jueves Ť 22 Ť noviembre Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Candados, caciques y reformas

Durante muchos años se dijo que la reforma al sistema de partidos abierta en 1977 estaría incompleta sin una transformación del PRI. Y así fue. Mientras las demás fuerzas crecían en número y calidad en la vida nacional, la presencia del Revolucionario Institucional comenzó a degradarse, resultado indirecto de su misma razón de ser como aparato electoral del gobierno en turno.

Pieza fundamental del presidencialismo, el partido no era, por así decirlo, una variable independiente en la reproducción del sistema, de modo que su suerte dependía en general de lo que ocurriera con el régimen en su conjunto y con el poder presidencial en particular. Todos los intentos que se hicieron para transformarlo sin romper los vínculos de subordinación al Presidente se estrellaron: obviamente, el Gran Dedo fungía como factotum disciplinador de la heterogénea coalición priísta.

Realizar la reforma del PRI sin cancelar el monopolio político resultó ser una empresa imposible. La retórica renovadora que tuvo en don Jesús Reyes Heroles su mejor y más inteligente expositor no pudo cambiar los usos y costumbres del poder, de modo que el partido siguió siendo apéndice del Presidente, aun cuando éste, como ocurrió con Ernesto Zedillo, no supiera qué hacer con "su" propio partido.

Los intentos de crear una vida interior mínimamente democrática tropezaron una y otra vez con el obstáculo infranqueable de los "sectores", esas entelequias del corporativismo que aún se resisten a dejar que por ellas pase "el viento fresco de la democracia", como ya planteaban Rafael Galván y el sindicalismo de avanzada en los primeros años setenta. Una reforma verdadera no era posible, sin embargo, sin darle voz al militante-ciudadano, ajeno a los grupos de interés que acaparaban posiciones y prebendas y, desde luego, sin cortar las líneas de mando del caudillismo que nunca desapareció de las filas del tricolor.

En el plano ideológico, el mismo partido que decía defender el programa de la Revolución Mexicana, en los hechos concretos de la política cotidiana echaba por la borda sus principios y se avergonzaba de ellos, colapsado por la simulación. La crisis de la que hoy se quejan los renovadores priístas comenzó temprano, cuando el nacionalismo "hecho gobierno" devino fraseología sin contenido, mucho antes que la revolución conservadora tocara la puertas del Estado mexicano. Fueron gobiernos priístas en pleno uso de sus facultades y con el apoyo sin límite de su partido los que abrieron el curso de acción neoliberal que ahora les disgusta tanto. Y fueron gobiernos priístas los que anularon la disidencia interna, cuando ésta les pidió rectificar el rumbo para retomar las banderas originarias de la justicia social escritas en la Constitución.

Ahora, a la luz de la debacle que los arrojó de la Presidencia de la República, algunos priístas se explican la derrota del 2 de julio por la vía fácil: resultado del fracaso de las políticas liberales y tecnocráticas de gobiernos anteriores o, en la peor de las hipótesis, como una traición deliberada para entregar el poder al foxismo, sin intentar una revisión menos autocomplaciente de su propia historia.

Sin duda la asamblea reciente ha sido un paso en la dirección correcta para convertir al PRI en un partido moderno. Ojalá y los cambios anunciados no sean, otra vez, la cortina de humo para ocultar la aparición de un neocaudillismo, pues de la madurez de ese partido depende en cierta forma el futuro de la gobernabilidad democrática del país.

Por lo pronto, ha superado con éxito indiscutible el tema de su permanencia sin desmoronarse, como muchos llegamos a pensar. No se han producido divisiones de consideración y son visibles los cambios en la conducta de sus militantes que ahora rechazan, no sin estridencias de primerizos, la disciplina adocenada a la que estaban sometidos.

En la reciente asamblea hubo apasionamiento y hasta rispidez en algunas intervenciones, pero fuera de abucheos previsibles a los ogros del pasado y a los líderes actuales, los trabajos de la asamblea transcurrieron por cauces tranquilos. Con todo, no es suficiente con que los delegados a una reunión se expresen con libertad para hablar de democracia. Son necesarias, además, normas que regulen las relaciones internas, de modo que todos tengan las mismas oportunidades de participar, sin las ataduras organizativas -los sectores- y las prácticas negativas -el caudillismo- que le impiden crecer como un partido moderno y democrático.

En realidad, no hubo grandes sorpresas. Los famosos candados no sólo no desaparecieron sino que se reforzaron para impedir que por esa rendija volvieran políticos sin militancia comprobada. Un PRI ensimismado en sus problemas internos dedicó tiempo y energías a reforzar su propia identidad, exorcizando los demonios tecnócratas y vituperando al ex presidente Zedillo como causante de todos los males partidarios. En fin, esta primera parte de la asamblea ha sido como el prólogo para preparar el gran acto que tendrá verificativo en marzo: la elección de un nuevo equipo dirigente que a todas luces será encabezado por Roberto Madrazo.

Deja pendiente la asamblea una reflexión creíble sobre la historia reciente y el ajuste de cuentas del caudillismo que flotaba en el ambiente. Y, sin embargo, se mueve.