Moscú, 23 de diciembre.

Parteaguas en la historia reciente, la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuyo décimo aniversario se cumple en estos días de fin de año, fue producto de un lento proceso de desgaste del llamado socialismo real y tuvo un desenlace vertiginoso: en cuestión de cuatro meses, a partir del verano de 1991, se resquebrajó por completo la búsqueda de una nueva fórmula de convivencia, en un solo país, de las repúblicas soviéticas.

Hasta el último momento, los líderes de 12 repúblicas, salvo las bálticas, parecían dispuestos a negociar con Mijail Gorbachov, el presidente de la URSS, una formación estatal que, tomando como eje las declaraciones de independencia de sus eventuales integrantes, sustituyera a la federación surgida del rebasado Tratado de la Unión, vigente desde el 30 de diciembre de 1922.

El colapso ocurrió de manera tan rápida que los historiadores, una década después, no acaban de ponerse de acuerdo en qué día considerar como fecha de defunción oficial de la Unión Soviética.

soviet union-coup-commun-25Para unos estudiosos la URSS dejó de existir, de facto, el 8 de diciembre de 1991 cuando los presidentes de las tres repúblicas soviéticas eslavas: Boris Yeltsin, de Rusia; Leonid Kravchuk, de Ucrania, y Stanislav Shuskievich, de Bielorrusia, se reunieron en la localidad bielorrusa de Bielovezhie y, en franco desafío a Gorbachov, proclamaron su separación de la Unión Soviética, el agónico ente que existía aún por inercia, y de hecho impusieron un esquema en el que ya no había sitio para ningún centro o estructura federales.

Los líderes eslavos, según se desprende de las memorias de los propios protagonistas y de los numerosos testimonios publicados desde entonces, no se reunieron con el propósito de dar la puntilla a la URSS. Con la inofensiva idea de discutir el enésimo proyecto de pacto federal que debía remplazar a la Unión Soviética, Shuskievich invitó a Yeltsin y Kravchuk a disfrutar de una buena cacería, en un lugar que ni mandado hacer para ello, una de las mayores reservas forestales de Europa.

Inicialmente, el presidente bielorruso pensaba incluir entre los convidados al propio Gorbachov, pero Yeltsin, al enterarse, se negó de modo tajante. La rivalidad entre ambos había llegado a extremos irreconciliables.

Al calor de los disparos de escopeta y las copas de vodka, líquido atributo invariable de toda cacería en esta parte del mundo, los tres líderes eslavos, incitados por Yeltsin, se dieron cuenta que estaban llegando demasiado lejos en sus deliberaciones y, sobre la marcha, trataron de incorporar al cónclave al presidente de Kazajstán, Nursultán Nazarbayev.

Temían que la histórica decisión -que aseguran surgió de modo espontáneo- perdiera legitimidad al limitarse a las repúblicas eslavas. Al mismo tiempo, esas tres repúblicas, en primerísimo lugar Rusia, eran la columna vertebral de la Unión Soviética, en términos de extensión territorial, población, potencial económico y capacidad de respuesta militar, y Gor- bachov poco podía hacer ya.

Alejadas para siempre las repúblicas bálticas, las últimas en incorporarse -contra su voluntad (fruto de entendimientos secretos entre Stalin y Hitler)- fueron las primeras en separarse, en septiembre de 1991. Gorbachov podía apoyarse sólo en las restantes nueve repúblicas, es decir, las cinco centroasiáticas, las tres caucásicas y Moldova.

Nazarbayev, con la cautela que marca su talante oriental, quiso quedar bien con sus tres colegas eslavos y con Gorbachov, por lo cual alegó problemas de mal tiempo y en lugar de volar a Bielovezhie ordenó que su avión aterrizara en Moscú. Le contó todo a Gorbachov y abrió un compás de espera para ver de qué lado se inclinaba la balanza.

Muy pronto abandonó Nazarbayev su persistente intención de convertirse en primer ministro de una posible nueva formación estatal, que lo colocaría en un rango jerárquico equivalente al de sucesor natural de Gorbachov, y supo de qué lado ubicarse.

Un grupo de asesores de los tres presidentes eslavos, durante toda la noche del 7 al 8 de diciembre, se encargó de ultimar los detalles y por la mañana el texto estaba listo para firma. De entrada, los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia "hicieron constar que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas deja de existir como sujeto de Derecho Internacional y realidad geopolítica".

Con una formulación por demás contradictoria, la troika eslava sostiene que "basándose en la comunidad histórica de sus pueblos y los lazos que existen entre ellos", resuelve desconocer la existencia de la URSS y advierten que los Estados firmantes no admitirán en sus territorios la aplicación de normas jurídicas de un tercer país, incluidas las leyes de la ex URSS.

Rematan con el anuncio de que cesa la actividad de los órganos de la antigua Unión y garantizan el cumplimiento de los compromisos internacionales, derivados de los tratados y convenios suscritos por la URSS.

Abierto el acuerdo a la adhesión de "todos los miembros de la ex Unión y de otros gobiernos que compartan los principios y los objetivos del documento", Nazarbayev se alineó con Yeltsin, Kravchuk y Shuskievich y propuso que la reunión fundacional de una nueva entidad se llevara a cabo en Alma-Ata, la capital kazaja.

El 21 de diciembre de 1991, otra fecha que algunos investigadores consideran el día que se enterró a la URSS, se congregaron en Alma-Ata los presidentes de 11 de las 12 repúblicas soviéticas, a excepción de los líderes de las bálticas y del de Georgia, que no pudo asistir por encontrarse su república al borde la guerra civil (se incorporó más tarde), y crearon la Comunidad de Estados Independientes (CEI), hasta ahora, más membrete que organismo integrador en el espacio post soviético.

Los encuentros de Bielovezhie y de Alma-Ata, a falta de la ratificación parlamentaria que vendría en las semanas siguientes, perfilaban una clara tendencia, pero todavía faltaba poner fin a una peligrosa dualidad de poder que conllevó el riesgo de acabar en baño de sangre.

Mijail Gorbachov, desconcertado al ver desmoronarse su proyecto de confederación, no quiso o no pudo recurrir a la violencia para anular la iniciativa de la troika eslava. Asumió así su derrota frente a Boris Yeltsin, el ambicioso rival que en aras de consolidar su liderazgo terminó, sin pensarlo dos veces, con la Unión Soviética.

A partir de la renuncia de Gorbachov, el 25 de diciembre de 1991, la tendencia a la disolución se volvió irreversible y puede afirmarse que al transmitir el mando a Yeltsin, incluido el maletín nuclear, símbolo máximo del poder aquí, la URSS dejó de existir.

Ese frío día de invierno, con una temperatura acaso menos severa que la que hace ahora, la bandera tricolor rusa fue izada en la cúpula de uno de los palacios del Kremlin, en lugar de la bandera roja soviética. Al cabo de unos minutos que parecieron interminables, los millones de soviéticos que siguieron por televisión la ceremonia adquirieron la certeza de que, al terminar de descender la bandera, concluían también casi siete decenios de historia saturada de distorsiones y aberraciones, pero también de logros indiscutibles.
 

El gobierno de México toma nota

Día de Navidad en el mundo católico, el gobierno de México recibió información puntual de su embajada en Moscú. Por un interés puramente histórico y sin revelar ningún secreto de Estado se reproduce aquí la parte medular del reporte especial enviado por el encargado de negocios, a.i., de México en la URSS:

"Con la renuncia hoy de Mijail Gorbachov se cierra todo un capítulo que en los últimos seis años y medio estuvo marcado por grandes éxitos y no pocos fracasos, en la historia de un país, la Unión Soviética, que como tal, también deja de existir. La desaparición oficial de la URSS, tras el histórico encuentro de los líderes republicanos en Alma-Ata era asunto decidido, y la dimisión de Gorbachov, anticipándose a la formalidad jurídica de que los parlamentos republicanos ratifiquen los acuerdos firmados, sólo vino a constatar esa realidad irreversible.

"Los presidentes de Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Uzbekistán, Armenia, Moldova, Azerbaiyán, Tadjikistán y Turkmenistán, 11 repúblicas de la antigua URSS, acordaron crear la Comunidad de Estados Independientes (CEI), rechazando todo lo que semejara estructuras o mecanismos de 'un solo Estado compuesto de 11 Estados'. "De tal modo, la URSS -que por inercia sigue ocupando en el Consejo de Seguridad de la ONU el sitio que próximamente cederá a Rusia, que resistió la agresión del ejército hitleriano y venció en la Segunda Guerra Mundial-, murió no a causa de los enemigos foráneos que buscaban su muerte desde la intervención armada multinacional que siguió a la revolución del 17, sino a causa de crónicas enfermedades internas del sistema. "Mijail Gorbachov trató de acabar con el totalitarismo y acabo con el régimen del Partido Comunista; trató de introducir libertades a través del Estado y destruyó el Estado; trató de liberar el imperio conservando sus fronteras y liquidó el imperio, es decir, la URSS (...). La decisión de constituir la Comunidad de Estados Independientes representa un trascendente cambio que: 1) se dio por una vía pacifica e incruenta. 2) Se produjo con el apoyo silencioso de la mayoría de la población. 3) Constata realidades irreversibles (entre otras, la desintegración de la Unión). 4) No viola (adicionalmente) ningún derecho político o libertades del hombre, aparte de los que ya se estaban violando antes. 5) Es reconocido como democrático por la comunidad internacional, pese a los cuestionamientos de forma. 6) Abre-con la Comunidad? la perspectiva (aunque aún no muy clara) de evitar la fragmentación caótica e incontrolada de la antigua URSS.

"Por ironía del destino, el próximo 30 de diciembre -en el 69 aniversario de la fundación de la URSS- los presidentes de estas 11 repúblicas de la antigua Unión se volverán a reunir, en la ciudad de Minsk, ya como integrantes del Consejo de Jefes de Estado de la CEI, y ese día (si los respectivos Parlamentos ratifican en el transcurso de esta semana los acuerdos firmados en la capital kazaja) podrían intercambiar los instrumentos de ratificación, certificando así la desaparición de la Unión Soviética".

Se omite el nombre del diplomático que elaboró y envió el reporte, que se podrá conocer cuando se abran los archivos de Relaciones Exteriores dentro de quién sabe cuántos años, pero este corresponsal no tiene motivos para dudar de la autenticidad del documento.
 

El efecto bumerang

Al margen de qué día deba considerarse como fecha de disolución de la URSS, finalmente un dato irrelevante frente a lo que representó el hecho, quienes se han ocupado de este tema coinciden en que el detonante de la desintegración de la Unión fue el fallido golpe de Estado de agosto de 1991.

El llamado Comité Estatal para la Situación de Emergencia (GKChP), integrado por personajes políticos dispares unidos tan sólo por su pertenencia a la nomenklatura, entendida como estrato social privilegiado que se resistía a abandonar la escena, emprendió un desesperado intento por revertir los cambios iniciados por Gorbachov en marzo de 1985, recurriendo a medidas anticonstitucionales.

Irónicamente, el GKChP no sólo no alcanzó ninguno de sus objetivos, sino que provocó una suerte de efecto bumerang: aceleró contra su voluntad todos los procesos que prendentía evitar.

Esta sería una relación sintética de sus fines y resultados:

Quería conservar el imperio soviético con todos sus integrantes, de Kaliningrado a Kamchatka. Logró su virtual desintegración: la independencia de las repúblicas bálticas y el inicio de un periodo de transición hacia una confederación o comunidad de naciones que, en la práctica, se tradujo en la desaparición de la URSS.

Quería suprimir o limitar la soberanía de las repúblicas, en primer término de Rusia. Logró que Rusia y Yeltsin, su presidente, se convirtieran en factor decisivo en la toma de decisiones y que las demás repúblicas proclamaran su independencia.

Quería devolver al Partido Comunista su carácter de "fuerza orientadora de la sociedad", reanimando el mesianismo bolchevique y la ortodoxia marxista-leninista. Logró liquidar las estructuras del partido, la confiscación de sus cuantiosas propiedades y su inminente disolución.

Quería interrumpir los procesos democráticos, imponiendo un régimen de mano dura. Logró que la sociedad, al rechazar con firmeza la opción totalitaria, se volcara en apoyo de quien entonces encarnaba una alternativa democrática.

Quería acabar con la glasnost, política de transparencia informativa, al cerrar la prensa no perteneciente al Partido Comunista. Logró que la prensa independiente se convirtiera en instrumento para movilizar a la gente en su contra.

Quería intensificar el papel de los órganos represivos del Estado (KGB, Ministerio del Interior, Procuraduría). Logró una importante purga de sus cuadros dirigentes como primer paso de una profunda reorganización de dichas instituciones.

Quería incrementar la presencia del ejército y militarizar el país. Logró que el ejército se fragmentara en guardias nacionales y que Rusia concentrara el grueso del armamento nuclear.

Quería imponer un sistema económico centralizado y planificado, en el cual, como en épocas pasadas, marcaría la pauta un exagerado complejo industrial-militar. Logró despejar el camino para una reforma económica drástica y la transición al mercado.

Quería fortalecer el ineficiente y feudal sistema de koljoses en el campo. Logró abrir las puertas a una reforma agraria que busca que los campesinos vuelvan a ser los dueños de la tierra.

Quería restablecer un gobierno federal autoritario y burocratizado en extremo. Logró la destitución del gabinete de ministros en pleno.

Quería revivir la guerra fría y priorizar de nuevo la "imagen del enemigo externo". Logró un renovado apoyo a las reformas en la agónica URSS.

Quería obtener un amplio reconocimiento en el mundo. Logró que la comunidad internacional le diera la espalda y empezara a tratar directamente con los líderes republicanos

En suma, un fracaso total.
 

La fase terminal

A partir del fallido putsch de agosto de 1991 se dispararon de manera incontenible los procesos que acabaron de hundir a la Unión Soviética, en diciembre de ese año.

belarus-cis-64El Consejo de Estado de la URSS reconoció, en septiembre, la independencia de las tres repúblicas bálticas. Estonia, Letonia y Lituania desde hacía tiempo, habían dejado muy en claro que no participarían en ningún nuevo proyecto conjunto de país. Lituania restableció su independencia el 11 de marzo de 1990, año y medio antes de que ésta fuera reconocida. Estonia se proclamó independiente unos días después, el 30 de marzo de 1990, y Letonia lo hizo el 21 de agosto de 1991, apenas fracasó la intentona golpista en Moscú.

Las demás repúblicas soviéticas, sin dejar de supeditarse al centro federal representado por Gorbachov, continuaban la búsqueda de una formación estatal renovada. La coyuntura cambió drásticamente, por la confusión reinante en la capital soviética a fines de agosto de 1991, y las repúblicas, una tras otra, adoptaron declaraciones de independencia con la intención de tener mayor margen de maniobra y legitimidad para negociar una posible confederación.

Se ofrece aquí, omitiendo el apartado relativo a Rusia, cuya declaración de soberanía, el 12 de junio de 1990, hizo innecesaria la proclamación de independencia, una apretada síntesis:

Armenia. El 21 de septiembre de 1991 se celebró un referéndum en el cual 99 por ciento de los participantes se manifestó a favor de la independencia del país. Cuatro días después, el 25 de septiembre, el Parlamento adoptó una Declaración de independencia.

Azerbaiyán. En noviembre de 1990, la República Socialista Soviética de Azerbaiyán cambió de nombre a República de Azerbaiyán. El 30 de agosto de 1991 el Parlamento aprobó elaborar un acta sobre la independencia del país, que se consumó el 18 de octubre de ese año, mediante la correspondiente ley.

Bielorrusia. De todas las repúblicas soviéticas era la que más defendía conservar la URSS. Sin embargo, el 25 de agosto de 1991, su Parlamento no pudo resistir la tentación de adoptar una Declaración de independencia.

Georgia. Al cumplirse el segundo aniversario de la represión militar en Tbilisi, el Parlamento aprobó la independencia del país, el 9 de abril de 1991, siendo la primera en hacerlo, sólo después de las bálticas.

Kazajstán. Otra república que se oponía a la desintegración de la URSS, fue la última en proclamarse país independiente, el 16 de diciembre de 1991, una vez celebrada la reunión de los tres presidentes eslavos.

Kirguistán. En diciembre de 1990, el Parlamento decidió cambiar el nombre de la república, que dejó de ser socialista y soviética. El 31 de agosto de 1991 se volvió país independiente.

Moldavia. También cambió de nombre a Moldova, el 23 de mayo de 1991, y se declaró país independiente el 27 de agosto de 1991.

Tadjikistán. Al ser la república soviética más pobre y la que recibía mayores subsidios, nunca fue partidaria de la desaparición de la URSS. No obstante, el 9 de septiembre de 1991, su parlamento sucumbió al ejemplo de los demás y adoptó una Declaración de independencia.

Turkmenistán. Su población votó mayoritariamente, en marzo de 1991, por conservar la URSS. Unos meses después, 94 por ciento de los turkmenos, en nuevo referéndum, se inclinó por la independencia del país, formalizada por el Parlamento el 27 de octubre de 1991.

Ucrania. El 24 de agosto de 1991 el Parlamento cambió de nombre al país, que dejó de ser república socialista y soviética. El mismo día se proclamó Estado independiente y, el 1o. de diciembre, la decisión fue ratificada en un referéndum.

Uzbekistán. La mayoría absoluta de sus habitantes se declaró a favor, en el referéndum de 1991, de mantener la URSS. Sin embargo, el 31 de agosto del mismo año el Parlamento aprobó una Declaración de independencia.

Con estos antecedentes, los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia llegaron a su encuentro de Bielovezhie el 8 de diciembre de 1991. Las raíces de la desintegración se remontan, no obstante, a los últimos años de gestión de Gorbachov.
 

El comienzo del fin

Desde 1989 empezaron a aflorar serias contradicciones cuando Gorbachov emprendió, en medio de caóticas transformaciones económicas, su reforma política. El dirigente soviético estaba convencido que la democratización del sistema podría sacar del pantano la economía, en franca caída.

Los acontecimientos devinieron caos y rebasaron a Gorbachov. Se produjo un preocupante vacío de poder, agravado por la creciente resistencia de una clase política reacia a perder sus privilegios y una naciente oposición que, en las repúblicas, tomó como estandarte un acendrado nacionalismo.

Los nacionalistas, muchos de ellos promotores del separatismo, encontraron a su mejor aliado en los radicales rusos, convertidos de pronto al anticomunismo como su líder, Boris Yeltsin, hasta poco antes miembro alterno del Politburó del Partido Comunista soviético. Nacionalistas y radicales, en pragmática suma de esfuerzos, anhelaban acceder al poder y también beneficiarse de un reparto de la propiedad bajo sus propios y poco transparentes procedimientos.

Hacia mediados de 1990, al dar Gorbachov juego político a nuevos actores, la mayoría de los Parlamentos republicanos estaban ya dominados por diputados nacionalistas y muy pronto casi todas las repúblicas soviéticas aprobaron actas de soberanía que establecían la supremacía de la legislación local sobre la federal.

Ilegal y anticonstitucional, era una realidad jurídica que Gorbachov no se atrevió a enmendar con el único recurso que le quedaba, el de la fuerza. En medio de una situación que se escapaba de control, Gorbachov ciertamente alentó brotes de represión, como en Riga, Vilnius, Tbilisi o Bakú, pero nunca quiso asumir personalmente la responsabilidad por ello, dando a entender que fueron decisiones ajenas a su voluntad y atribuibles a los sectores conservadores del partido.

En realidad, ahora se sabe, ninguna decisión de enviar tanques y tropas represoras a cualquiera de esas capitales se tomó sin el consentimiento de Gorbachov, preocupado por cuidar su imagen de democratizador al punto que, en la aplicación de la fuerza, jamás sobrepasó el límite que pudiera comprometerlo.

El dirigente soviético no supo capitalizar los resultados del referéndum que reveló, el 17 de marzo de 1991, que 76 por ciento de los ciudadanos apoyaban la propuesta de mantener la Unión Soviética.

En lugar de ello, apostó por el "presidencialismo" y se hizo elegir por el Parlamento soviético como primer presidente de la URSS, creyendo que desde esa posición podía situarse por encima de los presidentes republicanos, que empezaban a cobrar presencia, y encabezar el diseño de una nueva formación estatal.

Gorbachov restó importancia al despertar nacional que no tardó en mostrar la fragilidad de la Unión, relajados ya los tradicionales controles del Estado. Los disturbios estudiantiles en Kazajstán, en diciembre de 1986, fueron una primera llamada de atención, desatendida por el líder soviético.

No sólo negó que la sangrienta revuelta de los estudiantes tuviera una clara connotación étnica (la versión oficial insistió en que fue una protesta contra el gobierno despótico de Dinmujamed Kunaiev, dirigente kazajo desde la época brejneviana), sino que cometió un grave error en materia de política nacional.

Por vez primera en muchos decenios, Gorbachov desconoció el tácito entendimiento de que los líderes republicanos fueran originarios del lugar, fórmula que desde los tiempos de Iosif Stalin aseguraba cierta estabilidad al favorecer a la élite local, y nombró a un ruso, Guennadi Kolbin, como nuevo dirigente máximo de Kazajstán. Al poco de esa pifia, Kolbin tuvo que dejar la república, al borde de la guerra civil, y emergió la figura de Nazarbayev.

La falta de una política nacional bien fundamentada y capaz de anticipar soluciones a problemas nunca resueltos y latentes apenas por debajo de la armonía que se quería hacer creer que era la Unión Soviética, propició el estallido de los conflictos armados entre vecinos.

Controversias territoriales y añejos agravios se volcaron en la guerra por Nagorno-Karabaj, que enfrentó a armenios y azerbaiyanos, los combates entre georgianos y osetios, los disturbios en Ferganá y Osh, el baño de sangre en la región tadjika de Kuliab, por mencionar sólo algunos ejemplos.

En ese contexto de pasividad y reacciones tardías durante años, Gorbachov se abocó a la búsqueda de un acuerdo con los líderes republicanos, mientras la economía del país seguía yéndose a pique de modo irremediable y las medidas que se tomaban para paliar la situación sólo aumentaban la impopularidad interna del presidente soviético.

Acostumbrada la mayoría de la población a sentirse parte de una superpotencia, producto de una mentalidad más imperial que internacionalista, la actividad de Gorbachov en el ámbito externo -el repliegue de los países de Europa del Este y la retirada de las tropas de Afganistán sobre todo-, tampoco lo hacían más popular en la URSS.

En los planes de Gorbachov, al privilegiar cada vez más la toma de decisiones en reuniones con sus contrapartes republicanos, una parte importante de la plana mayor del partido comunista comenzó a sobrar. A la postre, son ellos los que trataron de dar un golpe de Estado.

Estaba todo listo para que, unos días después, como ya se anotó, se firmara un nuevo Tratado de la Unión, en principio aprobado por los líderes republicanos.

Abortada aquella firma los golpistas redimensionaron la figura de Yeltsin y ello agudizó su disputa por el poder con Gorbachov, factor decisivo en los últimos meses de existencia de la Unión Soviética.

Tras regresar de Forós, Crimea, donde estuvo recluido los tres días que duró el fallido putsch, Gorbachov se esforzó por demostrar, sin mucho éxito, que las humillaciones que le infirió Yeltsin, su "salvador", no le preocupaban en lo más mínimo.

Por el contrario, trató de crear la impresión de que compartía con Yeltsin la visión sobre el futuro político del país y de que continuaba siendo el presidente de un Estado unitario y pieza clave de su inminente reorganización.

En público, sonrisas de por medio, Gorbachov pretendía subrayar un acercamiento con Yeltsin, inexistente y poco útil como artilugio táctico.

En la práctica Gorbachov sólo quería ganar tiempo y atraer a su campo a los líderes republicanos. El 2 de septiembre se difundió una declaración conjunta de Gorbachov con los presidentes de Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Tadjikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán. Faltaba sólo la firma del presidente de Rusia y del georgiano, si bien este último asistió con carácter de observador.

El documento presenta un análisis de la situación en el país y enumera las medidas para un periodo de transición. Enfatiza también el deseo común de acelerar la elaboración y pronta suscripción de un tratado que daría origen a una llamada Unión de Estados Soberanos.

El Consejo de Estado de la URSS, instancia que inventó Gorbachov para reunir a los líderes republicanos, aprobó un último borrador del documento el 25 de noviembre de 1991, y se acordó que fuera firmado a fines de diciembre, tal vez haciéndolo coincidir con el aniversario de la fundación de la URSS, el 30 de ese mes.

El texto se correspondía con la realidad y establecía que la Unión de Estados Soberanos sería "un Estado confederado y democrático, que ejerce el poder en la medida de las facultades que voluntariamente le ceden los participantes del tratado".

De ese modo Gorbachov pensó que al convertirla en una Confederación, podría reformar la URSS, sin perder sus facultades y funciones de presidente, dispuesto incluso a que éstas sufrieran un significativo recorte.

Yeltsin, en cambio, quería el poder a cualquier precio y no dudó en deshacerse de Gorbachov, incluso sin con ello tenía que deshacerse también de la URSS. La cacería de Bielovezhie era su última oportunidad.
 

Diez años después

Ante hechos consumados, al ratificar los respectivos parlamentos los acuerdos de las reuniones celebradas por los presidentes en diciembre de 1991, las 12 repúblicas soviéticas que quedaban, tras la separación definitiva de las bálticas, iniciaron 1992 ya como países independientes.

Imposible analizar o resumir aquí, por razones de espacio, todo lo que ha sucedido en estos 10 años en cada una de las repúblicas ex soviéticas.

A modo de conclusión, y aunque en una perspectiva histórica más amplia es prematuro hacer balances, valdría la pena apuntar algunos rasgos definitorios de los países que ocupan -por ahora, sería humor involuntario decir que integran- el espacio post soviético.

Diez años después, Letonia, Lituania y Estonia se aprestan a ingresar a la OTAN y se jactan de vivir en democracia plena, a pesar de que convirtieron a millones de habitantes de origen ruso en "no ciudadanos", toda una política discriminatoria que dista de hacer honor a los respectivos gobiernos.

bio-yeltsin-eltsine-coup-56Las demás ex repúblicas soviéticas, Rusia incluida, tratan de encontrar su lugar en un mundo donde los poderosos, otra muestra de humor involuntario al usar el plural en estos unipolares tiempos, les han reservado, detrás de las frases protocolarias y en el mejor de los casos, un papel de segunda.

Al romper con el pasado, con lo malo y también, por qué no admitirlo, lo bueno que tenía, mientras continúan la afanosa búsqueda de una nueva identidad, tienen pocos éxitos que reportar, más allá de las engañosas estadísticas que el ciudadano común no siente, más bien resiente en su bolsillo.

La cotidiana penuria y la lucha por sobrevivir, que por motivos obvios desconoce la minoría que ha lucrado con las reformas, por decirlo de una manera suave, debería ser el indicador más preciso del (bien)estar de las mayorías en cualquiera de las repúblicas ex soviéticas.

A esto hay que añadir las características propias de cada una de las repúblicas. En Asia central, por ejemplo, les parece normal (¿será posible?) que el jefe de Estado sea vitalicio, como el presidente de Turkmenistán, Separmurad Niyazov, que se hace llamar turkmenbashi, o "padre de todos los turkmenos", que es lo que quiere decir el honorífico título.

Sus colegas centroasiáticos no llegan a tanto todavía, pero tampoco se muestran dispuestos a dejar el poder y, mediante toda suerte de mañas legalistas, prolongan su liderazgo. Islam Karimov, en Uzbekistán; Askar Akayev, en Kirguistán, y Nursultán Nazarbayev, en Kazajstán, llevan más de diez años al frente de sus países y no piensan abandonar los cargos.

Ello sólo es posible en regímenes autoritarios donde el culto a la personalidad no admite oposición y debe llenar los vacíos estómagos de sus súbditos, también alimentados con las promesas de un futuro radiante, como diría Aleksandr Zinoviev, cuando la riqueza común -petróleo, gas y otros recursos naturales potencialmente abundantes- deje de enriquecer a las élites corruptas.

Pero la corrupción no es exclusiva de Asia Central. Más bien se achica frente a la que impera en el Cáucaso, Azerbaiyán y Georgia, sobre todo. Ambas repúblicas gobernadas por prominentes dirigentes ex comunistas, miembros titulares del Politburó del PC soviético, no conocen otro quehacer político que el derivado de los lazos familiares y los clanes regionales, cíclicamente enfrentados en luchas intestinas por nuevas cuotas de poder.

Gueidar Alíev, el casi octogenario azerbaiyano, piensa en el mañana y ya está preparando como sucesor a su hijo Iljam, por lo pronto ubicado en la Compañía Petrolera del Estado, la única empresa que trae pingües beneficios, sobre todo a sus ejecutivos. Eduard Shevardnadze, el georgiano, no es tan nepóticamente previsor y no sabe cómo resolver el permanente estado de crisis que acompaña a su gobierno.

Alíev y Shevardnadze, eso sí, son los primeros en asumir que la geopolítica, pretexto para obtener salvadoras inversiones foráneas, sugiere ponerse al servicio de Estados Unidos. No es descabellado imaginar que, dentro de un lapso no muy lejano, serán los primeros países del entorno post soviético en solicitar su ingreso en la OTAN, siguiendo el ejemplo de las bálticas.

Armenia no tiene un régimen tan marcadamente autoritario, pero su presidente, Robert Kocharián, no está libre de sospecha y muchos son los que creen, en Yereván, que gente de su entorno más cercano no fue ajena al atentado terrorista en el Parlamento que en octubre de 1999 ocasionó la muerte de sus principales rivales políticos.

La misma sombra de sospecha, sumada a una corrupción institucional, pesa sobre el presidente de Ucrania, Leonid Kuchma, cuyo afán de demostrar que su país es una potencia regional se estrelló en un avión de pasajeros que sobrevolaba el Mar Negro en forma de un misil de fabricación rusa que equivocó el blanco.

El presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, en cuyo vocabulario no figura el concepto derechos humanos y cuyo florido lenguaje hace las delicias de cuantos no encuentran mejor forma de pasar el rato, llegó a creerse que la Unión de Rusia y Bielorrusia existe de verdad. Vive de pasar la factura al Kremlin, toda vez que la población de Bielorrusia es menor que la de Moscú y Rusia tiene no menos de 15 regiones que lo superan en cualquier rubro (población, extensión, capacidad de producción, por ejemplo).

Moldova, desde el pasado 4 de abril, es la única república ex soviética gobernada por un comunista que venció en las urnas desde que desapareció la URSS, Vladimir Voronin. Al asumir el cargo el propio agraciado afirmó que no sabía si era un honor o un castigo gobernar al país más pobre de Europa.

Pobre entre los pobres, Tadjikistán siempre ha dependido de los subsidios de Moscú como pago por la única riqueza que posee: su ubicación geopolítica. El presidente tadjiko, Emomali Rajmonov, despacha sólo gracias a la presencia de tropas rusas en su territorio y, ahora, su apoyo a Estados Unidos en la guerra contra Afganistán le permitió encontrar un patrocinador adicional.

¿Y Rusia? Ya tuvo sus ocho años y medio de esperanzas y decepciones con la era Yeltsin, mientras el periodo que lleva al frente Vladimir Putin es todavía muy breve para sacar conclusiones.

Mejor que por ahora, en relación con Rusia, quede el beneficio de la duda, sobre todo en momentos conmemorativos como éste, aunque no se sepa, bien a bien, si el décimo aniversario de la disolución de la URSS es motivo para celebrar o lamentar.

El tiempo nos dará una respuesta.