Jornada Semanal,  16 de diciembre del 2001                       núm. 354

María Auxiliadora y el sol naciente (III)

Mario Gill, en su libro bien documentado, aunque no exento de algunas exageraciones que tal vez provengan de un descuido al escoger o calificar sus fuentes, estudia el papel desempeñado por el padre Eduardo Iglesias en la fundación y el impresionante desarrollo de la Unión Nacional Sinarquista. El político jesuita fue el principal asesor del periódico oficial del movimiento: El Sinarquista. Dibujante y compositor, publicó caricaturas y es autor del belicoso himno titulado “Fe, sangre y victoria”.

El padre Iglesias desplazó al nazi Shereiter en las decisiones sobre el desarrollo del sinarquismo, propiciando un viraje hacia la doctrina social cristiana contenida en varias encíclicas papales, y aumentando considerablemente la influencia del clero que se manifestaba a través de la Unión Católica Mexicana y de la Acción Católica de la Juventud Mexicana. El padre Bergoend, fundador de la acjm y los padres Saenz y Vértiz (en un viejo “Bazar” recordé una de sus más inefables frases: “En México lo que no huele a incienso, huele a mierda”) fueron también asesores del cambio, del uso más discreto de la parafernalia nazi, de la atenuación de la influencia fascista y del nuevo tono clerical y social cristiano. Esto acercaba al sinarquismo a la Falange Española, ya para entonces puesta al servicio del franquismo asesino y de la jurásica jerarquía eclesiástica peninsular (Estamos hablando de 1943, fecha en la que ya había fracasado la aventura de María Auxiliadora y ya se admitía la posibilidad de la derrota del Eje). El cambio se reflejó en los renovados ataques a los liberales que habían consolidado, siguiendo los aspectos modernizadores del Código de Napoleón, las instituciones laicas, el registro civil y otros aspectos legales en materia de propiedad (pensemos en las desamortizaciones de 1833) que acotaban el poder de la Iglesia. Don Valentín Gómez Farías y los promotores de la Constitución de 1857, especialmente don Benito Juárez, fueron demonizados por el sinarquismo y sus asesores eclesiásticos.

El arzobispo de México, don Luis María Martínez, empeñado en establecer los términos de un concordato de facto con el gobierno (para lograrlo, su curia ya no insistía demasiado en la reforma de los artículos 3 y 130 y de la Constitución de 1917), simpatizaba muy poco con el integrismo sinarquista. Pequeño, astuto y buen negociador, el pragmático jerarca se había ido ganando poco a poco las simpatías de los gobernantes (no olvidemos que Ávila Camacho se había declarado “creyente” y que la debacle masónica iniciada durante el alemanismo convirtió a las logias más influyentes en una especie de clubes empresariales o de infantiloides cuevas de gerentes rugidores) que lo invitaban a sus reuniones. Algunas anécdotas confirmaron su sencillez, su ingenio y su alejamiento de las rígidas pautas de la mochería. Se cuenta que el día de la inauguración del sistema de sonido de la Basílica de Guadalupe, el pintoresco arzobispo subió al púlpito, se colocó el pequeño micrófono que, en el momento en que don Luis María iniciaba su oración, sufrió un desperfecto y empezó a dar toques. El orador sacro, sorprendido por la descarga eléctrica, soltó un “Ah, chingao” que retumbó en los muros de la vieja basílica. Esas fueron las palabras inaugurales del sistema modernizador. Cuando lo nombraron miembro de la Academia de la Lengua, uno de sus colegas, pícaro y chinacón, se acercó al grupo que rodeaba al nuevo académico y empezó a proponer algunas interpretaciones de palabras y conceptos. De repente, le espetó a don Luis María la siguiente pregunta: “¿Cómo definiría usted esa práctica sexual que llaman, en buen latín, cunnilingus?” El arzobispo, sin pensar demasiado, acuñó (o debo decir acoñó) una definición realista y religiosa: “Es una peregrinación piadosa al lugar de origen, pues supongo que se hace de rodillas.”

El sinarquismo siempre se opuso al reparto agrario, circunstancia curiosa si tomamos en cuenta que era un movimiento fundamentalmente campesino (y no de pequeños propietarios, como el fascismo, sino de medieros y de peones). Abominaba también de la educación laica y del artículo 130 de la Constitución. A pesar del cambio propiciado por el padre Iglesias, Torres Bueno y otros miembros de la sinarquía nacional, albergaban la secreta esperanza de que las fuerzas del Eje ganaran la guerra. Por eso se opusieron a que México entrara a la contienda y sabotearon el servicio militar obligatorio. Tengo en la memoria una tarde de otoño en la que desfilábamos con nuestros fusiles de madera, tosca copia del máuser reglamentario. Los jesuitas habían acatado la orden de las secretarías de Educación y de la Defensa y nos obligaban a hacer ejercicios militares y a marchar por las calles de Guadalajara con los fusiles de palo. Al llegar al centro de la ciudad, un grupo de sinarquistas, esgrimiendo banderas, interceptó nuestra columna y nos obligó a escuchar a un torpón orador que se oponía a los ejercicios militares y a la complicidad del gobierno con los gringos. Podía haber pasado por pacifista, pero sus alabanzas a la España Católica lo ubicaron del lado del Eje que ya iniciaba la decadencia y la caída que sus seguidores se negaban a admitir. En 1942, la posición sinarquista se radicalizó y los jefes nacionales hablaron de “rebelarse contra el gobierno”. El general Cárdenas, secretario de la Defensa Nacional, no se anduvo por las ramas y, comprendiendo la gravedad de un levantamiento que, eventualmente, podría contar con el apoyo de un millón de mexicanos, fue a buscar a los rebeldes a sus guaridas serranas de Morelos, Puebla, Tlaxcala, Michoacán, Guanajuato, Colima, Durango, Zacatecas y Guerrero, y dio ordenes a la Fuerza Aérea para que sobrevolara los reductos sinarqusitas. Esta actitud disuadió a los alzados que prefirieron, en lo sucesivo, refugiarse en un tramposo discurso pacifista y ordenar a sus ejércitos disolverse y ocultar las armas. Unos meses más tarde, monseñor Fulton J. Sheen, enviado de la Catholic Welfare Conference, convenció a los jefes de que atenuaran su antiyanquismo y su hispanismo rabioso. Estos cambios se aprobaron en la “junta de los volcanes” celebrada por la sinarquía nacional en el Popo Park a fines de 1943. Poco a poco, las directrices del Instituto Iberoamericano que Von Faupel dirigía en Berlín, fueron situadas en un segundo plano y se incrementaron los contactos con el catolicismo de Estados Unidos. Los jóvenes sinarcas dejaron de acudir a la Academia de Mandos de Falange Española y la retórica del movimiento empezó a girar en torno a las ideas del Orden Social Cristiano. Para esos años sólo los “tecos” de Guadalajara seguían apoyando ciegamente a las fuerzas del Eje y cultivando un rampante antisemitismo.

Muchas aguas han pasado bajo los puentes del país y muchas transformaciones han tenido los movimientos de la derecha. Por eso es necesario estudiarlos con minuciosidad para observar sus cambios, sus constantes, sus estrategias y estratagemas. La historia a veces (no siempre, pues el hombre es el único animal capaz de caer varias veces en la misma trampa) nos entrega lecciones valiosas para entender la génesis de los movimientos sociales. Gill y Meyer, desde posiciones distintas, nos han hablado de ese fascismo criollo que tomó Morelia, fundó una colonia en Baja California, encapuchó el busto de Benito Juárez, inició un alzamiento militar y, en su momento, controló a más de un millón de enemigos del reparto agrario y partidarios del desorejamiento de los “profesores laicos y socialistas”.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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