos que fracturan el carácter impasible del texto y del personaje y nos entregan un elemento de profunda emotividad autobiográfica que el quehacer eminentemente intelectualista de Borges trató de rehuir no siempre con buen éxito.

Uno de esos poemas es un soneto ("El remordimiento") que está incluido en su libro La moneda de hierro (1976) y cuyos dos últimos versos dicen así: "No me abandona, siempre está a mi lado/ la sombra de haber sido un desdichado."

Conociendo el estilo de Borges, paradójicamente esta declaración podría ser también otro más de sus juegos intelectuales, pero no habría que olvidar que en la poesía, más que en cualquier otro género, el texto revela a su creador y en este punto ni siquiera Borges fue la excepción. Ahí está, por ejemplo, su "Poema de los dones" donde el personaje del texto puede ser el hombre en general pero es, antes que nada, Borges en particular.

No faltan los que piensan que una interpretación así respecto de la poesía es demasiado cruda, nada profunda y sí, por el contrario, escandalosamente superficial. Quienes así piensan habrán de encontrar explicaciones racionales al asunto e incluso propondrán graves interpretaciones filosófico-morales hasta conseguir, en un punto de abstracción, despojar al creador casi por completo de su responsabilidad íntima, privilegiando, a cambio, su elaboración intelectual.

Sí, ciertamente, escribir es uno de los actos más intelectuales, y un poema conlleva necesariamente una elaboración del pensamiento, cifrada en la escritura, que se hace todavía más compleja si se trata, como en este caso, de un soneto: una forma poética arcaica, con exigencias precisas y resultados exactos. (Nada mejor que el soneto para probar la grandeza de un talento poético; nada mejor que el soneto para probar, también, lo contrario.)

En su obra, Borges rehuyó el tono confesional que involucrarse sus sentimientos más íntimos. Lo confesional en él tiene que ver con su pasado familiar que él (literaria, intelectualmente) torna epopéyico sobre todo por lo que respecta a lo militar. Pero de Borges el hombre, la persona, sabemos muy poco a través de su literatura. No dice casi nada del Borges enamorado (no se permite esa cursilería), del Borges apesadumbrado, del Borges desdichado (incluso la nostalgia es en él un sentimiento que intelectualiza el objeto que se echa de menos).

Pero siempre es un poeta extraordinario. Y en este siempre caben esos instantes fulgurantes de emoción bárbara, primitiva, que de pronto lo asaltaron y lo obligaron a escribir (o a dictar) poemas como el soneto mencionado donde, además, declara: "He cometido el peor de los pecados/ que el hombre puede cometer. No he sido/ feliz. Que los glaciares del olvido/ me arrastren y me pierdan, despiadados./ Mis padres me engendraron para el juego/ arriesgado y hermoso de la vida,/ para la tierra, el agua, el aire, el fuego./ Los defraudé: no fui feliz. Cumplida/ no fue su joven voluntad. Mi mente/ se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías./ Me legaron valor; no fui valiente."

¿Qué habrá sido lo que condujo a Borges a un poema tan descarnado, tan "declarativo", tan sentimental, tan emotivo y tan deliberadamente confesional, además de tan extraordinario? ¿Por qué él, siendo un poeta sereno, se atreve a la audacia (audacia en él, desde luego) de sincerarse en un asunto tan personal?

Lo que admite, lo que revela (teniendo al lector por confidente) es ni más ni menos su infelicidad, que además opone a su labor intelectual, ya que su mente "se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías". De lo que reniega es, precisamente, de todo aquello (las "naderías") por lo cual acabamos todos admirándolo, canonizándolo, deificándolo.

"No me abandona, siempre está a mi lado/ la sombra de haber sido un desdichado" es uno de los remates más dramáticos de la poesía y, por supuesto, dos de los endecasílabos más extraordinarios (perfectos) de la lírica en lengua española.

Que Borges supo que estaba atentando contra su costumbre lo delata el hecho de que en una entrevista señalara que este poema es "demasiado inmediato", "autobiográfico" y que en resumidas cuentas no es otra cosa que –como su título lo indica– un "remordimiento". Además, añade, "eso pasó hace ya tanto tiempo..." que no vale tomarlo en cuenta: "¿qué puede importarme ser desdichado o ser feliz?" ¿Qué puede importar?

Del modo que quiera vérsele, es una tremenda audacia y una infidelidad contra sí mismo: el poeta eminentemente intelectual (el de "las simétricas porfías del arte"), inesperadamente en la vejez, se mira en el espejo diario y se encuentra infeliz, desdichado, pese a toda la admiración del mundo a causa de su obra y pese a toda la satisfacción de leer y escribir y hacerlo de modo espléndido y coquetear con la inmortalidad pese a las ironías contra sí mismo que son también elaboraciones intelectuales de falsa modestia. (Borges sabía que era un buen escritor aunque dijese lo contrario. No podía no saberlo.)

La historia tiene su moraleja. No hay que tomarse demasiado en serio. Borges sufrió para entregarnos sus páginas, pero ¿qué le puede importar el sufrimiento de Borges a los millones de desdichados que nunca han leído ni leerán sus admirables páginas? Ni un millón de Ilíadas merecen la desdicha de un hombre.

Javier Sicilia


El nivel espiritual y Seamus Heaney

En el mes de diciembre del año pasado, Trilce Ediciones publicó, en traducción de Pura López Colomé, el más reciente libro de Seamus Heaney, El nivel. En México, desde antes de que se le otorgara el Nobel en 1995, la propia Pura nos había revelado ya su poesía con la traducción de Isla de las estaciones (Ediciones Toledo, 1991) y, más tarde, con Viendo visiones (Conaculta, 1998). 

Heaney es una de las voces más inquietantes de finales y principios de siglo. Su obra, que ha florecido como un almendro en el peor de los inviernos, posee una coherencia espiritual poco frecuente en la poesía moderna. La suya no se mueve en los territorios de la soledad del poeta frente a las aterradoras visiones de la ciudad moderna y su malversación de la realidad. Hija del cristianismo y de su mejor conciencia, la del mundo redimido, su poesía es la búsqueda de la revelación del más allá en lo aparentemente intrascendente; lo sobrenatural en lo concreto de lo cotidiano. Parece como si en Heaney hubiera habido desde siempre una voluntad de ascesis de los sentidos; una custodia de la mirada que, al preservarlo del caleidoscopio virtual de la ciudad moderna, le hubiese permitido contemplar lo real y, a través de él, develarnos esa inquietante afirmación de Tomás de Aquino: "La belleza de cualquier cosa creada no es otra cosa que una similitud de la divina belleza participada en las cosas."

En este sentido, la poesía de Heaney posee, como ha señalado Pura López Colomé, esa "oscuridad traslúcida" que es rasgo distintivo de toda gran poesía. A través de la opacidad de sus poemas, como a través de la opacidad de las cosas de la naturaleza, resplandece el misterio del ser. Sus formas poéticas, semejantes a las formas de las que está poblada la vida, son una puerta de entrada al resplandor ontológico.

Si esta mirada es evidente en Viendo visiones donde, como su título lo indica, el poeta mira más allá de la evidencia inmediata, es decir, capta el splendor formae del que hablaban los escolásticos ("Qué raro –escribe Heaney en un poema del libro mencionado– ver que las cosas mar afuera, una vez sentidas,/ se convierten en cosas conocidas de antemano;/ y cómo lo hallado es manifiesto// Sólo a la luz de lo recorrido."), en El nivel esta mirada se hace más fina e inquietante.

El nivel se refiere al instrumento que se utiliza para medir el desnivel entre dos puntos. En inglés la palabra que designa a esa herramienta y que da título al libro es más exacta para revelar la intención de Heaney: The Spirit Level (El nivel espiritual). The Spirit Level es, por lo tanto, una analogía de la mirada del poeta: es su ojo, su intuición creadora. El poeta contempla la realidad y al hacerlo descubre su otro nivel, el espiritual: la resonancia de su misterio en el ser del poeta. Un objeto, un experiencia, un recuerdo, una anécdota, una leyenda mística accionan "el nivel espiritual" del poeta que produce la revelación: lo que está ahí, lo real concreto, tiene un nivel cuya profundidad hunde sus raíces en un resplandor donde resuena la trascendencia.

En este sentido, el libro de Heaney hace pensar en los poetas medievales para quienes la mirada tenía la capacidad de extraer esencias universales de formas fugitivas. Para ellos, el ojo no era, como para nosotros, un órgano en el que se forman imágenes de la realidad: las imágenes eran sólo las pinturas plasmadas en las paredes de los monasterios, sino, como bien lo ha definido Jean Robert, "un órgano que emana de la pupila como un miembro eréctil", un psychopodos ("miembro eréctil de la mente"), que abraza y extrae universales de las formas que irradian de las cosas, de su resplandor ontológico. 

Podemos decir que en la poesía de Heaney sucede algo parecido: sus poemas son la captación (Heaney diría la nivelación) de las formas (species) universales que están en la realidad concreta. Sus poemas son así, como los vitrales del gótico o sus miniaturas iluminadas, objetos radiantes o, para usar, la analogía moderna que el propio Heaney utiliza, niveles de orden espiritual.

Heaney nos devuelve así a una mirada que se opone a la de nuestro mundo en donde todo ha perdido su nivel y los planos se confunden generando un caos en la percepción. Lo que vemos no son ya species, sino diagramas y sistemas que simulan la realidad; percepciones abstractas en las que no podemos ver ningún resplandor ontológico, sino la luz virtual que nos impide percibir los niveles de lo real.

La poesía de Heaney rompe con esa percepción y busca, al nivelar la mirada, el reconocimiento íntimo de las cosas: su rostro tan familiar como misterioso. En ella nuestra mirada vuelve a acariciar los objetos y, como en el mundo medieval, a extraer de ellos el sentido espiritual que los habita. Va este poema, "El palo de lluvia", como una muestra de su admirable agudeza: "Voltea el palo de lluvia y lo que pasa/ Es una música que nunca imaginaste/ En los oídos. En un tallo de cactus,// Aguacero, embestida a la esclusa, derrame,/ Resaca. Y como si el agua tocara la gaita/ Te quedas quieto: lo mueves otro poco// Y un diminuendo corre por todas las escalas/ Como una coladera que dejara de gotear. Y viene/ De nuevo, un salpicar de gotas desde las hojas frescas;// Luego, perlas sutiles sobre pasto y margaritas;/ Luego, briznas esplendorosas, casi alientos de aire./ Voltéalo para el otro lado. Lo que pasa// No sufre merma por haber pasado ya/ Una, dos, diez, mil veces antes./ ¿Qué más da si toda la música que rezuma// Es caída de arena o semillas secas por un cactus?/ Eres el hombre rico que entra al cielo/ Por el oído de una gota de lluvia. Oye, óyela de nuevo."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
 


Luis Tovar
 Los bosques y el árbol

A Pachito, presidente de un país de ésos que alguna vez fueron llamados repúblicas bananeras, lo ha alcanzado la vejez; sabe que su tiempo es finito y que, por impensable que le resulte, un día cualquiera ya no estará en condiciones de disfrutar el poder omnímodo que ahora goza. Por eso, ejerciendo esa megalomanía tan propia de los dictadores, decide que sus restos mortales habrán de descansar, glorificados, en un mausoleo de faraónicas dimensiones.

Uno de los colaboradores-asesores-lamebotas de Pachito le encarga a un colega suyo, arquitecto, la creación del edificio con que el avejentado pero todavía mandón y caprichoso presidente buscará la inmortalidad. Atribulado por el hartazgo de su esposa, la incomprensión general de sus ideas arquitectónicas y la contradicción de trabajar para el príncipe aunque no comulgue con sus ideas ni con su estilo de gobernar, el arquitecto llega a la presentación de su proyecto con lo que parece ser la maqueta de un mojón de mierda; eso es lo que deja ver la expresión azorada de todos, a excepción de Pachito, que sabe que se trata de un drapi, es decir, el símbolo que alguna cultura muy antigua asignó al concepto de lo perenne trascendiendo la materialidad –o algo así. Queda para la incertidumbre si el arquitecto sólo deseaba concebir un proyecto que lo reivindicara como el gran artífice que él siente ser, o si diseñó el mausoleo en forma de drapi con la deliberada intención de burlarse de Pachito, pues no importa lo culto de la referencia conceptual, aquello nunca dejará de parecer un enorme montón de mierda. Empero, la obra es aprobada y habrá de construirse.

Con esta suerte de revisitación de "El traje nuevo del emperador" cierra la trilogía de historias agrupadas bajo el título Pachito Rex. Me voy, pero no del todo, película dirigida por Fabián Hoffman con guión de Flavio González Mello, y realizada con el apoyo del Centro de Capacitación Cinematográfica y el imcine.

“Tráete otro disco duro”

Sus hacedores confiesan que Pachito Rex es "un proyecto de investigación desarrollado por el ccc que intenta explorar la posible relación entre la dramaturgia, la interactividad y el soporte tecnológico necesario". El resultado, en pantalla desde el anterior fin de semana, parece tener sus fortalezas en el mismo lugar que sus debilidades.

Tanto la anécdota sucintamente descrita líneas arriba como las dos restantes se desarrollan por completo en escenarios producidos por computadora. Si la persistencia de los tonos oscuros que dominan esta escenografía virtual es deliberada, apunte usted entre las virtudes la construcción de una atmósfera opresiva y pesimista que le viene bien al tono como en sotto voce que comparten las tres historias. Lo mismo sucedería con la creación de ese lugar irreconocible, sin ninguna referencia arquitectónica o de paisaje, que es el país gobernado por Pachito –en la tercera historia, insistimos, porque en las primera no alcanzó ni a ganar las elecciones y en la segunda ya no está vivo–: así se cumple el propósito de universalizar los hechos descritos. Sobre todo, la escenificación de la vida, la obra y la muerte de Francisco Ruiz, verdadero nombre del político, gana en cuanto a que se produce la sensación de encontrarse en un mundo sin salida, donde el solipsismo es la única ley posible.

Con todo, esta lograda atmosferización
–aunque de seguro los muy picudos con la compu van a encontrarle montones de defectos– pone de cabeza aquello de que a veces uno deja de ver el bosque por mirar el árbol. Entre tanta virtualidad llamando la atención, en más de un momento las historias pasan del mencionado tono bajo a un estado de franco desaliño; sobre todo la segunda, en la que un detective más anticlimático que los escenarios en los que se desplaza investiga la desaparición del cuerpo de Pachito. Algo similar sucede con la primera, en la que vemos cómo Pachito es balaceado, en franca referencia al asesinato de Luis Donaldo Colosio; no se sabe quién fue, pero alguien sí va a dar a la cárcel. Ese alguien es finalmente liberado y la historia básica que se cuenta es la de su sensación de hallarse, como diría Óscar Chávez, fuera del mundo.

No abundan los antecedentes para realizar un juego comparativo y mucho menos establecer una posible norma (La célula, La sonámbula y Más allá de los sueños son algunos ejercicios, igualmente insuficientes en sí mismos), pero es permisible exigir a las cintas que se sirven de la confección digital, además de un alto nivel de ejecución técnica, que sean irreprochables en todo aquello que no depende –y que felizmente nunca dependerá, no importa cuántas Tomb Raiders nos endilgue Hollywood– del mouse y del tamaño del disco duro; por ejemplo, la solidez narrativa y el desempeño actoral. De otro modo, lo primero que cualquiera pensará de ellas puede ser algo como: "¡Ah, sí!, la película ésa que hicieron por computadora!" Pachito Rex adolece precisamente de esto: la edición, la secuenciación de escenas, muchos de sus encuadres, las actuaciones –a cargo de gente tan capaz como Damián Alcázar, Ana Ofelia Murguía, Jorge Zárate, Fernando Torre Lapham y Ernesto Gómez Cruz, entre otros– e incluso las historias mismas, por momentos parecieran obedecer al rigor que les impone el marco digital, cuando debería de ser al revés, y que dicho marco enriqueciera con sus posibilidades algo que de suyo tenga la suficiente calidad cinematográfica.
 
 
 

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Michelle Solano


Visitatio

Desentrañar el fenómeno teatral en el teatro mismo constituye una empresa harto compleja, y más aún si se tiene en cuenta que el teatro puede ser muchas cosas, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, aburrido.

Llevar a cabo un montaje que revele –y se rebele contra– los procesos creativos de la "gente de teatro" es un arma de múltiples filos: puede derivar en una obra con pretensiones de "ser profunda", tediosa o, en el mejor de los casos, en una obra sumamente didáctica, incapaz de tocar a más espectadores que los involucrados con el quehacer teatral.

No es nuevo que sean los mismos actores y directores quienes realicen obras que cuestionen la necesidad y la función del teatro; que emprendan una búsqueda entre la forma y el fondo; pero, al menos en México, sí es un caso extraño que se realicen en un tono divertido, conmovedor, lúdico, caótico y que, además, resulten impecables. Visitatio, de Daniele Finzi Pasca, es todo eso y más. 

Resultado de una coproducción de las compañías Teatro Sunil (espacio suizo/mexicano, dirigido por Daniele Finzi) y Carbone 14 (de Canadá), este montaje sorprende y conmueve: anécdota, imágenes, un texto lúcido e inteligente, que lleva al espectador de la carcajada a la reflexión, de la poesía al cuestionamiento, del sueño a la realidad.

Pocos espectáculos reúnen todas estas características en un conjunto que desemboca en armonía pura, honesta; pero si existe alguien que conoce a la perfección sus recursos y la manera de llevarlos a buen término es Finzi. De ello es muestra esta obra, porque aquí sintetiza, de modo certero y contundente, su propio discurso. 

Una historia sencilla (las visitaciones de las que, de uno u otro modo, todos hemos sido testigos: ángeles, recuerdos, fantasmas) sirve como pre-texto para dar pie al núcleo de la obra: el suceso teatral, la disección del trabajo del actor, su formación, sus deformaciones y vicios, sus referencias, los mitos, las eternas preguntas entre el ser y el deber ser de un teatrero, entre interpretar y encarnar un personaje, entre actor y bailarín, y los elementos de los que echan mano para desarrollar su arte. 

El escenario de un teatro, escribe Finzi en el programa de mano, es un lugar que propicia ciertas visitas. Así es, y la más anhelada es siempre la del espectador, porque de este modo y sólo así, el trabajo de los actores cumple su cometido, sirve a su fin. Muchas son las historias que se cuentan aquí, pero ninguna está de más, cada una sostiene un discurso del principio al final, ninguna estorba o invalida a las otras, sino que, por el contrario, van conformando una suerte de remolino dramático que lleva al espectador, y al actor, a la catarsis, a la purga de los prejuicios o sobreentendidos que le corresponden, según sea el caso. 

Si bien es cierto que los trabajos anteriores de Finzi proponen una visión particular del mundo y la tradición del clown, de las raíces de lo tragicómico, Visitatio también lo es del circo, del espíritu del teatro italiano, de su cercanía con la teatralidad mexicana; todas estas referencias se ponen de manifiesto, consumadas.

Gestar una escritura escénica en la que el teatro, la música y la danza se amalgaman en función del discurso y que éste se sostenga a sí mismo sin necesidad de recurrir a la cátedra, al exceso de información, constituye un hallazgo, pero sobre todo una fusión interesantísima y renovadora, pues al cuestionarse a sí mismos, los intérpretes de este espectáculo cuestionan también al espectador y a la "gente de teatro" de todos los niveles. Cuestionar no para encontrar respuestas –aunque en el camino pudiera darse– sino para hacer conciencia de cómo concebimos y ejecutamos el arte, la belleza. Pero sin azotes (que para eso en México nos pintamos solos), sin el lado moridor. En Visitatio los tonos y los matices son también una vorágine seductora, amena, establecida a partir de un extraño –pero no por eso menos eficaz– sentimiento agridulce, entre la ternura y lo patético, lo ridículo y lo sublime.

Las actuaciones están a cargo de Katia Gagné, Hugo Gargiulo, Dolores Heredia, Yves Simard, Lin Snelling y Antonio Vergamini, actores surgidos de diversas escuelas y concepciones del teatro, que encarnan un texto de reflexiones, polémicas y situaciones que les son conocidas: lo que sucede en un teatro durante los ensayos, las funciones y al término de éstas, etcétera. Sorprende que, junto a ellos, Ana Heredia, una muchachita, sea el centro del que se desprenden, como puntos de fuga, todos y cada uno de los elementos que conforman Visitatio. Ana no es actriz y está muy lejos de ser una mujer común y corriente; tiene en sí el don de la contemplación, algo que en otros tiempos se hubiese llamado ángel y que dota a la obra de verosimilitud y transparencia.

El espectador es sacudido, es llevado a varios estados de ánimo a través de lo que sucede en escena; aquí la tensión dramática es lo suficientemente dúctil como para tensar y distenderse en los momentos adecuados, brindar respiros, darle el peso justo a la imagen, a la palabra, a la pausa. El público no puede sino aplaudir de pie Visitatio, un espectáculo muy afortunado, un eco de sonoridad y reciedumbre inagotables. Para los teatreros mexicanos no debe –o no debería– resultar difícil reconocer que el trabajo de Finzi constituye una aportación valiosa, en lo artístico y en lo humano, de modo gemelo.
 

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