La Jornada Semanal,  18 de noviembre del 2001                          núm. 350
AGUSTIN RIVERA
 Sergio López Mena

Agustín Rivera: historiador, canónigo y juarista

Nos dice Sergio López Mena, autor de esta bien documentada semblanza, que para don Agustín Rivera, sacerdote, polígrafo, autor de ciento ochenta títulos, “el patriotismo consistía en educar al pueblo, y el cristianismo debía reflejarse en la construcción de hospitales y escuelas”. Esta es sólo una de las muchas facetas del abogado, latinista y gramático nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, “tradicionalmente un sitio de inquietudes intelectuales, religiosas y artísticas”. Desde su ciudad natal, en donde prefirió residir la mayor parte de su vida, el autor de Anales mexicanos, Elementos de gramática castellana, Mi estilo y muchísimos libros más, siguió enriqueciendo el escenario cultural del siglo XIX mexicano. López Mena lo ubica –y con razón– junto a figuras como Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano. Partidario de la Reforma y, por ende, de las ideas juaristas, Agustín Rivera y Sanromán, quien “se supo sobre todo un escritor”, fue un humanista en toda la extensión de la palabra. Aquí reproducimos “Visita al Papa”, una de sus Cartas sobre Roma, en la que se revela mucho de su carácter, su pluma, sus intereses y su visión de la realidad.

Agustín Rivera y Sanromán es un escritor emblemático del siglo XIX mexicano. Nació el 29 de febrero de 1824 en Lagos de Moreno, Jalisco.

La ciudad de Lagos está asentada en un sitio que a Alonso de la Mota y Escobar le pareció el mejor del reino de la Nueva Galicia. La región estuvo poblada hacia el siglo IX por grupos que alcanzaron un desarrollo notable, de lo que dan cuenta algunos restos arquitectónicos. Si bien fue precisamente Agustín Rivera quien en el siglo XIX habló de la existencia de numerosos testimonios sobre las culturas prehispánicas en la región, apenas en la segunda mitad del siglo XX se empezó a estudiar la zona, y es de fecha reciente el hallazgo de importantes sitios arqueológicos, como el de Los Cerritos, cerca de La Sauceda, al este de Lagos. 

Al tiempo de la conquista, era zona habitada por los copuces, los zacatecas y los guachichiles, "que fueron en valentía, en ardides y emboscadas muy diestros y animosos", dice Mota y Escobar, aunque en palabras de los españoles, esos grupos no estaban asentados en los territorios. Los cronistas religiosos hablan de cómo el demonio hacía que atacaran a los conquistadores.

Con el nombre de Santa María de los Lagos fue fundada la ciudad el 31 de marzo de 1563, como un valladar del reino de la Nueva Galicia frente a las ambiciones territoriales de la audiencia de la Nueva España, como también para dar protección a los pasajeros que iban de México a Zacatecas.

La ciudad fue, por su fundación, española, y ha sido, por su geografía, un complejo mosaico étnico, pues confluyeron en ella los grupos prehispánicos de la región, los negros que huían de la esclavitud en los centros mineros del Bajío y de Zacatecas, los tlaxcaltecas llevados como leales servidores de la Corona, y por supuesto los mestizos y los criollos. 

Una nueva carga de sangre peninsular llegó a la región en la segunda década del siglo xix, la de los soldados que vinieron a pelear contra el insurgente Pedro Moreno en el noroeste de Guanajuato. Un soldado de ese ejército, Pedro Rivera, de Chiclana, Andalucía, se casó con Eustasia Sanromán, y de dicha unión nació Agustín Rivera.

Aun con su carácter de región limítrofe, Lagos de Moreno pertenece a los Altos de Jalisco, una región de habitantes con idiosincrasia muy diferenciada de la gente del Bajío, su región más próxima. Los genuinos alteños son firmes en sus convicciones–hasta la necedad o el heroísmo–; prefieren ser directos, y se presumen como gente "de trato"; para un alteño, la palabra empeñada vale más que cualquier documento. El amor propio o soberbia del alteño es también proverbial, y se contradice con su vocación al sacrificio y al desprendimiento.

Lagos de Moreno, calle Constituyentes, ca. 1920En el marco de la alteñidad, los laguenses tienen a la vez su carácter. Muchos de ellos están dotados de un "sorprendente sentido autocrítico", como lo señala Alfonso de Alba en El alcalde de Lagos y otras consejas. Les son consustanciales la observación y el juicio de los acontecimientos externos y de la vida interior propia, de los que sacan conclusiones definitivas. Una vez convencidos de una idea, ponen todo a su servicio. Su lógica de lo justo y del deber tiene dimensión bíblica. Rehuyen la diplomacia zalamera y los caravaneos imperiales, olvidándose de prebendas y beneficios. Primo de Verdad estuvo consciente del riesgo en que quedaba al externar sus ideas sobre la soberanía, pues las redactó con angustia. Al poco tiempo murió envenenado en la cárcel episcopal de la Ciudad de México. Pedro Moreno decidió continuar con la empresa de Hidalgo, pese a saber que la situación le era totalmente desfavorable. Su destino final fue la decapitación. Se persiguió a José Rosas Moreno por sus ideas juaristas, sin lograr que claudicara. Con peligro de su vida, Ricardo Covarrubias se enfrentó a las pretensiones reeleccionistas de Álvaro Obregón. 

De las ciudades alteñas, Lagos ha sido tradicionalmente un sitio de inquietudes intelectuales, religiosas y artísticas. A mediados del siglo XVII hubo un convento mercedario, luego un beaterío de monjas capuchinas, y en la segunda parte del siglo xix se creó una importante institución educativa, el Liceo del padre Miguel Leandro Guerra, clausurado en 1935. La literatura, el periodismo y la edición de libros constituyen entre sus habitantes una preciada tradición, complementaria de otra, esencialmente alteña: la de encauzar a los hijos al sacerdocio. Clemente Sanromán, un tío de Agustín Rivera, fue presbítero, doctor en teología, catedrático de gramática latina y de filosofía en el Seminario de Guadalajara, que redactó y editó el periódico El Error. Otro pariente suyo, Urbano Sanromán, fue editor en Guadalajara a principios de siglo.

Agustín Rivera estuvo orgulloso de su origen laguense y de su carácter. La personalidad de este polígrafo tiene la dimensión de la de los grandes intelectuales mexicanos del siglo XIX, como Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano. Proclamó en 1902, en la Despedida que escribió a sus amigos de Guadalajara, que sus grandes intereses en la vida habían sido el estudio y la imprenta. En efecto: lo define su sacerdocio, su entrega al estudio y a la escritura, y su afán por publicar sus numerosos escritos, la mayoría editados a su costa.

En los libros de Agustín Rivera hay una erudición pasmosa y pesada, y en varias de sus páginas un estilo desparpajado, propio de quien deseaba ser leído por el pueblo, pero que en última instancia se hablaba a sí mismo. Suman sus libros, folletos y hojas sueltas ciento ochenta títulos, desde luego de muy variada naturaleza, correspondiendo los más conocidos a los rubros de historia y literatura. Su obra tiene grandes virtudes y grandes defectos. De difícil catalogación, es producto de una inteligencia en celo, de un editor compulsivo de sus propios escritos, de una energía conducida por muy variados caminos del pensamiento, adocenada con la retórica de púlpito, la preocupación moral, el espíritu republicano y el humor andaluz. En ella encontramos tanto la exposición académica precisa y útil, como la redacción de corte enciclopédico y acumulativo, de datos y citas cuya cantidad no siempre parece importante, y con frecuencia una redacción de estilo provinciano y ocioso. No buscó la economía lingüística, y aun las conclusiones de sus textos llegan a ser amplias disquisiciones, como sucede en Anales de la vida del Padre de la Patria Miguel Hidalgo y Costilla. Más que la síntesis, se aprecian desperdigadas en su obra joyas literarias o históricas, lo que pronto alejó al público de su lectura, si bien hizo interesantes para el erudito algunos de sus textos, como Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio, en el que cuenta detalles que no se hallan en ningún otro volumen. Por otra parte, es éste un libro que, al presentar cronológicamente lo más significativo, constituye un manual –más bien una enciclopedia– de los acontecimientos históricos de esos periodos, formado a partir de información proveniente de libros, periódicos, cartas y recuerdos personales del autor.

No fue Agustín Rivera un historiador imparcial. Su simpatía estuvo del lado de los independentistas de principios de siglo, de la Reforma –¡un sacerdote partidario de las ideas juaristas!– y de la República. 

Rivera se supo sobre todo un escritor. En 1897 festejó –con un libro– sus Bodas de Oro como escritor público. Fue sobre todo un ilustrado, un heredero del pensamiento de Feijoo. Alcanzó una preparación nada común, con título de abogado y grado de doctor en derecho. Ejerció la administración eclesiástica en la sede episcopal de Guadalajara como fiscal de la curia, pero a las tertulias palaciegas y los pleitos por capellanías, prefirió la lectura y la redacción de sus libros, y esto, lejos de la casa mitral. Repetidas veces le ofrecieron puestos importantes en diversos obispados, pero él los rechazó siempre. Tampoco quiso ser un cura de campesinos, y luego de su estancia en Guadalajara, tras haber estado en los parajes bucólicos de Toluquilla y del Salto de Zurita, atendió la invitación del alcalde de Lagos, Camilo Anaya, para dedicarse a la enseñanza en el Liceo Miguel Leandro Guerra. En su tierra se hizo amigo de los hombres cotidianos: el carnicero, el vendedor de tunas. Él mismo cuenta en 1905:

He pasado la mayor parte de mi vida muy contento en Lagos de Moreno. Tengo aquí multitud de amigos, y de éstos, ciento treinta y cuatro han sido mis compadres. Tengo compadres herreros y carniceros, y todos los días platico con mis amigos laguenses.
Lagos de MorenoRivera zahería a las beatas devotas de los toques de San Pascual y al populacho que festejaba con cohetes, pulque y chirimía la fiesta del Señor Santiago, pero gustaba de asistir a los toros. Su principal dedicación fue la lucha, en el campo de la escritura, contra la ignorancia y el fanatismo. Propuso la educación de la mujer y la enseñanza de las lenguas indígenas. Se batió en compendiosos escritos contra los partidarios del pasado, sobre todo contra los admiradores de la colonia, a los que no dudó en atacar con el arma del ridículo, y a los gaumistas o seguidores de las ideas contra el liberalismo. Exaltó la memoria de Bartolomé de las Casas y de Hidalgo, a quien vio como líder de un pueblo nuevo, formado principalmente por los indios, los peones y los miserables. Para referirse a los indios escribía "nuestros padres", "nuestros ancestros". Detractor de Alamán con referencia a Hidalgo, dio a su patria chica la biografía de un héroe olvidado, Pedro Moreno, y él mismo se compenetró de esa figura insurgente. Polemizó sobre la enseñanza de los clásicos paganos y acerca del estado de la filosofía en la Nueva España. Se resistió a hacer el juramento de fidelidad a la Iglesia que le pedía el arzobispo Orozco y Jiménez porque sabía que él jamás había escrito nada contra ella. 

Rivera fue uno de los creadores del concepto de la mexicanidad; un entusiasta cofrade de la idea de la patria, que no podía ser sino la de Juárez, a la que llegó a través de Virgilio, Horacio y Cicerón, de la lectura de Clavijero y Alegre, y sobre todo de su arraigo a los páramos de Jalisco. Esa idea exigía de él una labor apostólica, que cumplió con su escritura. Para Rivera, el patriotismo consistía en educar al pueblo, y el cristianismo debía reflejarse en la construcción de hospitales y escuelas. Los liberales vieron en el sacerdote laguense su bandera intelectual, pero él declaró que la única forma en que entendía el liberalismo era como el amor al progreso. 

En su larga vida conoció a Juárez, a Miramón, a Porfirio Díaz. Guillermo Prieto lo llamaba su hermano. Fue amigo de obispos y de generales. Lo admiraron Justo Sierra, que propició un gran reconocimiento al doctor laguense en 1910, con motivo de la fundación de la universidad; José C. Valadés y Álvaro Obregón, que le ordenó a Vasconcelos incluir en la colección Clásicos Universales sus Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España. "Y escriba usted que este libro se publica por acuerdo expreso del C. Presidente de la República", le dijo a un Vasconcelos renuente y ajeno. 

Agustín Rivera fue un polígrafo, pero sobre todo un sabio en más de un sentido. Se mantuvo republicano aun cuando en su territorio la República había sido vencida. A diferencia de muchos miembros del clero, no sirvió a Maximiliano, al que el ayuntamiento laguense acudió a visitar en León. "Yo no fui en el Imperio ni mono ni carta blanca", dice en los Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio. No temía a la muerte. Vivió esperándola hasta los noventa y dos años. Cuando un pariente político suyo que había nacido para ser novelista, pero que se entusiasmaba con el sufragio político, pasó a visitarlo en los días aciagos de la Revolución, el anciano laguense se despidió de él con la frase: "Hasta la eternidad, sobrino." Éste era Mariano Azuela. Todavía vivió el sacerdote de Lagos un año y cuatro meses. 

En Lagos pasó Rivera sus primeros años, y aún niño fue enviado por su familia al Seminario de Morelia, donde estuvo al cuidado de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, quien más tarde, en su carácter de arzobispo de México, jugaría un gran papel entre los conservadores. En Morelia recibió también la educación de manos del célebre Clemente de Jesús Munguía, más tarde arzobispo de Michoacán.

Por problemas económicos, no pudo el interno de Lagos continuar en el Seminario de Morelia y regresó a la casa paterna apenas antes de que muriera su padre. En Lagos asistió a las clases de latín que se impartían en el convento de la Merced, y luego, gracias a la ayuda de su abuela materna, pudo ingresar al Seminario de Guadalajara. Más tarde estudió derecho canónico y derecho civil, inclinándose por la abogacía, no obstante que su abuela y benefactora le recomendaba el sacerdocio. 

Alrededor de tres años dedicó el joven Rivera al estudio del derecho en la cátedra que se impartía en la Universidad de Guadalajara. Fruto de esos estudios fue su Disertación sobre la posesión, leída en el Aula Mayor de la Universidad el 11 de mayo de 1847. Rivera dividió su disertación en seis secciones, y expuso el tema no sólo analizando los conceptos de los juristas, sino presentando opiniones propias, si bien siguió en no pocos casos el pensamiento de Antonio Gómez. Este trabajo, con opiniones jurídicas originales que no resultan despreciables a mitad del siglo XIX, centuria de los grandes despojos nacionales, muestra ya al Agustín Rivera de palestra intelectual. En él afirma que "no hay en el Estado social otro poder legítimo que la ley", y que debe acudirse a la autoridad para la defensa de lo que es propio.

Con la Disertación sobre la posesión, publicada inicialmente en 1847 y con tres ediciones más, inició Rivera el largo camino de la escritura y la edición de sus libros, labor que sólo interrumpiría la muerte. Cincuenta años después, recordó así aquellos primeros tiempos:

Era yo entonces un joven sencillo que no pensaba más que en la posesión pignoraticia y en el usufructo, y que no había entrado todavía ni conocía el gran mundo, y todos los hombres me parecían usuarios o usufructuarios. Muy lejos estaba yo ese día de pensar que aquel escrito sería el eslabón de una cadena de libros y folletos durante cincuenta años, y el primogénito de una generación: hijos raquíticos, feos e inútiles, pero que me son muy queridos, porque son la generación de mi pensamiento. Ni por la imaginación me pasó que ese día emprendía un largo viaje.
Lagos de Moreno, atrio del Templo del Calvario, ca. 1920Rivera recibió en 1848 el título de abogado, pero pronto consideró que su medio no era el de los tribunales civiles, o quizás cedió ante las palabras de la abuela. Lo cierto es que apenas tres meses después de recibir su título fue ordenado sacerdote. Por ese tiempo inició en el Seminario de Guadalajara su actividad docente, a la que dedicó casi diez años como catedrático de derecho civil, de gramática castellana y de latín. No concebía la enseñanza como la mera repetición de manuales, sino como una transmisión viva y original, con la aportación de textos escritos por él mismo. Para sus alumnos del seminario escribió su segundo libro, Elementos de gramática castellana, impreso en Guadalajara en 1850 y reeditado en San Juan de los Lagos (1873) y en Lagos de Moreno (1881). 

En Elementos de gramática castellana Rivera define ésta como "la ciencia de hablar y escribir bien" el idioma castellano, con lo que se separa de una tradición de gramáticos que la veía como un arte. En Mi estilo (1905), recordó:

Desde mi juventud he estado oyendo decir a los hombres de letras que la gramática es arte, y que la retórica, elocuencia o bella literatura es arte, y lo mismo he visto estampado en los libros: El Arte de Nebrija, "Gramática es el arte de hablar y escribir correctamente" (la Academia Española), el Arte de hablar, de Hermosilla, etcétera. [...] Por esto, desde mi juventud he opinado que la gramática y la retórica, elocuencia o bella literatura no son artes, sino ciencias, y en mis Elementos de gramática castellana, que escribí e imprimí en mi juventud (1850), dije: "Gramática castellana es la ciencia..." etcétera.
Rivera ilustra su estudio con citas de las autoridades y calza sus páginas con un amplio aparato de notas, en el que hay otras observaciones de gran interés, como esta sobre el uso lingüístico:
En la ciencia del lenguaje, el criterio y la regla del bien hablar (jus est norma loquendi) es la autoridad del uso común de los clásicos, aunque a algunos pareciere que la razón filosófica está contra dicho uso, y aunque realmente lo esté.
Con respecto al tema gramatical de gran polémica en el siglo XIX, la ortografía, Rivera agregó en la segunda edición un apéndice, en el que propuso "un progreso lento de reformas parciales".

Rivera afirmó que su texto respondía a requerimientos meramente escolares y que no pretendía ser más que un registro de los elementos de la gramática castellana, pero el libro tuvo fortuna. Cuenta Rivera:

Parece que mis Elementos no estaban tan mal escritos, porque el Sr. Obispo Aranda mandó que sirvieran de texto para la enseñanza de la gramática castellana en el Seminario, y los enseñaron el Dr. José Ma. del Refugio Guerra, el Dr. D. Manuel Escobedo y otros catedráticos.
Al mismo tiempo que daba clases en el Seminario de Guadalajara, Rivera continuó con su formación intelectual, obteniendo en 1852 el doctorado en derecho civil en la universidad tapatía. Al año siguiente viajó a la capital del país, satisfaciendo uno de sus más caros anhelos, y luego retornó a la capital de Jalisco, de la que se alejó definitivamente a fines de la década.

Deseoso de conocer Europa, Rivera llegó en 1860 a Veracruz para embarcarse, pero no pudo cumplir su propósito por las circunstancias de guerra que se vivían en la zona. Regresó a la capital del país y permaneció allí un año. En 1861 intentó nuevamente embarcarse, pero sólo hasta 1867 logró cumplir su propósito. Abordó el célebre vapor La Emperatriz Eugenia –en él regresaban a Europa setecientos soldados franceses–, con ansias de estar en los museos europeos, pero también con sentimientos de nostalgia. Escribió al respecto: 

El 13 de enero del presente año a la una y media de la tarde, me embarqué en La Emperatriz Eugenia, y mientras el buque comenzaba a deslizarse en el ancho mar y nos separaba de la costa de Veracruz, dominada por el Pico de Orizaba, coronado de eternas nieves, yo recordaba el dolor con que decía el poeta de Mantua: Nosotros dejamos los confines y los dulces campos de la patria: Nos patriae et dulcia linquimus arva. ¡México! ¡Tierra de las palmas y de los lagos, de las montañas de oro y plata, de las imaginaciones ardientes y de los talentos bellos, como tu claro cielo! ¡Tierra en que las miradas son dulces, las almas sensibles, los corazones generosos, las amistades sinceras, las esposas fieles, los matrimonios desinteresados, la hospitalidad franca, y en la que los sentimientos del corazón, todavía vírgenes, se expresan con un pronombre cuya dulzura no conocen los demás idiomas. ¡Oh amada patria mía, en la que he dejado madre, hermanos, parientes, amigos, discípulos, recuerdos, altares, campos y todo lo que compone el dulce nombre de patria
Rivera visitó Roma, París, Londres y Bruselas. En París editó un libro con la descripción de su viaje a Londres. Visita a Londres se llamó este pequeño volumen, que deseó traer de regalo a sus amigos mexicanos.

Al regresar a su patria se quedó a vivir en Lagos, donde escribió la mayor parte de su obra, dedicando muchos de sus libros y folletos a los alumnos del Liceo del padre Miguel Leandro Guerra. Dedicar, refiriéndonos a la obra de Rivera, tiene sus dos sentidos, no sólo el de ofrecimiento, sino también el de elaboración expresa de un texto pensando en aquellos a quienes va dedicado. Rivera escribió para sus alumnos del Liceo varios libros, como Compendio de la historia antigua de Grecia, Compendio de la historia romana, Analogía latina, Pensamientos de Horacio sobre moral, literatura y urbanidad, Compendio de la historia antigua de México

En Lagos sus impresores fueron Antonio Torres Escoto, Francisco Rodríguez, Vicente Veloz, Ausencio López Arce y Bernardo Reina. En San Juan de los Lagos dieron a conocer su obra los impresores Ruperto Martín y José Martín Hermosillo, su hijo. A Lagos y San Juan hay que añadir otras ciudades en que se imprimieron las obras de Rivera: Guadalajara, León, México, Maravatío y Mazatlán. 

Fue tal el prestigio intelectual alcanzado por Rivera que en la lejana Comitán, Chiapas, se formó una asociación cultural que llevó su nombre. Queda de ese episodio un folleto interesante, Despedida del siglo XIX, en el que Rivera habla del pensamiento de Bartolomé de las Casas como la herencia evangélica para los chiapanecos. Dice en él:

El evangelio de Las Casas abrirá en cada población un hospital, y en la cumbre de cada monte y a las orillas de cada río una escuela de primeras letras, y redimirá y civilizará a vuestros chamulas.
En Lagos, Rivera se convirtió en el orador oficial en festivales de fin de cursos y en ceremonias conmemorativas de la muerte de Pedro Moreno. En una de esas celebraciones, el 6 de abril de 1895, pronunció en el Aula Magna del Liceo del padre Miguel Leandro Guerra una extensa y desusada pieza en latín, su Oratio de viris illustribus laguensibus, que es la flor más perfecta de su amor a la lengua de Virgilio y de su pasión por el terruño laguense (el Liceo de Lagos consiguió con Rivera que varias generaciones de lugareños entendieran bien a bien el latín. A fines del siglo XIX, en esa población algunos leían además francés; uno de ellos era Francisco González León).

Tanto en Lagos como en San Juan se buscaba a Rivera para la predicación en las grandes celebraciones eclesiásticas. Un sermón suyo, el de la Virgen de Guadalupe, pronunciado en San Juan de los Lagos el 12 de diciembre de 1876 –que desde luego editó– es ciertamente interesante como trabajo intelectual e ideológico. Para Rivera, los indios son el núcleo de la nación mexicana, y la vinculación a la raza indígena da sentido patrio a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, su defensa frente a los españoles. Dijo en su sermón:

He aquí a la Madre de los mexicanos presentando su imagen en actitud suplicante a Hernán Cortés, a Nuño de Guzmán y demás furiosos conquistadores para que no mataran a los hijos de ella; porque, según el juicio de graves historiadores, el culto de Nuestra Señora de Guadalupe fue lo que más contribuyó a detener la cuchilla del vencedor.
De manera inteligente, no quiso Rivera participar en el debate sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe promovido en la segunda mitad del siglo xix entre los historiadores mexicanos, pero en sus escritos se declara creyente del milagro. Así se asume en sus sermones de 1859 y de 1876, y en los Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio, al distinguir entre los conservadores y los fanáticos, dice que los primeros no creen en las vulgaridades de las profecías de la madre Mariana y en otras papas por el estilo, "muy diversas de los milagros verdaderos y de las verdaderas creencias piadosas, como la de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe". En su sermón de 1876 asegura que la Virgen le habló a Juan Diego en náhuatl, diciéndole Xocoyotl, que "quiere decir jocoyote, el hijo más pequeño, el más mimado por sus padres, el benjamín, como se decía entre los hebreos".

Mucho tiempo vivió Rivera en una casa de la rinconada de Capuchinas, al lado de la iglesia de este nombre, de la que fue capellán, y en sus últimos años ocupó una casa de la Callejuela República, antiguamente llamada Callejón del Indio Triste.

Lagos de MorenoEntre los puntos oscuros de la vida de Rivera está su postura ante Porfirio Díaz, de quien escribió un esbozo biográfico, seguramente convencido de que el gobernante oaxaqueño era digno del mayor reconocimiento. A Rivera, a quien el Congreso había concedido en 1901 una pensión de ciento cincuenta pesos mensuales para que siguiera publicando sus escritos, se le invitó como orador principal en los festejos del Centenario. Dice Azuela que desde la asignación de la pensión el historiador laguense se sintió profundamente obligado con el gobierno de Porfirio Díaz. 

Dedicado a leer e interpretar los documentos sobre la historia patria de las primeras décadas del siglo XIX, a pedir para los insurgentes de Lagos los laureles del reconocimiento, a editar sus Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio, no se pronunció sobre el carácter eminentemente injusto y represivo del régimen de Porfirio Díaz, ni percibió que el descontento social se acumulaba y que terminaría haciendo crisis.

Desatada la contienda revolucionaria, pasó momentos difíciles. Eclesiásticamente lo amparó en León un obispo ilustrado, Emeterio Valverde y Téllez, y vivió en casa de Rafael Muñoz Moreno, su amanuense. Hasta León llegó el requerimiento de testimonio de fidelidad que le envío el arzobispo Orozco y Jiménez, cuya respuesta negativa de Rivera consta en el folleto Postmortem, impreso en 1913 con la intención de que fuese conocido después de su muerte. Escribe Emeterio Valverde y Téllez que Rafael Muñoz Moreno le contó cómo Rivera finalmente accedió a firmar el requerimiento del arzobispo tapatío.

En León, el 6 de julio de 1916, Rivera fue encontrado por la muerte, dice Iguíniz, "con la pluma y el libro en las manos". Murió "pobre, como generalmente mueren los Quijotes del libro y de la pluma", agrega Valverde y Téllez.

Una de las facetas de Agustín Rivera, su humanismo, entendiendo por éste la traducción de la literatura latina, fue estudiada y valorada muy positivamente por Gabriel Méndez Plancarte, no sin advertir sobre la necesidad de separar en la obra del prolífico escritor laguense lo que constituye una aportación y lo que queda como hojarasca. Méndez Plancarte escribió en Horacio en México (1937):

Apagado ya el hervor polémico que suscitó en torno suyo, menester es, sin pasión y sin apresuramiento, analizar su vastísima producción y aquilatarla con espíritu justiciero y comprensivo. Dispersa en muchedumbre de libros, folletos y hasta hojas sueltas –salidos casi todos de míseras imprentas pueblerinas y ya de muy difícil adquisición–, la multiforme labor del "Feijoo mexicano" espera –y merece– estudio y justipreciación, que discrimine lo puramente local y polémico, lo inconsistente y redundante, de lo que tiene perdurable valor en el campo de la historia, de la crítica o de la filosofía.
Entre quienes se acercaron con admiración a la vida y a la obra de Rivera en la primera mitad del siglo XX se cuentan Rafael Muñoz Moreno, Toribio Esquivel Obregón, Alfonso Toro, Juan B. Iguíniz, Emeterio Valverde y Téllez, y Mariano Azuela. En la segunda mitad de ese siglo hubo trabajos de interés sobre este autor. La Comisión Nacional para las Conmemoraciones Cívicas de 1963 reeditó Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España y sobre la Revolución de Independencia, antecedido de la biografía que en 1916 había escrito Alfonso Toro, y Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio.Martín Quirarte escribió un brillante prólogo a Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio, publicado en el marco de la celebración del centenario de la muerte de Benito Juárez. Un estudio reciente es el de Áurea Zafra sobre La filosofía en la Nueva España. La Universidad de Guadalajara editó en 1954 Anales de la vida del Padre de la Patria Miguel Hidalgo y Costilla con el título Hidalgo, y la Universidad Nacional reeditó en 1994 Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio. En 1998, el Instituto para la Democracia y el Desarrollo, de Jalisco, reimprimió su Discurso sobre los hombres ilustres de Lagos

De este polígrafo jalisciense se transcribe un pasaje tomado de su libro Cartas sobre Roma, formado con las misivas enviadas por él a su amigo Hilarión Romero Gil, bajo el título Cartas sobre Roma, visitada en la primavera de 1867 por el Dr. D. Agustín Rivera, dirigidas por él mismo de Lagos a Guadalajara en 1870 y 1871 a su condiscípulo y amigo el Sr. Lic. D. Hilarión Romero Gil, publicadas por el autor para servir de ilustración a su Compendio de la historia romana (Lagos, Imprenta de Francisco Rodríguez, 1876).

Rivera, que viajó a Europa fundamentalmente para conocer las obras de arte que guardaban sus museos, se muestra como un observador minucioso y como un hombre de conocimientos y de buen gusto artístico. Es notable su capacidad descriptiva. 

En Londres le impresionaron las muestras de adelanto de la civilización que vio en el Palacio de Sydenham, pero acabó escribiendo un enjuiciamiento de Europa, que pese a la civilización alcanzada no conseguía dar al mundo un individuo y una sociedad moralmente mejores. Las palabras de Rivera alcanzan a toda la sociedad, que en el siglo xix no había dado los frutos esperados por el cristianismo, aunque en todo el mundo se conociera y admirara a quien lo había fundado. El viaje a Europa llevó a Rivera a concluir que la sociedad del siglo xix no buscaba el reino de Dios.

De su reflexión ante El juicio de París, de Rubens, y de sus pensamientos ante los calabozos de Roma y de Londres, se puede decir que no envejecen como expresión del intelectual crítico de la vida y de la historia social. De su visita al Papa, queda claro que ya Pío IX sabía de la importancia de Estados Unidos en el manejo de los medios informativos. 


VISITA AL PAPA

Agustín Rivera y Sanromán

Agustìn RiveraMarzo 13. Luego que llegué a Roma procuré satisfacer uno de los ardientes deseos de mi corazón, que me habían sacado de un rincón de América y me habían llevado a la capital del catolicismo: conocer y hablar al hombre más grande sobre la tierra, al personaje más interesante de la historia moderna, al vicario de Jesucristo. Costaba mucho trabajo hablar a Gregorio XVI, y se dice que pasaron algunos meses sin que lo pudiera conseguir nuestro conocido compatriota Fr. José María Guzmán, a pesar de que llevaba el negocio de agitar la beatificación del V. Margil, hasta que le envió a decir con un cardenal, con su acostumbrado buen humor, que deseaba hablarle "un hombre del otro mundo", que esta expresión cayó en gracia al Papa y le dio audiencia. Pero Pío IX se presta fácilmente a todos, y de los muchos mexicanos, señores y señoras, que estuvieron ese año en Roma, sólo uno no le habló, porque no quiso.

El 12 de marzo recibí en mi hotel de Minerva un billete en el que se me decía que otro día a las 11 de la mañana me daría audiencia el Santo Padre, por el cual billete di al dragón (enviado del Vaticano) los acostumbrados 30 bayocos (centavos). A las 10 y media llegué al Vaticano, subí sus diversas escaleras (todas las que [sic] son de mármol y las paredes de la última están revestidas de escayola amarilla, resplandecientes como un espejo) y llegué a la puerta del salón de los suizos, semejante a un templo en sus dimensiones y bóveda. Allí estaban los suizos de guardia y un paje vestido a la española antigua, de terciopelo negro y paño de seda del mismo color, quien me recibió, me pidió el billete y me introdujo. En el salón había varias mesas, y sobre una de ellas me hizo dejar mi paragua [sic] y sombrero, porque no se puede entrar a la habitación del Papa llevando algo en las manos, y a un anciano que iba a entrar con guantes, se los quitó prontamente uno de los familiares. Pasamos cinco o seis antesalas, de las que no observé sino que sus paredes estaban vestidas de damasco encarnado, su bóveda adornada de mosaicos, y en algunas puertas había guardias nobles con la espada desenvainada. Como todas las puertas están en una misma dirección, este departamento tiene desde la primera una perspectiva muy hermosa. Llegamos a un salón en el que estaban cuatro familiares, algunos otros empleados y monseñor Pacca, sotana, roquete y mantelete morado, como los canónigos de Guadalajara. Las paredes de la sala de audiencia están todas vestidas de damasco encarnado, a excepción como de la cuarta parte hacia arriba y la bóveda, que estaban adornadas de paisajes en mosaico. La alfombra era verde, en la cabecera estaba un dosel, sitial y sillón sobre una tarima de dos gradas, todo cubierto de terciopelo encarnado y delante dos chimeneas chinas. En los laterales estaban dos mesas de mármol y oro, sobre una de las que estaba un crucifijo, dos jarrones de mármol y dos candelabros, y sobre la otra en lugar de crucifijo estaba un gran reloj. Las sillas eran de madera y sin cojín en el asiento ni en el respaldar. Las ventanas tenían cortinas dobles de tafetán: la exterior blanca y la interior verde. Ni en el Vaticano, ni en los templos, ni en los establecimientos de Roma, a excepción del teatro, recuerdo haber visto candiles. En los tres cuartos de hora que estuve en el salón salieron sucesivamente del estudio del Papa un obispo, un personaje de muchos bordados y medallas, un oficial de guardias nobles y el viejito de los guantes. En fin, el Papa tocó la campanilla, salió el dicho viejito y entré. El Santo Padre estaba solo en un pequeño gabinete, sentado en un sillón junto a una mesa, y me dijeron que siempre que se le habla nadie está presente. Luego que hice la primera genuflexión, según me habían indicado, me dijo:

–Ya, ya.

Y me alargaba la mano para que se la besara. A pesar de esto, yo hice pronto las otras dos genuflexiones, y como todavía me presentase la mano, yo le dije: 

–Santísimo Padre, el pie.

Sacó el pie y besé la cruz que tiene en el calzado. Todos los papas anteriores eran muy rígidos en la etiqueta pontifical, y daban la mano únicamente a los cardenales, la rodilla a los arzobispos y obispos, y el pie a los demás; pero Pío IX a todos da la mano. Me dijo: 

–Colóquese V. aquí (frente a la mesa). ¿Es usted canónigo?

–No, Santísimo Padre, ahora no tengo destino alguno y vivo en mi casa manteniéndome con mis propios bienes; antes fui 9 años catedrático de Derecho Civil en el Seminario de Guadalajara y 9 promotor fiscal de la Curia eclesiástica.

–Muy bien, muy bien. ¿Ha traído V. a Roma algún negocio de su Iglesia?

–No, Santísimo Padre, he venido únicamente para visitar esta ciudad y para tener la dicha de conocer a V. B.

–Muy bien, muy bien. ¿Qué hace Juárez?

–Santísimo Padre, corren diversas noticias.

–¡Eh! De México no se pueden tener noticias exactas. ¡Como vienen por conducto de Norte América!

Le pedí una indulgencia para mí, mi señora madre, hermanos y parientes y me dijo que sí, que la pidiera por escrito. En el billete de cita se prohibe presentar al Papa rosarios, cruces, estampas y cualquiera otro objeto, para no molestarlo, pero todos llevan algo oculto. Yo saqué un retrato de S. S. de media vara que llevaba bajo mi manteo y le dije:

–Suplico a V. V. que se digne escribir aquí algunas palabras para conservar un recuerdo de este día tan memorable para mí.

Lo tomó con su acostumbrada amabilidad y escribió:

–Dominus vos benedicat et regat (El Señor os bendiga y gobierne), y su firma. Luego me dio su bendición, diciendo:

–Hijo, Dios bendiga a V.

Y tiró del cordel de la campanilla. Yo le volví a besar el pie y me salí. Cierta turbación causada por la presencia de una persona tan respetable y por los grandes pensamientos que me ocupaban hizo que no despegara mi vista de S. S., así es que no vi cosa alguna del gabinete, ni aun las que estaban sobre la mesa. El Papa no usaba antiparras, tenía los labios y las mejillas rosadas, a pesar de sus 76 años, sotana blanca de lana fina, banda blanca de seda, solideo lo mismo y zapatos bajos encarnados de lana. Su voz es delgada, como la de los italianos, y habla muy bien el español, no con el acento de los españoles, sino con el nuestro americano, pues es sabido que vivió en el Chile. De su bondad y dulzura en el trato nada tengo que decir a V., porque es bien notoria. La palabra hijo es muy dulce en los labios de Pío IX, y hace en los oídos un eco perpetuo. Salí del Vaticano lleno de gozo, y dando gracias a Dios por el grande beneficio que me acababa de conceder, y me fui a casa a apuntar los pormenores de esta visita. El día 13 de marzo ha sido uno de los más bellos de mi vida. Al día siguiente pedí por escrito la indulgencia plenaria para la hora de la muerte para mí, mi señora madre, hermanos y parientes hasta el tercer grado, y se me concedió gratis.