La Jornada Semanal,  2 de diciembre del 2001                                núm. 352
 Luis Ramón Bustos

Machado de Assis y sus novelas 

El siglo XIX iberoamericano dio a uno de los grandes de la novela mundial, Joaquim Maria Machado de Assis, “mestizo pobre del ‘Morro do Livramento’, alumno de Voltaire, Rousseau y los románticos franceses; tipógrafo, periodista, poeta, crítico, autor dramático, cronista, cuentista, miembro y presidente de la Academia Brasileña y, sobre todas las cosas, novelista e iniciador de la nueva narrativa del Brasil. Luis Ramón Bustos analiza en este ensayo algunas de las novelas de Machado y se detiene en el Memorial de Aires, diario trágico, tanto en sus aspectos biográficos como en su anuncio del desmoronamiento de la monarquía. El maestro Bustos nos entrega, además, su traducción de un capitulo de la noveleta Esaú y Jacó, que forma parte del Memorial de Aires.

El pasado lunes 26 de noviembre fue presentada, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Memorial de Aires, última novela de Joaquim Maria Machado de Assis, seguramente el más importante narrador que haya dado Brasil. Traducida por Antelma Cisneros, siempre será relevante que una mexicana vierta esta obra al castellano. Probablemente Memorial de Aires sea desconocida para el lector hispanoamericano. Existen muchísimas traducciones, en distintos países del área, de Memorias póstumas de Brás Cubas (1881), Quincas Borba (1891) y Don Casmurro (1899); sin embargo, el resto de la obra novelística de Machado ha pasado inadvertida para nuestros traductores. De ahí la importancia de esta presentación en México.

Machado de Assis nació en Río de Janeiro el 21 de junio de 1839 y murió allí mismo el 29 de septiembre de 1908. Fue uno de esos mestizos pobres del Morro do Livramento que, por nacimiento y origen racial, tuvo que forjarse su destino de escritor y funcionario público a contracorriente. Los pocos estudios que realizó nada tuvieron que ver con su formación de escritor; autodidacta de férrea disciplina, sus maestros fueron Voltaire, los clásicos portugueses, Rousseau, los escritores portugueses afincados entonces en Río de Janeiro (entre ellos su cuñado, el poeta Faustino Xavier de Novaes), amén de los románticos franceses, principalmente Octave Feuillet. Fue tipógrafo, colaborador en el Diario de Río, auxiliar de redacción en el Diario Oficial, poeta, crítico, autor dramático, cronista, cuentista. Y, desde 1867, novelista con los arrestos necesarios para mudar completamente la faz de la narrativa brasileña. 

La primera de sus novelas, Resurrección (1872), fue escrita a pedido del editor Garnier, y sólo aceptada por necesidad económica. Editada en volumen –al contrario de sus otras novelas "románticas" que fueron publicadas por entregas–, narra la historia de un amor fallido entre Félix y Lívia, entre un médico abúlico y una muchacha asaltada por dudas existenciales. Pese a la anécdota central amorosa, no responde cabalmente a las directrices románticas de la novela brasileña de entonces. Un párrafo, una paradoja inusitada, algún comentario del narrador, la hacen extravagante: en ella asoman, aunque difuminadas, esas machadianas pinturas de caracteres que exploran el trasfondo psicológico de sus personajes. Buscaba desentrañar caracteres, no describir una simple historia de amor. 

Sus siguientes tres novelas se caracterizaron por un apego a los cánones románticos bastante engañoso: allí donde debiera haber florilegios retóricos, sentimentalismo desbordado y escenas truculentas, forjó un estilo depurado, un lenguaje ceñido, tramas discretas y desenlaces realistas. Con ello desmintió el supuesto influjo de José de Alencar (máximo novelista del romanticismo brasileño), y corroboró que su talento trascendía las modas literarias.

La mano y el guante (1874), Elena (1876) e Iaiá Garcia (1878), son un vasto catálogo de caracteres puestos a prueba por la rigidez social. Las tres denotan la técnica folletinesca, porque fueron escritas para O Globo (periódico entonces dirigido por Quintino Bocayúva) y el Diario de Familias; pese a ello, las concesiones a sus lectoras suspirosas no fueron tantas: sus personajes centrales son pragmáticos, ambiciosos, pretenden ascender en la escala social y no idealizan el amor. Este anhelo de escalar tiene mucho de autobiográfico, ya que el propio Machado siempre buscó –y logró– descollar entre la clase alta. El tratamiento humorístico e irónico, motor central en sus obras de la siguiente etapa, sólo aflora en Iaiá Garcia. Esboza allí esa distancia irónica que habría de madurar en Memorias póstumas de Brás Cubas, y allí, también, aparece el primero de sus otros yo: Luis Garcia.

Entre enfermedades reales e inventadas, Machado fue quemando etapas literarias y se convirtió en un singularísimo escudriñador del alma brasileña. Había pasado varios meses del año de 1878 en Friburgo, acompañado de su esposa Carolina, debido al agravamiento de su permanente epilepsia y al surgimiento de la tisis. Por si esto no fuera suficiente, enfermó de los ojos a finales de 1879. Se hizo leer detenidamente a los escritores ingleses Dickens, Carlyle, Sterne, Thackeray y Swift, y al francés Stendhal; particularmente, abrevó en el fino humor de Sterne. Si bien no sanó del todo, salió otro, literariamente hablando, de ese receso: dictándole a su esposa los primeros capítulos, que después publicaría por entregas en la Revista Brasileira (1878), dio un vuelco total a la novela brasileña de la época con Memorias póstumas de Brás Cubas.

Hacia 1881, año en que se publicaron en volumen, el Brasil imperial mostraba ya cierta decrepitud. El Partido Liberal, encabezado por Francisco Octaviano, preconizaba una reforma política que cuestionaba los privilegios de la aristocracia terrateniente en el poder. Años después, la izquierda del Partido Liberal se desprendió y formó el Partido Republicano; se fundó entonces el periódico La República, que tanto influyó en los acontecimientos políticos del fin de la monarquía. En ese Brasil que comenzaba a fenecer surgieron sus novelas sarcásticas, pesimistas e iconoclastas.

Las Memorias póstumas de Brás Cubas, Quincas Borba (1891, aunque los primeros capítulos aparecieron en Estación, diario de modas del editor Lombaerts) y Don Casmurro (1904), contienen una visión muy pesimista y filosamente crítica de aquellos años. Con un sentido del humor verdaderamente original, el escritor satiriza hasta los sistemas filosóficos en que alguna vez sustentó su pensamiento; el lenguaje, cada vez más directo, es vehículo para interpretar a una sociedad y para reexpresarla sarcásticamente. Esas memorias insólitas de un muerto que se pone a escribir porque se aburre en la tumba; esas locuras de Rubiâo –el antihéroe de Quincas Borba– que no sabe qué hacer con el dinero heredado y que no se adapta al pragmatismo de la clase alta carioca; esos celos enfermizos de Bentinho, que pretendiendo descubrir el adulterio de su esposa confunde la realidad con la imaginación, poniendo en entredicho una moral hipócrita y convenenciera, resultan quizá abigarradas por su heterodoxa mezcla de géneros y temas. Sin embargo, tras esa ironía destructiva, aflora el más acabado retrato de la sociedad brasileña que haya producido su literatura. 

Larga fue la vida de Machado de Assis: llegó casi hasta los setenta años. Le tocó presenciar, en 1888, el decreto de abolición de la esclavitud; la partida al exilio de Pedro ii; la instauración de la República en 1889; la elección del primer presidente civil electo, Prudente de Morais, en 1894; la promulgación de una nueva Constitución Federal y Republicana el 24 de febrero de 1891; la presidencia del mariscal Deódoro da Fonseca, que inauguró la etapa en el poder de los grandes hacendados cafetaleros paulistas, la cual se alargó hasta la vuelta del siglo xx. Vio cambiar sustancialmente a su país y, no queriéndolo ver, permaneció con la imaginación aferrada al pasado monárquico, con su creatividad atada a la época de Pedro ii.

La muerte de su esposa, Carolina Xavier de Novaes, el 20 de octubre de 1904, recrudeció su misantropía. Teñidas de saudade, acaso porque los recuerdos de su esposa le embellecían aquellos años, escribió dos apologías del fin del Imperio y del inicio de la República: Esaú y Jacó (1904) y Memorial de Aires (1908). Ambas muestran un equilibrio emocional nuevo y una cabal aceptación de la vida que, aunque matizados de humor, ya no eran la declaración de guerra de sus tres novelas anteriores. Pergeñadas por ese otro yo, el Consejero Aires, son –según la advertencia de Esaú y Jacó– siete cuadernos manuscritos enumerados del i al vi, y el que debiera ser séptimo con el título de "Último". Los primeros seis cuadernos eran una especie de diario que finalmente se ordenó como Memorial de Aires. El "Último" contenía la novela Esaú y Jacó. En ésta relata las disputas de dos gemelos, Paulo y Pedro, que sintetizan las querellas políticas entre republicanos y monárquicos. Incluso sus nombres y los lugares de residencia de ambos revelan esa disputa: Paulo vive en Sao Paulo, rica zona cafetalera que empezaba a industrializarse y apostaba al progreso; Pedro reside en Río de Janeiro, donde aristócratas y burócratas sostenían a la monarquía. Novela histórica disfrazada de triángulo amoroso, muestra otra de las grandes cualidades de Machado: reconstruir a partir de la vida cotidiana los trazos históricos y políticos de su país.

De algún modo, Machado de Assis ensambló Esaú y Jacó y Memorial de Aires; no sólo porque las dos son redactadas por el Consejero Aires (que en Esaú y Jacó es también personaje), sino porque en ambas complementa la visión de aquel tiempo, para él tan querido y añorado. Si Esaú y Jacó tiene un trasfondo histórico y político –sazonado con una trama amorosa–, Memorial de Aires pinta la cotidianidad para extraer de ella el espíritu de una época.

Memorial de Aires es un diario bastante insólito: se dedica a describir vidas ajenas. Como un filósofo que está más allá del bien y del mal, Aires pergeña la elegía de aquel Río de Janeiro monárquico y, a la par, traza las coordenadas anímicas, sociales y morales de un mundo que ya se desmoronaba. Su valor literario es innegable pero, como documento biográfico, resulta imprescindible.

Hijo de un mulato (pintor de brocha gorda) y de una portuguesa (lavandera), Machado de Assis jamás pudo superar su origen humilde. Pese a que toda su vida lo intentó, en su personalidad prevaleció el escudo defensivo de quien se siente rechazado socialmente. Funcionario, escritor afamado, ejemplo del buen vestir y de las buenas maneras, burócrata siempre fiel al orden establecido, no denotaba su profundo descontento. Sin embargo, aquel mestizo perpetró una venganza insospechada: creó novelas que describían con absoluta fidelidad a un país racista, férreamente jerárquico y de doble moral. A trasmano destruyó –sólo con su talento creativo y su ironía– los cimientos de la época de Pedro ii. No necesitó más: le bastó con trazar el retrato de un Brasil sin maquillaje. 

Esaú y Jacó
Capítulo LXIII
Letrero nuevo

Referido lo que queda atrás, Custodio confesó todo lo que perdía con el letrero y lo gastado, el mal que le traía la conservación del nombre de la casa, la imposibilidad de hallar otro, un abismo, en suma. No sabía lo que buscaba; le faltaba inventiva y paz de espíritu. Si pudiese, liquidaría la confitería. A fin de cuentas, ¿qué tenía él que ver con la política? Era un simple fabricante y vendedor de dulces, estimado, con muchos clientes, respetado, y principalmente respetador del orden público...

–¿Pero qué le pasa?, preguntó Aires. 

–La República fue proclamada. 

–¿Es ya gobierno?

–Pienso que ya; mas dígame, vuestra excelencia: ¿escuchó a alguien acusarme jamás de atacar al gobierno? Nadie. Entre tanto... ¡Una fatalidad! Ayúdeme, Excelentísimo. Ayúdeme a salir de este embarazo. El letrero está listo, el nombre todo pintado: "Confitería del Imperio", los colores son vivos y hermosos. El pintor insiste en que le pague el trabajo si es que quiero que haga otro. Yo, si la obra no estuviese terminada, cambiaba el nombre, por mucho que me costara, ¿pero he de perder el dinero que gasté? ¿Vuestra excelencia cree que, si queda "Imperio" con mayúscula, me romperían las vitrinas? 

–Eso no lo sé.

–Realmente, no hay motivo; es el nombre de la casa, nombre de treinta años, nadie la conoce de otro modo...

–Pero puede ponerle "Confitería de la República"... 

–Pensé en ello, durante el camino, pero también pensé que si de aquí a dos meses, hubiese nueva revuelta, quedo en la situación en la que estoy hoy, y pierdo otra vez el dinero.

–Tiene razón... Siéntese.

–Estoy bien.

–Siéntese y fume un puro. 

Custodio rechazó el puro, no fumaba. Aceptó la silla. Estaba en el gabinete de trabajo, en el que algunas curiosidades le llamarían la atención, si no fuese por su desasosiego de espíritu. Continuó implorando el socorro del vecino. Su excelencia, con la gran inteligencia que Dios le diera, podía salvarlo. Aires le propuso un término medio, un título que se amoldara con ambas hipótesis: "Confitería del Gobierno".

–Sirve lo mismo para un régimen que para otro.

–No digo que no, y , a no ser por el gasto perdido... hay, sin embargo, una razón en contra. Vuestra Excelencia sabe que ningún gobierno deja de tener oposición. Las oposiciones, cuando llegan a la calle, pueden tomarla conmigo, imaginar que las desafío, y quebrarme el letrero; lo que yo busco es el respeto de todos.

Aires comprendió bien que el terror acompaña a la avaricia. Cierto, el vecino no quería barullos a su puerta, ni enemistades gratuitas, ni odios de cualquiera que fuese; pero no lo afligía menos el gasto que tendría que hacer de cuando en cuando, si no encontrase un título definitivo, popular e imparcial. Perdiendo el que tenía, ya perdía la celebridad, amén de perder la pintura y pagar más dinero. Nadie le compraría un letrero condenado. Ya era mucho tener el nombre y el título en el Almanaque de Laemmert, donde podía leerlo algún curioso y decirlo a los otros, acusarlo de que estaba impreso desde principio de año... 

Y después de algunos instantes:

–Mire, le doy una idea que puede ser provechosa, y, si no la encuentra buena, tengo otra a la mano, que será la última. Mas yo creo que cualquiera de ellas sirve. Deje el letrero pintado como está y a la derecha, en la esquina, debajo del título, ordene escribir estas palabras que explican el título: "Fundada en 1860." ¿No fue en 1860 que inauguró su tienda?

–Sí –respondió Custodio.

–Pues... 

Custodio reflexionaba. No se le podía leer sí ni no; atónito, la boca entreabierta, no miraba ni para el funcionario ni para el suelo, ni para las paredes o muebles, sino para el vacío. Como Aires insistió, él despertó y confesó que la idea era buena. Realmente, mantenía el nombre y quitábale lo sedicioso, que aumentaba con lo reciente de la pintura. Mientras tanto, la otra idea podía ser tan buena o mejor, y le gustaría comparar las dos.

–La otra idea no tiene la ventaja de poner la fecha de fundación de la casa, tiene sólo la de definir el nombre, que permanecería siendo el mismo, de una manera ajena al régimen. Deje la palabra Imperio y añádale debajo, al centro, estas dos, que no precisan ser grandes: "de las leyes". Mire, así –concluyó Aires, sentándose en el escritorio y escribiendo en una tira de papel lo que decía.

Custodio leyó, releyó, y encontró que la idea era útil. Sí, no le parecía mal. Sólo le encontró un defecto; siendo las letras de abajo más pequeñas, podrían no ser leídas tan de prisa y claramente como las de arriba, y éstas se meterían por los ojos a quien pasase. De ahí a que algún político o algún enemigo personal no captase enseguida, y... La primera idea, bien considerada, tenía el mismo problema, e incluso este otro: parecería que el confitero, marcando la fecha de fundación, hacía orgullo en ser antiguo. ¿Quién sabe si no fuera peor?

–Todo es peor que nada.

–Busquemos.

Aires encontró otro título, el nombre de la calle, "Confitería del Catete", sin advertir que, habiendo otra confitería en la misma calle, era atribuir exclusivamente a la de Custodio la designación local. Cuando el vecino le hizo esa observación, Aires la encontró justa, y le agradó descubrir esa delicadeza de sentimientos en el hombre; pero enseguida descubrió que lo que hizo opinar así a Custodio fue la idea de que ese nombre quedaría para ambas casas. Mucha gente no distinguiría la diferencia y compraría en la primera que le quedase a mano, de modo que sólo él haría el gasto de pintura, y además de todo perdería clientela. Al percibir esto, Aires no admiró menos la sagacidad de un hombre que, en medio de tantas tribulaciones, contaba los malos frutos de un equívoco. Entonces le dijo que lo mejor sería abonar el gasto hecho y no poner nada, a no ser que prefiriese su propio nombre: "Confitería de Custodio." Mucha gente, ciertamente, no conocía el negocio por otra designación. Un nombre, el propio nombre del dueño, no tenia sentido político o figuración histórica, odio ni amor, nada que llamase la atención de los dos regímenes y, consiguientemente, que pusiese en peligro sus pasteles de Santa Clara, menos aún la vida del propietario y de los empleados. ¿Por qué no adoptaba esa resolución? Gastaba un poco con el cambio de una palabra por otra, Custodio en lugar de Imperio, pero las revoluciones traen consigo siempre gastos.

–Sí, lo voy a pensar, Excelentísimo. Tal vez convenga esperar uno o dos días, a ver en qué concluyen las modas –dijo Custodio con agradecimiento.

Hizo una reverencia, retrocedió y partió. Aires acudió a la ventana para verlo atravesar la calle. Supuso que él sacaría de la casa del funcionario jubilado aquella claridad que le hiciese olvidar por algunos instantes la crisis del letrero. Ni todo son gastos en la vida, ni la gloria de las buenas relaciones podía disminuir las amarguras de este mundo. No acertó está vez. Custodio cruzó la calle, sin detenerse ni mirar para atrás, y penetró en su confitería aún cargando toda su desesperación.

Traducción de Luis Ramón Bustos