Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 16 de diciembre de 2001
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Cultura
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Bárbara Jacobs

Fantasía y realidad

Me habría gustado que la experiencia que relato a continuación se hubiera tratado de un sueño.

Al despedirme y cerrar la puerta tras de mí, empecé a bajar por la escalera los ocho pisos sola y en silencio. Rumiaba el tema sobre el que había estado conversando. Se refería a la sensación de que la realidad te despoja de la fantasía, y cómo esto puede llegar a plantearte un dilema, entre conservar algo en calidad de fantasía, o hacerlo real y arriesgarte a encontrarlo invariablemente decepcionante.

Bajaba, cuando de pronto me asaltó la idea de que en la planta baja, hacia la que me dirigía, me esperaba la misión de cuidar a una niña. A la mitad de mi descenso empecé a oír, con un volumen que aumentaba a medida que me acercaba a su origen, un diálogo entre una niña y una adulta.

En principio sorprendida, supuse que, al empezar a descender y haber sido sobrecogida por la noción de que tendría que cuidar a una niña, lo que había sucedido era que había tenido una premonición, y que, una vez abajo, al alcanzar el vestíbulo, efectivamente me sería encomendado cuidar a una niña.

Premonición, o consecuencia de que la víspera, al haber salido a caminar, se me había atravesado una niña. Por cierto, la caminata que di originó la conversación cuyo tema era cómo la fantasía es aniquilada por la realidad. Durante años yo me había imaginado caminando por el parque en el que se me atravesó la niña, sin que hasta la tarde anterior a estos hechos hubiera llevado a cabo dicha fantasía. En mi imaginación, el parque y la caminata eran mucho más atractivos de lo que resultaron ser en la realidad, cosa que me había llevado a reflexionar alrededor de lo cierto que es que la realidad te despoja de la fantasía, y de la manera en que esto suscita el dilema de si no es preferible conservar algo en calidad de fantasía que perderlo cuando se hace realidad.

Pero seguía bajando. El diálogo entre la niña y la adulta cobraba volumen, y las voces me representaban la imagen de las dos interlocutoras. Me aproximaba, y aumentaba mi certeza de que me encontraría con una adulta que me estaría esperando para solicitarme que cuidara a la niña a su lado.

La niña sería, imaginaba yo, la misma que la víspera se me había atravesado en el parque. No me detuve a fraternizar con ella, porque ella, indiferente a lo que ocurría o no ocurría a su alrededor, corría despreocupada. Y, si no me había detenido a sacudirme los zapatos de las pequeñas piedras que se les habían metido, no iba a detenerme a darle palmaditas en la cabeza, cubierta de pelo negro y rizado, a una niña que corría. Además, yo no tenía por qué haber supuesto, ni siquiera en calidad de fantasía, que al día siguiente una adulta me habría de encomendar cuidar a esa niña.

Por cierto, qué decepcionante fue caminar por el parque aquel. No he dejado de arrepentirme. Habría sido mejor conservar la idea de lo agradable que prometía ser esa caminata, que haberla hecho y saber lo fastidioso que era hacerla en realidad. No hay escapatoria. La realidad te despoja de la fantasía.

La premonición, las voces, el recuerdo de la niña que se me atravesó corriendo, no eran sino el preámbulo de una realidad que estaba por dárseme y que, tras preparativos como los aludidos, no iba a tomarme por sorpresa.

Preparada para lo que enfrentaría, no me restaría más que aceptarlo. Dejaría para después la averiguación de los porqués y los cómos de la experiencia.

Al bajar por fin el último escalón, alcé la vista. Pero ante mí no me encontré con nadie, ni con otra cosa que el vacío y el silencio. Las voces de la adulta y la niña se habían apagado, sin que en su lugar estuviera ni siquiera un par de fantasmas que representaran a la adulta y la niña, o que me abrieran la puerta a mí para salir de ahí a toda prisa.

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