La Jornada Semanal,  25 de noviembre del 2001                          núm. 351
Verónica Murguía

La espada y el cálamo 

 
Verónica Murguía nos habla de la poesía preislámica y de su choque y fusión con la cultura nacida del pensamiento coránico. En su ensayo aparecen las qasidas de los poetas del desierto, los zejeles y jarchas de Al-Andalus y las gacelas y rahiles de la nueva poesía. La maestra Murguía recuerda la frase de A.J. Arberry, el traductor de al-Mutanabbi y de otros poetas de su generación: “Es necesario avanzar en la comprensión del arte de la poesía tal como ha sido practicada por el pueblo más poético de la humanidad.” Partiendo de esta idea, nuestra colaboradora estudia la vida y la obra de Abul Tayyim Ahmad ibn al Hussein al-Mutanabbi (“el que se las da de profeta”), el poeta genial que tendió el puente entre las qasidas preislámicas y la poesía escrita bajo el Corán

Para Elsa Cross,
por el Diwán de Antar


Los árabes y bereberes que desde el año 718 levantaron una luminosa civilización sobre los restos del agonizante reino visigodo, llevaron a la península Ibérica una poesía caracterizada por una honda tensión espiritual y una perfección formal asombrosa. La palabra árabe que nombra a la poesía, s´ir, incluye elementos de orden emotivo y racional. En ella se unen los verbos sentir y conocer. En la tradición árabe, desde sus raíces preislámicas, ninguna forma de belleza es más apreciada que el poema. Para los beduinos el oído es el "padre de los sentidos"; ya desde los tiempos anteriores al Corán –los siglos de la chahiliyya o "tiempos de la ignorancia"–, su poesía contenía los valores espirituales y estéticos que conformarían la literatura árabe. En el prólogo a su antología de cuentos de hadas irlandeses, William Butler Yeats escribió: "Se dice que la gente más elocuente del mundo son los árabes, quienes tienen sólo la tierra yerma del desierto y un cielo al que la luz del sol ha dejado desnudo. Esta compleja riqueza cultural fue llevada por el ejército de Tarik a España; más tarde sería la herencia de los poetas arábigo-andaluces, y gracias a ellos, de gran parte de Europa."

La qasida, oda de casi cien versos transmitida de forma verbal por el poeta o el orador, es la expresión más pura de este arte poético. El metro más antiguo es el ragaz, en el que los hemistiquios de los versos riman entre sí, aunque los versos no rimen. Según la tradición, esta métrica en la que se combinan las sílabas largas y las cortas nació de la atención al ritmo del paso del camello.

En su paisaje de origen, la qasida fue arma política y civilizadora, expresión individual, y a través del fahr o elogio de la tribu –habitualmente la tercera parte del poema–, fue aceptada también como expresión colectiva. En ella se depositaba íntegro el feroz y puro ethos de los señores del desierto, la alta furusiyya, de donde se derivará más tarde el ideal caballeresco europeo, además de un dibujo preciso y audaz del extraordinario paisaje en el que se originaron. Dice el crítico contemporáneo Adonis en su Poesía y poética árabes, refiriéndose a la naturaleza individualista, intensamente vivencial de la literatura de esta época: "La poesía chahilí es una flecha que se lanza y que sólo mira hacia adelante, sin torcerse y sin mirar hacia atrás."

Las obras épicas de los grandes poetas preislámicos, por su carácter agnóstico, hedonista y profundamente personal, hubieron de chocar irremediablemente con el pensamiento coránico, pero era tal su prestigio poético que a pesar de que los valores en ellas expuestos eran considerados pecaminosos según algunas fuentes, las siete Mu´allaqat o "colgadas", las qasidas más famosas de los poetas preislámicos, fueron escritas con letras de oro sobre pendones de seda y colgadas de la misma Kaaba.

Con el advenimiento del Corán y la meteórica expansión de la civilización musulmana, la poesía del desierto tuvo que aclimatarse a geografías más amables. En España, por ejemplo, dio lugar al zéjel, que según el historiador Ben Jaldún es el "sustituto vulgar de la qasida árabe clásica" en la poesía hispano-románica primitiva. Algunos de los frutos de esta semilla poética se cosecharon en las altivas ciudades del imperio: Bagdad, Cairo, Damasco, expresión concreta de un refinamiento arquitectónico y agrícola desconocido hasta entonces. Fueron frutos más dulces y en su mayoría carentes de la sanguínea vitalidad de los poetas beduinos, aunque en apariencia se siguieran ciñendo a las estrictas convenciones de la tradición. El aliento espiritual que las animaba desapareció. Las metáforas audaces, la descripción atenta y detallada del paisaje, la desnuda expresión del desamparo humano y la voluntad rebelde del poeta, se suavizan hasta desaparecer en las lujosas cortes de las metrópolis. ¿Quién recordaba los ideales beduinos de la pobreza, el heroísmo y el valor?

Como afirma el esclarecido arabista Emilio García Gómez: "El triunfo de la revolución de Mahoma cierra este ciclo con llave definitiva y la poesía se detiene. El Islam no sabe crear una poesía musulmana, y la antigua del paganismo sigue viviendo por inercia." Este estéril ejercicio duraría siglos, y según Federico Corriente Córdoba era sólo "el juego de hacer encajar palabras de un dialecto ajeno de prestigio en el casillero de sílabas cortas y largas de los metros". Y eso era, hasta la aparición fulgurante del más grande poeta de los árabes: al-Mutanabbi.

Vida de Mutanabbi

A.J. Arberry, traductor de Mutanabbi, afirma en su edición del Diwan de este poeta, que el aprecio de esta obra es "avanzar un poco en la comprensión del arte de la poesía tal como ha sido practicado por el pueblo más poético de la humanidad". En efecto, el rescate de esta poética perfecta y sus ideales habría de ser la misión de Mutanabbi, quien supo dotar a la qasida de sangre nueva y ardiente. Su poesía es la expresión más acabada del neoclasicismo árabe, y en ella viven los antiguos temas: la batalla, el valor ante la muerte y las obligaciones del linaje. Su propia vida es digna de su creación poética, igualmente desgarrada y brillante, trágica y grandiosa.

Abul Tayyib Ahmad ibn al Hussein, al-Mutanabbi, nació en Cufa –ahora Irak, bombardeada "rutinariamente" por el ejército norteamericano– en el barrio de los Kindíes, en el año 915, es decir el 303 de la Hégira. Su padre era un humilde aguador, un beduino acorralado por la ciudad, pero descendiente de la orgullosa tribu de los Banu Ju‘fi. Desde niño Mutanabbi mostró un talento especial para componer versos y recibió la educación más esmerada que la pobreza de su familia permitió. En 927 pasó una larga temporada en el desierto de la Samawa, en donde además de aprender árabe clásico se "beduinizó" y participó en algunos hechos de armas. Fue un poco después que viviría la gran aventura que deja entrever la soberbia que lo empujaría a buscar en la poesía la expresión más rigurosa y atrevida, y que al final lo perdería. En 933 se interna de nuevo en el desierto y emprende una reescritura poética del Corán. Se finge milagroso y algunos clanes lo siguien. Abul Tayyib se autonombra profeta; de ahí el apodo "Mutanabbi", el que se las da de profeta. La aventura, por supuesto, terminó en la cárcel, y sólo la benevolencia de un emir que atribuyó a la juventud del acusado la descabellada empresa, impidió que Mutanabbi muriera. Al obtener su libertad comenzó un frustrante vagabundeo hasta que en 948 llega ante el temido Sayf al-Dawla de Alepo, "Espada del Estado". El valor, la cuna y la generosidad de al-Dawla encontraron su par en el orgullo y el talento de Mutanabbi. Se establece una relación que habría de durar nueve años. Nueve años de amistad, guerra, cacerías y luto. Sayf al-Dawla sería reconocido a lo ancho del Islam y a través de los siglos gracias a las odas –llamadas el Saffiyat– que el poeta compuso en su honor. Pero las intrigas de los envidiosos y la falta de astucia de Mutanabbi, cuyo feroz carácter le impedía defenderse de las intrigas, los separaron. Comenzó entonces un vagabundeo que, después de las glorias que conoció junto al príncipe de Alepo, hubo de ser muy amargo. Cuando en septiembre de 957 tuvo que componer un panegírico en honor del visir Kafur de Fostat, en el Cairo Viejo, la falta de sinceridad es evidente en el poema. Kafur era un esclavo etíope y eunuco, brillante estadista, pero muy distinto del temerario al-Dawla. Después de un agrio rompimiento, Mutanabbi se vio obligado a huir, dejando tras de sí los más ofensivos poemas burlescos, en los que quedan manifiestas la hiel y la rabia.

Hubo de buscar nuevos patronos, ninguno satisfactorio. El poeta ve, iracundo, cómo se repiten los días extenuantes de su juventud, en los que tanto se fatigó buscando un patrono digno de su pluma. En 965, cuando su caravana se acercaba a las puertas de Bagdad, fue sorprendido por los beduinos de la tribu Assad. Mutanabbi y su hijo son acuchillados –se cree que por órdenes de Kafur– y los manuscritos del poeta se pierden en las arenas del desierto.

Dejó tras de sí un gran número de fervientes seguidores y acérrimos detractores. Como sucedería con la obra de Luis de Góngora siglos después, aparecieron libros a favor y en contra, como la Demostración de los plagios de Mutanabbi de Ibn Ahmad al-Amidi,o Retirar el velo que cubre los defectos de Mutanabbi de Ibn Abbad, acusándolo de corromper el lenguaje, de ser "sentencioso e indigesto", de hiperbólico y extravagante, ridículo y absurdo. Pero el número de ilustres admiradores crecía con cada año que pasaba: al-Jurjani, autor de Mediación de Mutanabbi y sus adversarios, al-Juarizmi, al-Ma´arri de Siria, hasta Emilio García Gómez en nuestros días, que lo llama, sin dudarlo, "el más grande poeta de los árabes".


 

Qasidas de un beduino
(fragmento)

al-Mutanabbi

Somos hijos de los muertos. ¿Por qué entonces
rechazamos la copa en que hay que beber?
Muere el pastor en su ignorancia
lo mismo que Galeno con su medicina
y hasta quizá vivirá más que Galeno
y por caminos más seguros…
No alcanza la inmunidad de la muerte el que la espera
con el corazón trémulo de espanto.

[…]

Debes prescindir de toda voz que no sea la mía:
yo soy el pájaro que gorjea y los demás son el eco.

He venido derecho a ti, sin torcerme hacia ningún otro
arreando mis dos monturas: la Miseria y el Arte.

Me conocen los caballeros, la noche y el desierto,
lo mismo la espada y la lanza que el papel y el cálamo.
¡Oh enemigos! Nada queremos sino vuestras vidas,
ni hay otro medio de llegar a vosotros que las espadas…

Pasan las olas crestadas de espuma como sementales
que relinchan sin furia al zambullirse.
Los pájaros, volando al ras de las estelas blanquiverdes
son jinetes arrastrados por corceles tordos, indóciles a la brida
Olas y pájaros, encizañados por los vientos,
dos ejércitos que en la lid se persiguen…

Versión de Emilio García Gómez