La Jornada Semanal,  18 de noviembre del 2001                          núm. 350
 Fabrizio Mejía Madrid
el cuento del domingo


Hombre al agua

Ilustración de Jerry Romero
El desafortunado protagonista de este cuento piensa, con sobrada razón, que “en el mundo material las cosas no son tan sencillas”. Así lo manifiestan la inflexibilidad de la Compañía de Luz, la insolidaridad de una pareja que opta por el desapego y varios otros de esos avatares que suelen ponernos contra la pared y nos hacen desear que el mundo suspenda un instante su marcha, a ver si después su inocente crueldad no vuelve a elegirnos como sus víctimas.

Tengo a cortarle la luz a Julia Vargas por falta de pago ­dijo una voz en el interfón y le abrí. Pero me equivoqué: la luz de mi departamento se extinguió con esa incomprensible forma que tienen las máquinas de morir; todo enmudeció y me encontré por primera vez en años a solas con mis pensamientos. Ante el silencio que sobrevino salí a reclamar. El sujeto de la Compañía de Luz era lo más parecido a un motociclista: llevaba una gorra al revés, lentes tornasol y, en el lugar donde normalmente va el relámpago de su compañía, una calavera me sacaba la lengua. 

­No es mi bronca ­repetía cada vez que yo lograba hilar dos sílabas. 

­¿Acaso parezco una Julia Vargas? 
­argumenté. La reflexión en la puerta de cristal me reveló en bata, pantuflas y la toalla enrollada como turbante. Podría yo ser Julia Vargas saliendo del sauna.

­No pagaron y se les corta. ¿O no es usted el que vive en Bajos 6? ­me miró bajándose los lentes hasta el puente de la nariz con un rápido movimiento de uno de sus pulgares. Fue por ese gesto que reconocí que entre ese tipo y yo había algo en común: el pulgar oponible­. ¿O piensas en otra solución? ­escupió y encendió un cigarro sin filtro.

­Aquí no hay ningún Bajos 6, yo vivo en el depto. 3 ­aclaré­ Además, no doy sobornos ­aseguré con la imagen de mi billetera vacía a excepción de un calendario que un banco me regaló el año pasado. Hice una suma mental de las monedas sobre el buró y el resultado fue brutal: los hombros se me cayeron y las rodillas se flexionaron.

El sujeto se fue caminando con las piernas muy abiertas y la cabeza en alto, meciéndose como un chimpancé en lides de cortejo. Lo imaginé yendo por cerveza y estrellándose las latas vacías en la frente. Cerré la puerta.

Me alisté para la batalla. Caminé hasta la sucursal de luz y vi cómo, a mi paso, los ceños fruncidos de los reclamantes en la sala de espera se distendían y una chica me sonrió. El reflejo en la ventanilla me devolvió mi cabeza enturbantada. Fingí pertenecer a una inmemorial secta hindú con sede en Manhattan cuyo objetivo en el mundo material era generar buena vibra en las salas de espera. Cuando finalmente tocó mi turno la toalla estaba sobre mis hombros. Todo fue cordialidad, pagué el adeudo, y salí con el cabello esponjado.

Pero en el mundo material las cosas no son tan sencillas. La única prueba de la omnipotencia de Dios es que no necesita existir para condenarnos a una vida de miserias. Su trabajo lo hacen otros, por ejemplo, los días festivos. El día del corte era viernes y la compañía no trabaja fines de semana. Así que me colgué de una fe irracional en el lunes, debido a que el martes era Día del Trabajo. El lunes se convirtió en una de las dos deidades a las que le recé ese fin de semana. La otra era a la buena fortuna que me haría ganar un premio literario que me sacaría de la mitad de mis deudas. Ambas diosas me habían puesto en la ruta del monje: rodeado sólo por velas, me adentré en una meditación sobre la vida a los treintaytantos y sólo escuché extraños zumbidos en el aire. ¿Las diosas deseaban comunicarme algo? ¿Debía dormirme para que me hablaran mediante sueños? Descubrí que me había vuelto a equivocar cuando, a la mañana siguiente, un enjambre de moscas se azotaba a las puertas del refrigerador. Además, no tuve revelaciones nocturnas: soñé que me atropellaba el Metro.

Marissa me visitó el domingo al mediodía. Ahora que lo pienso la escena debió devastarla: el refrigerador parecía un experimento de laboratorio y fuera de él, la casa parecía un monasterio de monjes beodos: todo tenía chorreadas de cera. Además, la oscuridad no me sienta bien al ánimo y estoy convencido de que en ese fin de semana involucioné hasta llegar al Hombre de Java. Creo que le hablé de que quizá Dios habitaba en las monedas y que la vida sería más fácil si todas nuestras decisiones las tomáramos con base en volados. Cuando terminé mi perorata Marissa sólo respondió: "¿Tienes que apretarme el cuello tan fuerte?" Cenamos en casa de un amigo que insinuó la posibilidad de comer a la luz de las velas. Empuñé un tenedor y desistió. Dos niños chicos se correteaban alrededor de la mesa hasta que uno le dejó caer una piedra volcánica al otro en la cara. Nos fuimos entre sollozos y cintarazos. En el camino creo que pregunté: "¿Será ese nuestro futuro, Marissa?" Noté que me soltó la mano. No tengo una última imagen de ella, más que la oscuridad.

Y llegó el lunes. Bañado y con zapatos encendí un cigarro y marqué el número de la Compañía de Luz. Eran las 8:01 de la mañana. Pasé del departamento de "relaciones públicas" al de conexiones y hasta la gerencia. Saludé, esperé pacientemente a que mis llamadas fueran transferidas, contestadas, mis datos tomados una y otra vez. Cuando terminé, eran ya las dos de la tarde. Nadie levantó ningún auricular en La Compañía después de esa hora. Me derrumbé. Feliz Primero de Mayo. 

Buena parte de la tarde del día festivo me la pasé gritando. No un insulto en particular, sino un alarido. Supuse que los empleados eléctricos harían lo mismo en ese instante. La diferencia era que ellos pedirían aumentos salariales o rechazarían la privatización. Yo sólo gritaba. Necesitaba luz, comida, a Marissa, poder leer un libro después de las seis de la tarde, un matamoscas, un premio literario, un poco de dinero. Pero lo único que podía obtener en ese momento eran unos cigarros. Así que salí a comprarlos. O no exactamente. Al cerrar el candado de la puerta se manifestó de nuevo la tragedia: las llaves se habían quedado adentro. Atrapado entre mi casa y la reja del garaje, mi espalda se pegó a una de las paredes del estacionamiento y comenzó a bajar lentamente. Tirado ahí comencé a echar volados y recobré la fe en la vida. Cada vez que le preguntaba al dios de la fortuna si ganaría el premio, si Marissa regresaría, si volvería a ver mi propia nariz en la noche, acertaba. "Todo estará bien", me repetí. "Dios aprieta pero no ahorca", recordé de mi abuela. En eso, empezó a llover. Me metí la moneda en la boca y apreté, apreté, apreté.