Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 20 de diciembre de 2001
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Contra Portada
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Carlos Monsiváis

Ante un busto de Monterroso

Hablar de un busto y delante de un busto pertenece a la índole de meditaciones placenteras sin las cuales uno no sería lo que es, sino una fábula ni siquiera esbozada, como la del elefante que perdió la memoria y no hallaba cómo justificarse ante quienes le exigían competir con Funes, o la del zorro tan astuto que nadie quería tratarlo para no llamarse a engaño (con lo cual el zorro debió mudar de región y sentar plaza de tonto), o la de la urraca que coleccionaba sus propias máximas y vivía citándose a sí misma: "Buenos días, como dice la sabia urraca". Así es, si uno es fábula incluso releída, se debe a reflexiones sobre el desamor y su opuesto, el homenaje en vida.

Un busto, sobra comentarlo, es siempre antecedente de algo portentoso (no se sabe de estatua ecuestre que en sus inicios no fuera un busto sencillo), y el que hoy nos ocupa corresponde necesariamente al escritor Augusto Monterroso, de Guatemala y México (no dos patrias, sino una misma patria con dos nombres). Don Augusto, antes de rimar y convertirse en busto, y quizás previendo tan solemne ocasión, ha vivido para leer y releer a Cervantes, ha escrito textos que incitan a la comisión de tratados, ha sido elogiado en y por diversas lenguas, y también, y por razón de la naturaleza escéptica y gozosa de su obra, se ha opuesto siempre a la inmortalidad, tal vez porque dura demasiado poco, tal vez porque cae como ave de presa sobre los inmortalizables. No importa, debido a las demasiadas horas a su disposición, la inmortalidad no se da por enterada de las agresiones del movimiento perpetuo, ni del título de un cuento por escribirse "La inmortalidad, otro método banal para medir el tiempo", y le propone a don Augusto dejarse seducir por las promesas que un busto alberga.

La trampa está lista. Nada más falta que llegue el maestro Monterroso, observe la relatoría de sus rasgos, localice el diálogo con las sombras clásicas, se asome al busto como a un espejo artero donde todo corresponde salvo la intención de huir de la semejanza, y acabe reconciliándose con la idea del objeto que apresa su alma, lo que más temprano que tarde lo llevará a admitir un conjunto escultórico de nueve Monterrosos, cada uno de ellos persiguiendo a una musa. Pero don Augusto no caerá en la celda, porque los homenajes de rostro y cuello enteros tienden a aislar al así celebrarlo, y porque el aura de los bustos si bien afirma el consenso disuelve la ironía.

Pero si Monterroso es cauto y receloso, Ƒqué será del busto aquí presente? ƑAceptará como destino quedarse así de trunco y emblemático? ƑNo ambicionará nuevos horizontes escultóricos? Un busto a fin de cuentas es flor de bibliotecas y de pasillos de facultades, y no santo y seña del heroísmo de Estado o punto de encuentro de las parejas. (ƑQuién ha oído a alguien decir: "Nos vemos en el busto de Dante"?) Y la pregunta terrible se impone, Ƒse independizará el busto del destino de su representado? ƑSe creerá un mutilado de la guerra de los símbolos? ƑMusitará frases que se vuelvan lugar común en los periódicos y las conversaciones? Por lo pronto, quizás sea mejor la ausencia de pronósticos. Don Augusto ha escrito páginas y libros magistrales, ha subrayado la inolvidable eficacia de la inteligencia al servicio de la calidad artística (y viceversa), ha cultivado la amistad de las lecturas múltiples, premios... y este busto, de quien se espera un comportamiento a la altura del modelo original. Esto ocurrirá porque debe ocurrir y lanzo y digo estas palabras para animar al busto en la gran tarea a su alcance: ser, ante cada persona que lo contemple, embajador plenipotenciario del autor de La oveja negra, algo similar a un aforismo múltiple de bronce. Si no procede así, que la República de las Letras se lo demande. Y si no, que recomiende su ascenso al mármol.

En materia de bustos no todo está escrito.

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