Jornada Semanal, 2 de diciembre del 2001                       núm. 352


María Auxiliadora y el sol naciente (I)

Hace unos días, el ingeniero Juan de Dios Martínez me prestó el libro sobre la historia de la Unión Nacional Sinarquista, escrito por el periodista Mario Gill, compañero de Benita Galeana. Lo publicó y distribuyó gratuitamente el Comité Regional del pri en el Estado de Michoacán. Se trata de una bien documentada investigación realizada con carácter de urgencia ante el avance de la segunda guerra mundial y la entrada de México al conflicto.

Gill analiza las características de ese grupo (tal vez el más importante) de la derecha mexicana, desde una perspectiva distinta a la de Jean Meyer, el historiador más acucioso de los movimientos derechistas de nuestro país. Ambas son valiosas y pueden considerarse complementarias.

Leyendo el libro de Gill recordé una manifestación sinarquista en la “plaza de los mártires” de León, Guanajuato. Debe haber sido en 1952 y coincidió con la campaña de Efraín González Luna, candidato del pan y de la uns a la Presidencia de la República. Las dos organizaciones nunca se llevaron bien, pues las discrepancias ideológicas eran profundas. Para empezar, el pan creía en la democracia y, según lo afirmaban algunos miembros de la “Sinarquía Nacional”, tenía mentalidad pequeñoburguesa. Recuerdo vagamente los discursos pronunciados por Enrique Morfín, José Valadés, Ignacio González Gollaz y Juan Ignacio Padilla. Todos se refirieron a su triunfo en las elecciones municipales de León y a la masacre con la cual el gobierno “solucionó el problemita” (palabras textuales del coronel que comandaba a los ametralladoristas). Sangre derramada, mártires a granel, muchachas heroicas, caídos presentes (“mil pasos adelante. Ni uno atrás”, decía su himno de corte falangista), martirios fertilizantes... todo esto formaba parte de una retórica que tenía más muertos que vivos.

La plaza estaba llena de banderas rojas con un círculo blanco que llevaba dentro el mapa del país en verde (los brazaletes eran iguales), y los jerarcas y algunos directivos regionales usaban camisas color caqui y botas federicas. Saludaban tocándose el pecho con el brazo en escuadra y la mano en posición horizontal, y cantaban su himno y una buena cantidad de corridos, pues se trataba de un movimiento campesino con un importante arraigo popular (sus falanges, encabezadas por Salvador Abascal, entraron a Morelia a caballo y en son amenazante. Se calcula que las “fuerzas populares” tenían cerca de cuarenta mil miembros), y sus dirigentes mantenían contactos con el nazismo, el fascismo y, de manera especial, con la falange española y con algunas instituciones japonesas aparentemente interesadas en la cultura hispánica, pero, en realidad, obsesionadas con la geografía de Baja California y su posición tan cercana a Estados Unidos. A partir de 1939, algunos miembros de la sinarquía nacional y un grupo selecto de jóvenes militantes fueron a estudiar a la Academia de Mandos de Falange Española. He visto fotografías en las que aparecen vistiendo la camisa azul (“cara al sol con la camisa nueva”, decía el himno del fascismo español) y haciendo el saludo romano debajo de retratos de Primo de Rivera y de Onésimo Redondo, el violento líder de las “Juventudes de Ofensiva Nacional Sindicalista”. No olvidemos que uno de los fundadores del sinarquismo (mártir temprano, por cierto), José Antonio Urquiza, estudió en España y era un buen conocedor de la retórica de José Antonio Primo de Rivera. El José Antonio mexicano fue muerto por un ejidatario humillado y ofendido, en las cercanías de una de las haciendas queretanas de su señor padre, ilustre autor de jaculatorias patentadas en El Vaticano.

La principal fuerza del sinarquismo estaba en Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, pero tenía comités en todos los estados. Muchos de sus miembros habían sido cristeros inconformes con los tratados de paz que firmaron el gobierno de Portes Gil (“Aquí vive el Presidente. El que manda vive enfrente”, decían los poderosos callistas) y la jerarquía eclesiástica. Todos estaban en desacuerdo con el reparto agrario, al cual consideraban un robo imperdonable, y con la educación laica. Los maestros desorejados fueron las víctimas de ese fundamentalismo campesino inspirado por el clero católico.

La masacre de León, la toma de Morelia, el encapuchamiento del busto de Benito Juárez que les costó el registro de su brazo político, así como la creación de varios partidos (el último fue el del “gallito”), fueron los momentos culminantes de la organización fascista, pero su aventura más interesante fue la de la fundación, breve historia, decadencia y caída de su colonia utópica de María Auxiliadora en Baja California Sur. Mario Gill estudió los aspectos sobresalientes de esa aventura presidida por un caudillo iluminado e iracundo, un duce carismático y vociferante, un conducator infatigable, un fundamentalista obnubilado por su proyecto obsesivo, Salvador Abascal.

Me propongo escribir otras dos columnas sobre este tema, obviando la adjetivación que no pude evitar en el retrato del líder de ese movimiento social, religioso y militar que viajó a Baja California con propósitos utópicos, pero también con proyectos muy concretos iluminados por “el sol naciente”.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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