La Jornada Semanal, 25 de noviembre del 2001                             núm. 351
Enrique López Aguilar


Del temperamento 
en Adagio

En Tabula rasa (1977), una de las obras más interesantes de Arvo Pärt, compositor estoniano cuyo Cantus en memoria de Benjamin Britten acaba de interpretarse en México con la Orquesta Sinfónica de Berlín, ofrece los resultados de un experimento más que afortunado: construir un cuerpo musical mediante dos movimientos contrapuestos en temperamento pero semejantes en sus líneas temáticas básicas, de manera que lo escuchado en el primero (de ritmo nervioso y carácter muy vivaz y jovial) se vuelva a escuchar en el segundo, pero con otro desarrollo, con ritmos más pausados y un tono marcadamente introspectivo y melancólico: el primero tiene el justo título de Ludus (con moto), y el segundo, el de Silentium (senza moto). La obra fue concebida para orquesta de cuerdas, dos violines y un piano arreglado que da resonancias metálicas y percusivas a los dos momentos de Tabula rasa, ya acompañando el desarrollo temático, ya marcando acentos misteriosos que enfatizan la exposición de las cuerdas.

Indudablemente, Pärt consiguió una obra equilibrada y armoniosa en la que la diferencia de sus partes construye un discurso único y contrastante, profundo y lleno de belleza pero, además, lleva al auditor a reflexionar sobre dos caracteres distintos y complementarios: Ludus es una construcción llena de sonido, rica en volúmenes y juegos que van y vienen, repitiéndose y enlazándose continuamente, como si "el enjambre del ruido" y la boruca lúdica afirmaran la vida por un lado y, por otro, quisieran negar la ausencia del mundo sonoro; en cambio, Silentium pareciera querer confirmar la idea de que el arte es una glosa del silencio y de que, después del ruido, la expansión efusiva y el desbordamiento vitalista, sobreviniera la búsqueda del callado reposo, en lo cual Tabula rasa recuerda uno de los planteamientos esenciales de Muerte sin fin, de Gorostiza. Si la expresión latina tabula rasa (cuyo antónimo es tabula picta) sugiere la página blanca, borrar lo anterior o empezar desde el principio, por provenir de la tablilla de cera reencerada para volver a escribir sobre ella, o del pizarrón borrado, no es accidental que la obra de Pärt inicie con el juego y concluya con la parte dedicada a la búsqueda y encuentro del silencio.

Aparte del aprecio debido a la totalidad de Tabula rasa, ésta convoca, desde su estructura contrapuesta, a una suerte de elección personal del escucha (no es la intención del autor, sino el posible impulso del auditor): quienes, conociendo la obra, se inclinan por Ludus, y quienes optan por Silentium. Separar al mundo en pares mínimos puede convertirse en una aspiración maniquea, pero, sin afán de elevar esas distinciones a nivel de categorías filosóficas o antropológicas, también puede ayudar a entender algunas posiciones humanas frente al complejo magma de la realidad, un poco en la tesitura adoptada por Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, en quien la noción de "rapidez" se opone e incluye a la de "lentitud", por ejemplo; o en la postulada famosamente por Kundera (aunque no le sea original) alrededor de "levedad" y "pesadez". En Tabula rasa, de Pärt, me parece distinguir dos sensibilidades que se miran en el espejo a través de la música: la de aquellos que no sólo se identifican sino que prefieren los tiempos rápidos, vivaces y llenos, ruidosos o no, y, tal vez, encuentren un mayor gusto en la música sinfónica; y la de quienes les ocurre algo semejante con los tiempos lentos, introspectivos e intimistas y, tal vez, se inclinen por la música de cámara… para lo cual es indiferente que se hable de música vernácula o de música "culta" o "clásica" (horresco referens!).

Borges afirmó en su último prólogo a Fervor de Buenos Aires que, en la juventud, "buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha" y, en la vejez, "las mañanas, el centro y la serenidad". Algo de eso informa la preferencia por los adagios o los allegros: una aproximación instintiva hacia una forma en la que se traducen mejor ciertas emociones o percepciones personales. En tal sentido, resulta difícil ver en el adagio una estructura exclusivamente crepuscular, melancólica y atristada pues, a su manera, también conduce hacia serenos mediodías, tal vez impensables en las brillantes euforias del allegro: no se trata, entonces, de separar al mundo entre risas y llanto, como se creyó que era la sustancia de las diferencias entre Heráclito y Demócrito, sino en hallar dentro de estructuras de índole estética una distinta reverberación, una epifanía más reveladora para la sensibilidad de quien la percibe.

Es en los adagios donde la música alcanza muchas de sus mayores dimensiones poéticas y una amplia densidad expresiva, aunque es cierto que quienes buscan los allegros podrían considerar parcial e interesada esta declaración… Sin embargo, en los tiempos lentos parece tocarse con mayor certeza e intimidad la expresión personal del artista que la produjo y en donde el receptor puede viajar hacia nuevos universos entrevistos por la música. Ésta es, como ya lo dijo Borges insuperablemente, una misteriosa forma del tiempo, pero también es una forma que desemboca en el silencio. Para épocas tan llenas de ruido como la que vivimos, nunca está de más habitar esos momentos callados en los que, con los demás y uno mismo, puedan sostenerse diálogos más profundos y despojados; por tales razones es recomendable sumergirse en los adagios de la historia musical y medirse con la Tabula rasa, de Pärt, dejarse ir en el estado ludus con la certeza de que al término de esos juegos aguarda un íntimo, pleno y dilatado silentium, y no olvidar que sólo en compañía de los allegros tienen expresividad los adagios.



El poeta, el marqués y el asesino

En El poeta, el marqués y el asesino (Editorial Era, México 2001), el libro más reciente de la historiadora Claudia Canales, nos podemos asomar de una forma inusual al México en formación del siglo xix. Un México cuya capital aún no se convertía en la urbe monstruosa que padecemos los que vivimos aquí, que era, en cambio, una ciudad que todavía mantenía rasgos pueblerinos, que "se mantenía intacta no obstante la fascinación por las primeras luces del alumbrado eléctrico y las voces desvaídas que el teléfono ya lograba llevar y traer desde Tlalpan. Ciudad con cadencia provinciana cuya máxima gala era el Paseo de la Reforma bordeado de llanos y la estatua solitaria de Cristóbal Colón que se erguía sobre tierra apisonada". Esta descripción es sin duda una visión ajena y extraña para nosotros, los martirizados chilangos, sitiados por el tráfico y la sobrepoblación. Pero, en cambio, hay algo en este libro que nos parecerá profundamente familiar: los mecanismos del poder usados por el Estado mexicano, los intrincados laberintos de la corrupción y los turbulentos cambios de la opinión pública, pues los de hoy siguen siendo muy parecidos a aquellos que Claudia Canales muestra en su afortunada reconstrucción histórica. A Claudia le gusta mucho la frase con la que inicia la famosa novela de L.P. Hartley, El mensajero: "El pasado es un país extranjero, y las cosas se hacen allá de forma diferente." A pesar del conocimiento de Claudia de los usos y costumbres de ese país, a pesar de la naturalidad con la que puede reconstruir una escena o la época a partir de los datos que quedaron sobre el papel, ella, y lo dice explícitamente, citando a Robert Darnton, trata de no suponer, no asegurar y, menos aún, de señalar a un culpable. Dice Robert Darnton: " [el historiador] trata de desechar ese falso sentimiento de familiaridad con el pasado, que obstruye la indagación de los fenómenos más sutiles".

Esta es la historia de un asesinato. Dos hombres, un carretero y un zapatero, enemistados a causa de una deuda cuyo monto era de un peso, se encuentran en la calle. Uno de ellos, el carretero y el asesino del título, saca una pistola y dispara, pero la bala hiere de muerte a un abogado eminente que pasaba por allí. El asesinato parece accidental, pero los testimonios de los testigos son confusos y llevan a las autoridades a dudar de que la muerte de Bolado –el abogado– sea resultado del azar. El asesino puede haber querido vengarse del magistrado, quien años antes condenó al hermano del carretero a muerte. El asesinado parecía un puntal de la sociedad, pero la investigación revela que tenía una relación incondicional con su suegro, un hombre que, a su vez, debe una vida. El único beneficiario del crimen, un arribista cuya vida parece sacada de un libro de aventuras, parece que conocía al carretero, pero es difícil probarlo. El convicto es condenado a muerte. Guillermo Prieto, el poeta, lo defiende en el tribunal, convencido de que dicho castigo es bárbaro e inútil. El sospechoso, de apellido Carmona, rico y poderoso, puede haber envenenado a varias personas cercanas a él, conseguido por medios turbios un título nobiliario (marqués de San Basilio), forjado alianzas dignas de un emperador romano usando como peones de ajedrez a miembros de su familia, operado bajo las órdenes de Porfirio Díaz como espía, cambiado de bando durante la Guerra de Intervención, pero las acusaciones van y vienen, unas en México, otras en París, y nadie puede probarle nada. Ese marqués, como algunas figuras de la política y la banca mexicana contemporánea, es para muchos el culpable, pero su riqueza y sus influencias le sirven para llevar una vida de lujo en Europa, lejos de la ley mexicana. Hay una fuga extraordinaria por lo fácil –como otra, muy reciente, en la que un preso convicto en una cárcel de alta seguridad se escapó en el camión de la lavandería– y el fugitivo aparece años después en medio de una fiesta religiosa. Hasta en las páginas del El Foro, un periódico de la época especializado en cuestiones legales, una publicación de tono mesurado y crítico , se comentó: "¿Habrá en esto un tremendo misterio? ¡El tiempo lo descubrirá!"

La naturaleza extraordinaria de este caso ameritó decenas de comentarios periodísticos, un oleaje continuo de habladurías, rumores, hipótesis, acciones legales, comentarios de Manuel Gutiérrez Nájera (descubridor de una pieza clave del rompecabezas), de Ireneo Paz, el abuelo del poeta Octavio Paz, y ya lo dije antes, la intervención generosa y valiente de Guillermo Prieto. La historia está contada con una prosa tan brillante, tan precisa e irónica, que el libro se lee como un thriller, un thriller inteligente lleno de personajes interesantes, extraños golpes de fortuna y revelaciones inauditas. En este libro, como en la realidad, se entreteje lo histórico con lo trivial, lo deliberado con el azar y lo legal con lo social. Algunos misterios quedan sin solución. Cada lector sacará sus propias conclusiones y descubrirá a cada paso las semejanzas de aquel México en formación, con éste en el que vivimos, que algunos pensamos está hundido en el caos.

Luis Tovar
Entre alacranes 
y troncos

Con El gavilán de la sierra, película presente en la actual edición de la Muestra Internacional de Cine, el director mexicano Juan Antonio de la Riva vuelve a recrear uno de los lugares que mejor conoce: la boscosa sierra de Durango. Los antecedentes directos de esta nueva incursión por el terruño delarriveño son Vidas errantes y Pueblo de madera.

Estas dos cintas son un par de buenos motivos para recordar a De la Riva. Vidas errantes, su primer largometraje, cumplió en suficiente medida los buenos augurios que sobre la carrera del cineasta duranguense se hacían gracias al premio que su cortometraje Polvo vencedor del sol (1978) obtuvo en el Festival de Cine de Lille, en Francia. Con sólo veinticuatro años de edad, De la Riva demostraba dominio técnico y fuerza expresiva, cualidades también presentes en la referida cinta, filmada seis años después, en donde por primera vez llevó a la pantalla uno de sus deseos confesos: el de dar a conocer la forma de vivir, de sentir y de ver la realidad en aquella región de México. De perfil semiautobiográfico, Vidas errantes cuenta las andanzas de dos exhibidores ambulantes de cine por aquellos fríos rumbos.

Los protagonistas, José Carlos Ruiz e Ignacio Guadalupe, repitieron en el siguiente largometraje de De la Riva ambientado en la sierra duranguense; el primero como el esforzado y tristón propietario de un humilde cine, y el segundo como un mancornador mancornado. Sin embargo, en Pueblo de madera la historia principal consiste en la involuntaria ruptura de la amistad de dos niños.

Como en botica

Si en Pueblo de madera su director aludió al cine de los hermanos Almada, otrora tan popular por esos y otros rumbos, en El gavilán de la sierra la cercanía es total, no sólo ni principalmente por la inclusión del propio Mario Almada en el reparto de la cinta, sino por la concepción misma de la trama y por ciertos rasgos de su ejecución.

De la Riva recurrió a la fragmentación y la combinatoria de tiempos para contar una historia más bien sencilla: el viejo Nevares (Almada) y sus hijos Rosendo y Gabriel (Guillermo Larrea y Juan Ángel Esparza, respectivamente) lo han perdido todo y deben bajar de la sierra para buscar mejor suerte. Los jóvenes comienzan a trabajar en un aserradero, y el disparejo carácter de Gabriel lo conduce, luego de unas pocas escaramuzas, a convertirse en un asaltante de caminos. Como la anécdota es contada de adelante para atrás, desde el principio sabemos que Gabriel murió con el cuerpo lleno de plomo y que Rosendo, asaz cantante y acordeonista en cantinas y fondas del Distrito Federal, vuelve a Durango para saber cómo sucedió todo. Una vez de regreso, indaga con parientes y conocidos las distintas versiones que naturalmente se dan sobre un hecho de sangre.

Los flashbacks que narran la saga de Gabriel y el tiempo en que se nos cuenta la pesquisa de Rosendo se enlazan con un bien logrado juego de entradas y salidas de los personajes en los mismos escenarios, al tiempo que este último personaje va concibiendo la idea de componer un corrido que contenga la vera historia de su malogrado hermano. Por supuesto, hay de todo; desde la rosácea versión de una suerte de Robin Hood duranguense hasta la de un matarife sin asomo de piedad que no se frunce ni al ultimar por la espalda a sus víctimas. Hacia el crepúsculo de la cinta, cuando Rosendo se informa con el único sobreviviente de la extinta banda, alguien llega con una radio portátil y echa por tierra el musical proyecto: alguien más ya compuso el corrido de marras y apodó a Gabriel Nevares con el apelativo que da nombre a la película.

Quedan sueltos algunos hilos narrativos, sobre todo la innecesaria inclusión de un romance que no fue entre Rosendo y la viuda de su hermano, o la romántica pleitesía que, al inicio del filme, la empleada de una taquería chilanga le rinde al músico. A cambio, De la Riva confecciona varias escenas de acción –muchas balas, mucha sangre–, así como otras en las que un grupo norteño se da vuelo cante y cante.

El resultado es una especie de homenaje al cine músico-rural de los años cuarenta y cincuenta, con ribetes de cine de aventuras al estilo Almada y uno que otro desliz de innecesaria morosidad en la edición, que en cierta medida estropea un ritmo narrativo aceptable, y que por momentos hace dudar si a De la Riva no le hizo un daño irreparable haber dirigido ciertos infumables churros que realizó por encargo de Televisa, como ese cuarteto de ingentes desperdicios de celuloide en los que Yuri, Bibi Gaytán, Gabriela Rivero e incluso –lo crea usted o no– María Antonieta de las Nieves "la Chilindrina", respectivamente, se dieron el lujo de aparecer en la pantalla grande.

Con El gavilán de la sierra pareciera quedar satisfecho el ya referido propósito de su director por lo que hace a contar historias emanadas de su terruño; en otras palabras, una cuarta película ambientada en los aserraderos de Durango hablaría más bien de una peligrosa incidencia en lo ya probado. Otro aspecto loable es que en esta película los protagonistas no son niños, como sí ocurre en Pueblo de madera, Elisa antes del fin del mundo y El último profeta –estas dos últimas también dirigidas por De la Riva–, pues al verlas uno recuerda, por la vía negativa, qué difícil es obtener actuaciones meritorias o siquiera eficientes de infantes que no sean actores natos.
 



Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Eugenia León: la rebeldía me devolvió serenidad

"No me hallo" podría haber sido la canción idónea para delinear la existencia de Eugenia León varios años atrás. Mucho tiempo se sintió extraña, fuera de lugar, viendo las etapas de su vida privada y profesional apenas como proyectos. Hoy, eso concluyó. Se sabe ya una "cantante de verdad" que por fin halló su "médula interpretativa" para narrar el acontecer del mundo a través de la voz. Una voz múltiple, incluso temeraria, que transcurre entre el bolero y el tango, la música norteña y el danzón, así como las poéticas de Cri-Cri y de Ramón López Velarde.

En Tlalnepantla, donde vivió algo de encierro, tuvo los primeros contactos con la vida exterior gracias a la música. Emma, su hermana mayor, la dejaba escuchar los primeros discos de Mercedes Sosa, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Alfredo Zitarrosa. Se enteró de que existía algo llamado Universidad Nacional y luego serían los discos de los Beatles, Janis Joplin y hasta Andrés Huesca los medios para descubrir universos que no conocía pero al menos se imaginaba. Por eso, a los dieciocho años, cuando todavía era estudiante de preparatoria, no tuvo dudas al saber que cantaría el resto de su vida.

Junto a su otra hermana, Margarita, se le planteó una dupla que sería inseparable: empezar a cantar y salirse de la casa, aprender a cantar y conseguir trabajo, continuar cantando y tener una militancia.

Fuera del hogar, había que empezar de cero para mantenerse económicamente y afanarse en el aprendizaje a través de la Escuela Nacional de Música. Entonces, junto con su compañera de sangre y andanzas, Eugenia fue secretaria (oficio que le habían endilgado con antelación sus padres), vendedora de ropa y hasta bailarina en el Circo Atayde, como esas jovencitas que acompañan a los elefantes o les levantan la capa a los acróbatas antes del salto mortal.

En el plano que se hacía cada vez más profesional, vendría su paso por el grupo de Víctor Jara y más tarde su labor de vocalista en el grupo Sanampay, durante la década setentera inundada de peñas, música folclorista y reivindicaciones revolucionarias.

Tras la experiencia grupal, en 1982 empieza a construir su propio sendero. Saca su primer disco, Así te quiero (1983), prosigue Luz (1984) como un homenaje a Mario Ruiz Armengol y le llega el reconocimiento masivo con El fandango aquí, disco de 1985 que tomaría el nombre de la canción de Marcial Alejandro con la cual Eugenia ganó ese año el Festival oti, en Sevilla, España.

Una veintena de discos trasluce la permeabilidad de su voz, las cimas y los valles, sus intereses múltiples que la hacen tomar de la mano a José Alfredo Jiménez y Armando Manzanero, a María Grever y Agustín Lara, a Consuelo Velásquez y Álvaro Carrillo.

"Sé que no me voy a poner a hacer rap a estas alturas y sé también que no seré cantante de ópera –a pesar de lo mucho que me hubiera gustado. De todas mis búsquedas ahora ya sé en dónde está mi nervio interpretativo, ése que cultiva al cancionero mexicano, la idea de la trova que se liga con el filin o el bolero y que va a dar un brinco al tango. Ahora me doy cuenta de que, a fin de cuentas, mi rango no es tan amplio. Soy como el Marco Polo que regresa de sus viajes con hallazgos existenciales y poéticos."

Desde aquella incursión en la oti en 1985, Eugenia ha participado en múltiples festivales en Estados Unidos, Alemania, Cuba, Japón, China, Colombia, Brasil, Portugal y Francia. Sus espectáculos hermanan música y cierta carga de teatralidad, implementada a veces con la complicidad de la actriz Jesusa Rodríguez.

La difusión por el mundo no ha provocado sin embargo que se pegue la etiqueta de diva. "Son parámetros de la mercadotecnia que me dan güeva. Crear una actitud que públicamente convenga no va conmigo. Cuando gané la oti me sentía jaloneada por todos lados, no me acomodaba y la gente se incomodaba conmigo porque siempre he sido disfuncional frente a esas actitudes. No creo en las consignas."

En los noventa, algunas de las producciones de la cantante abarcan números infantiles, tangos, danzones, música norteña y poesía; allí están Eugenia León interpreta a Cri-Cri (1993), Que devuelvan, con la Danzonera Dimas (1996), Norteño, con el trío los Morales (1998), y La Suave Patria (1999). Entre todos los géneros, dice que le hace falta "una parte operística y quizás algo de jazz", pero asume con profunda convicción y gusto que "lo que me ha sostenido es la canción mexicana. Con ella nunca estás de moda y ayuda a mantenerte como un hueso duro de roer. Somos hueso, existimos y será difícil que nos boten a la basura porque sabemos nuestro oficio", admite quien prepara un disco con composiciones nuevas de Marcial Alejandro, David Haro y Pedro Guerra, entre otros; quien hará dueto con Pablo Milanés en varios espectáculos para diciembre y febrero, y además repetirá el espectáculo de Cri-Cri y su homenaje a Cuco Sánchez..

"Me siento viva más que nunca, en una edad con mucha esperanza. Si antes sentía una especie de orfandad, de siempre salir, irme de las relaciones amorosas, de las cosas y del trabajo, ahora ya no siento que tengo que huir. La rebeldía me ha dado dolor pero ahora me devolvió cierta serenidad, nunca completa, pero bastante chingona", dice ya casi en secreto porque toma en brazos a su hijo Eugenio, de cinco añotes y cara de puchero. Ese pequeño que le ayudó a volver a nombrarse.