Jornada Semanal, 23 de diciembre del 2001                       núm. 355

Colima revisitada

Hacía muchos años que no iba a la hermosa, limpia y todavía humana ciudad de Colima. Allá en mis mocedades (les prohibo hacer señas acompañadas de resoplidos y les ruego evitar el tema de la fundación de Tenochtitlan) iba de excursión a la tranquila Boca de Pascuales y, un poco más tarde, hice algunos viajes concupiscentes a mi querido Cuyutlán. Recuerdo una noche con ola verde, viendo, desde la ventana de nuestro cuarto en el Hotel Cuyutlán, el paso vertiginoso de las estrellas fugaces (tal vez era una versión criolla de la noche de San Lorenzo) y las notas de un bolero que ahora (y tal vez la memoria sea anacrónica) identifico con "Mucho corazón" de Emma Elena Valdelamar: "De mi pasado preguntas todo, que cómo fue. Si antes de amar debe tenerse fe... Dar por un querer la vida misma sin morir. Eso es cariño, no lo que hay en ti"... En esta visita confirmé con gusto que mi Cuyutlán ha progresado poquísimo. Tal vez su arena negra de playa noreuropea y sus infatigables olas. Tal vez los persistentes mosquitos o el poder monopólico de la hotelería de Manzanillo... sean los culpables de que Cuyutlán esté como estaba en los cuarenta y principios de los cincuenta (época de mis viajes sicalípticos). Que no lo toque nadie. Su ola verde cubierta de fosforescencias, sus playas abiertas y peligrosas, sus caldos de "chacal" (llamar así a una langosta es un signo de identidad que supera al "Guadalajara, Guadalajara" o al "Yo soy del mero Chihuahua") y su ánimo ecológico patente en su protector tortugario, son –o deben ser– exclusivos para los buscadores de delicatessen vacacionales.

Salimos de Guadalajara (entramos a "la clara ciudad" de Yáñez y García Oropeza por el camino de Zapotlanejo. Navegamos por un periférico lleno de hoyancos y, viendo con horror el paisaje de una ciudad destrozada por la improvisación, el mal gusto y la incuria de las autoridades municipales –bien conocidas por sus obsesiones puritanas y por su incompetencia–, salimos, con un respiro de alivio, hacia los rumbos de Santa Ana Acatlán y sus güilotas enchiladas y fritas en buena manteca de cerdo en cacerola de barro) y, en la primera caseta, nos informaron que todo el camino a Colima era una autopista recién hecha. Así fue hasta un poco antes de Ciudad Guzmán (Zapotlán el Grande, perdón, maestro Arreola). De ahí en adelante todo es una carretera de ida y vuelta en buenas condiciones y llena de letreros sobre el tiempo que los viajeros ahorran transitando por ella. Los señores de Caminos y Puentes cobran setenta y un pesos por ese tramo que en nada se parece a una autopista. Por esa razón, pido al gerente –o lo que sea– de esa empresa engañadora que me devuelva 142 pesos que me robaron en una caseta de la "autopista" que no existe. Sospecho, además, que el ingeniero encargado de la señalización del kilometraje es un viejo amigo de Tamazula de Gordiano a quien llamábamos Cacamatzin Rodríguez Kafka. Digo esto por el carácter francamente surrealista de los letreros y de los llamados fantasmas y del conflicto irreconciliable que se da entre ellos. Ejemplifico: a la salida de Colima un letrero indica que Guadalajara, la cada vez menos perlífera ciudad occidental, está a 172 kilómetros. Treinta kilómetros después, otro letrero la ubica a 180 kilómetros. A los doce aparece otro indicando la cantidad de 167. Los fantasmas, por su lado, siguen otra contabilidad y pasan de los 160 a los setenta y dos en menos que canta un gallo ranchero. En fin... Nada grave. Tan sólo la confirmación de que, con puentes modernos y una notable ingeniería de caminos, el ánimo de nuestro país sigue instalado en un pintoresco tercer mundo. Nos azotó un coletazo de la tormenta tropical Lorena por los rumbos del aeropuerto y, al entrar a la bella Colima, Jaime y Óscar Ruiz Posada, José Luis Gutiérrez Peralta y este bazarista pensamos que el traqueteo, el paso por la ahora horrenda Guadalajara, los engaños de Caminos y Puentes y el surrealista señalamiento, habían valido la pena, pues nos habían permitido vivir unos días en la escala humana de una ciudad civilizada que tiene muy buenos poetas jóvenes y un notable grupo de profesores e investigadores universitarios.

En la reunión del Seminario de Cultura Mexicana que se celebró en la ciudad de Las Palmas (la escultura de Sebastián funciona admirablemente como puerta principal de una ciudad y de un estado cuya vida socioeconómica ha girado en torno a esa esbelta y generosa hija de los trópicos), honramos la memoria de Balbino Dávalos, hijo ilustre de la ciudad, diplomático, poeta, notabilísimo latinista, traductor de Horacio, profesor y rector interino de la UNAM y recordamos, con entusiasmo, al pedagogo Gregorio Torres Quintero. Los encargados de dar sendas conferencias sobre Dávalos fuimos José Emilio Pacheco y este bazarista, alumno de José Emilio en muchas materias, pero sobre todo en literatura mexicana. Para mí fue un honor figurar en el programa al lado de uno de los más notables periodistas culturales de nuestro país. No nos hemos visto desde hace muchos años por la sencilla razón de que en la Ciudad de México y en la comunidad literaria de nuestra generación, la gente deja pasar los años sin verse. Ignoro las razones de ese desapego, pero me parece lamentable y empobrecedor. En fin... por lo menos nos leemos los unos a los otros (conozco casos que ya ni siquiera hacen eso) y mantenemos secretamente los sentimientos de admiración, afecto y, cuando hace falta, de apoyo y solidaridad.

En la mesa redonda sobre cultura y globalización, manifesté mi disgusto por la pérdida de una tradición cultural de Colima: la de servir algún dulce (calabaza en tacha, plátano en miel, ciruelas en almíbar, camote achicalado...) al lado del vaso de leche del desayuno o la merienda. Esta generosa y engordadora costumbre ha desaparecido. Afortunadamente, en algunos lugares especiales se sigue haciendo un alfajor verdaderamente colimote y unas regias cocadas. Ya no pude quejarme con Alejandro Rangel por la pérdida de las buenas costumbres de su tierra, pero sí lo hice con Víctor Manuel Cárdenas. Me prometió llevar el asunto al Congreso del Estado. Los señores diputados podrán discutir el caso y pedir –o exigir, que para eso se hacen las leyes– a los habitantes de Colima que recuperen la tradición dulcera y lechera. Esto será muy saludable para la República y tendrá el carácter de un serio y creativo acto cultural. Los otros son pura demagogia o feria de vanidades de todos sabores y colores. Cambio la obra completa de este bazarista por el retorno de los plátanos enmielados acompañando al vaso de leche.

Dejamos Colima con pocas ganas de irnos. Guadalajara y su periférico fueron una premonición de los horrores viales y urbanísticos del df. Ni modo, aquí nos tocó, qué le vamos a hacer, querido y poco visto Carlos Fuentes.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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