Jornada Semanal, 9 de diciembre del 2001                       núm. 353

María Auxiliadora y el sol naciente (I)

Hace unos días, el ingeniero Juan de Dios Martínez me prestó el libro sobre la historia de la Unión Nacional Sinarquista, escrito por el periodista Mario Gill, compañero de Benita Galeana. Lo publicó y distribuyó gratuitamente el Comité Regional del pri en el Estado de Michoacán. Se trata de una bien documentada investigación realizada con carácter de urgencia ante el avance de la segunda guerra mundial y la entrada de México al conflicto.

Gill analiza las características de ese grupo (tal vez el más importante) de la derecha mexicana, desde una perspectiva distinta a la de Jean Meyer, el historiador más acucioso de los movimientos derechistas de nuestro país. Ambas son valiosas y pueden considerarse complementarias.

Leyendo el libro de Gill recordé una manifestación sinarquista en la “plaza de los mártires” de León, Guanajuato. Debe haber sido en 1952 y coincidió con la campaña de Efraín González Luna, candidato del pan y de la uns a la Presidencia de la República. Las dos organizaciones nunca se llevaron bien, pues las discrepancias ideológicas eran profundas. Para empezar, el pan creía en la democracia y, según lo afirmaban algunos miembros de la “Sinarquía Nacional”, tenía mentalidad pequeñoburguesa. Recuerdo vagamente los discursos pronunciados por Enrique Morfín, José Valadés, Ignacio González Gollaz y Juan Ignacio Padilla. Todos se refirieron a su triunfo en las elecciones municipales de León y a la masacre con la cual el gobierno “solucionó el problemita” (palabras textuales del coronel que comandaba a los ametralladoristas). Sangre derramada, mártires a granel, muchachas heroicas, caídos presentes (“mil pasos adelante. Ni uno atrás”, decía su himno de corte falangista), martirios fertilizantes... todo esto formaba parte de una retórica que tenía más muertos que vivos.

La plaza estaba llena de banderas rojas con un círculo blanco que llevaba dentro el mapa del país en verde (los brazaletes eran iguales), y los jerarcas y algunos directivos regionales usaban camisas color caqui y botas federicas. Saludaban tocándose el pecho con el brazo en escuadra y la mano en posición horizontal, y cantaban su himno y una buena cantidad de corridos, pues se trataba de un movimiento campesino con un importante arraigo popular (sus falanges, encabezadas por Salvador Abascal, entraron a Morelia a caballo y en son amenazante. Se calcula que las “fuerzas populares” tenían cerca de cuarenta mil miembros), y sus dirigentes mantenían contactos con el nazismo, el fascismo y, de manera especial, con la falange española y con algunas instituciones japonesas aparentemente interesadas en la cultura hispánica, pero, en realidad, obsesionadas con la geografía de Baja California y su posición tan cercana a Estados Unidos. A partir de 1939, algunos miembros de la sinarquía nacional y un grupo selecto de jóvenes militantes fueron a estudiar a la Academia de Mandos de Falange Española. He visto fotografías en las que aparecen vistiendo la camisa azul (“cara al sol con la camisa nueva”, decía el himno del fascismo español) y haciendo el saludo romano debajo de retratos de Primo de Rivera y de Onésimo Redondo, el violento líder de las “Juventudes de Ofensiva Nacional Sindicalista”. No olvidemos que uno de los fundadores del sinarquismo (mártir temprano, por cierto), José Antonio Urquiza, estudió en España y era un buen conocedor de la retórica de José Antonio Primo de Rivera. El José Antonio mexicano fue muerto por un ejidatario humillado y ofendido, en las cercanías de una de las haciendas queretanas de su señor padre, ilustre autor de jaculatorias patentadas en El Vaticano.

La principal fuerza del sinarquismo estaba en Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, pero tenía comités en todos los estados. Muchos de sus miembros habían sido cristeros inconformes con los tratados de paz que firmaron el gobierno de Portes Gil (“Aquí vive el Presidente. El que manda vive enfrente”, decían los poderosos callistas) y la jerarquía eclesiástica. Todos estaban en desacuerdo con el reparto agrario, al cual consideraban un robo imperdonable, y con la educación laica. Los maestros desorejados fueron las víctimas de ese fundamentalismo campesino inspirado por el clero católico.

La masacre de León, la toma de Morelia, el encapuchamiento del busto de Benito Juárez que les costó el registro de su brazo político, así como la creación de varios partidos (el último fue el del “gallito”), fueron los momentos culminantes de la organización fascista, pero su aventura más interesante fue la de la fundación, breve historia, decadencia y caída de su colonia utópica de María Auxiliadora en Baja California Sur. Mario Gill estudió los aspectos sobresalientes de esa aventura presidida por un caudillo iluminado e iracundo, un duce carismático y vociferante, un conducator infatigable, un fundamentalista obnubilado por su proyecto obsesivo, Salvador Abascal.

Me propongo escribir otras dos columnas sobre este tema, obviando la adjetivación que no pude evitar en el retrato del líder de ese movimiento social, religioso y militar que viajó a Baja California con propósitos utópicos, pero también con proyectos muy concretos iluminados por “el sol naciente”.


María Auxiliadora y el sol naciente (II)

Para Jean Meyer, Ángel de la Vega Navarro
y Anne Marie de la Vega Leinert
Releyendo el libro de Mario Gill sobre el origen, la esencia y la misión del sinarquismo, y confrontándolo con el bien documentado trabajo del señor Jean Meyer y con mis propios y, a veces, ya erráticos (el Eisenhower avanza) recuerdos, pensé en mi visita a las ruinas de la Colonia María Auxiliadora, situadas a trescientos cincuenta kilómetros de La Paz, la tranquila capital de Baja California Sur.

En el libro de Gill hay una fotografía del caudillo de la empresa colonizadora, Salvador Abascal. En ella aparece con los zapatos rotos, un viejo pantalón de mezclilla y un jorongo del centro del país. Lo rodea la tierra seca y sobre su cabeza se desploma un sol de justicia.

No llegó a la Colonia con las cuarenta o cincuenta mil personas de su proyecto inicial. Apenas logró reunir cincuenta y cuatro familias y con ellas echó a andar una "aventura espiritual" que, en el fondo, tenía varios aspectos políticos y militares muy alejados del aliento utópico y muy cercanos a lo que estaba sucediendo en Europa y en el Lejano Oriente en los años de 1941 y 1942.

Gill asegura que la localización del sitio en el que se estableció la Colonia, fue hecha por el ingeniero Peter Wirgman, persona ligada al movimiento nazi en América Latina. El presidente Ávila Camacho permitió que la Colonia levantara sus precarias instalaciones en "un lugar tan distante de los centros poblados", y el general Mújica, gobernador del Territorio y víctima de la venganza avilacamachista que tomó la forma de bloqueo de recursos y subsidios, aceptó la orden presidencial y se mantuvo alejado de los acontecimientos.

Gill cita una declaración de Abascal sobre la selección del lugar que ocupó la Colonia: "Efectivamente, escogimos este lugar por su proximidad a la Bahía Magdalena. Cuando estalló la guerra, nosotros comprendimos que Baja California corría peligro, que esa Bahía iba a ser vigilada; por lo mismo, se tendría que establecer allí una base naval y aérea y que los soldados que allí se establecieran tendrían que alimentarse. Entonces nosotros resolvimos establecer nuestra colonia frente a Magdalena para tener un mercado cerca y a la vez cumplir con un deber patriótico." Extraño patriotismo el del caudillo que siempre se opuso a la entrada de México a la guerra del lado de los aliados. Además, hay elementos probatorios suficientes de la intervención de los funcionarios falangistas encargados del llamado Pacto Madrid-Tokio. Los japoneses echaron a andar una curiosa red de institutos de cultura hispánica que tenía una inclinación especial por los países de América Latina y, particularmente, por México, Baja California Sur y la Bahía Magdalena, que era lo suficientemente grande como para albergar a toda la armada imperial. José Pagés Llergo, quien, por aquellos tiempos, hizo varias entrevistas a los jerarcas de Tokio, escribió algunos textos sobre la simpatía que ciertos grupos y movimientos sociales mexicanos hicieron patentes a los falangistas que actuaban como agentes del imperio nipón. Estos datos produjeron en Gill una serie de reflexiones que debemos revisar. Tal vez la más interesante sea la que aventura una hipótesis nada estrambótica al señalar a Abascal y a los colonizadores como una avanzada dispuesta a recibir a la flota imperial en la acogedora Bahía Magdalena, a la que convertirían en base de operaciones. Todo esto, recuerda Gill, sucedía "en los días de Pearl Harbor". Para mayor abundamiento están las cartas enviadas por Abascal a los japoneses establecidos en los dos territorios bajacalifornianos. En ellas se ponía a sus órdenes, manifestaba su simpatía por la causa nipona y los invitaba a visitar la Colonia. El traslado de los japoneses al reclusorio del Cofre de Perote frustró el plan del caudillo sinarquista.

Los colonizadores provenientes de Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Colima, Aguascalientes, Zacatecas y la capital de la República eran, en su mayoría, campesinos. Había, además, algunos artesanos, mecánicos, albañiles, sastres y electricistas, así como un capellán. El primero fue el padre Zavala, persona moderadamente sensata. El segundo, apellidado Campos, era un fundamentalista despendolado que prohibía a los colonos comer mariscos "para evitar el aumento de los deseos carnales". No tenían los pobres "héroes de la fe y de la esperanza" muchas cosas para alimentarse, pues los escasos jitomates, chiles, maíz y frijol que producían las pocas hectáreas rescatadas al desierto y a la sequía, tenían que enviarse a La Paz para su comercialización. Lo único que podían comer eran descomunales parrilladas con abulón, almejas gigantes, langostas y toda clase de pescados, incluyendo la regia totoaba; estofados de caguama y aletas rellenas de ostiones y camarones, langostinos, calamares y otras maravillas. Cuando el demente Campos prohibió los mariscos, se inició en serie la desbandada y los enfermos y famélicos colonos empezaron a desperdigarse por la península. Rafael Vizcaino, cronista de Tijuana, recuerda a varios ex colonos que fueron a buscarse la vida a la industriosa y pecaminosa ciudad de los burros pintados de cebra y de los cráneos de Hernán Cortés niño, joven y adulto.

La aventura colonizadora tenía múltiples relaciones con el Instituto Iberoamericano que el siniestro Von Faupel dirigía en Berlín. Serrano Suñer y la Falange Española eran los encargados de sacar adelante su programa "cultural". Los falangistas que colaboraban con Von Faupel tragaron saliva cuando en la inauguración del Instituto, Hitler afirmó: "Habrá de ser una bendición para los habitantes de las Repúblicas de Sudamérica, cuando pasen de los efectos de la herencia hispano-portuguesa al dominio germánico... Alemania deberá apoderarse de la América del Sur..." Por esos años, dice Gill, la Casa Blanca recibió unos planos de la nueva distribución de América bajo el dominio nazi. En ellos, la "geopolítica faupeliana" señalaba a cinco grandes estados que dirigirían los cambios estructurales: Argentina, Brasil, La región andina, el Caribe y México. Además, para cerrar la pinza sobre América Latina, se creó el eje Madrid-Tokio. Franco y el coronel Fijurito, ayudante del mariscal Tojo, celebraron una serie de reuniones en las que trataron los temas americanos y filipinos. En todas ellas sonaron los nombres de México, Baja California, Bahía Magdalena, el sinarquismo y Salvador Abascal. La única interferencia fue la representada por los "tecos" de la Universidad Autónoma de Guadalajara y su líder, Carlos Cuesta Gallardo (este señor, al terminar la segunda guerra mundial, publicó un libro que hizo mancuerna con la pavorosa Derrota Mundial de Borrego. Se titulaba Traición a Occidente y lo firmaba con el seudónimo de Traian Romanescu). Todo esto sucedía en los pasillos del poder. Mientras tanto, los colonizadores cantaban una candorosa canción: "Madre, me voy a California, /vengo a pedirte tu santa bendición:/ lucharé por que sea de mi patria/ lo que produzca aquel rico jirón..."
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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