Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 28 de diciembre de 2001
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Cultura
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Javier Aranda Luna

Autorretrato de Borges

Marguerite Yourcenar desconfiaba, con razón, de las autobiografías de escritores. Esas épicas de la interioridad son, quizá, el género más vulnerable de la historia. Pero Yourcenar desconfiaba en general de la historia. Particularmente no descreo de las autobiografías o libros de memorias. Por lo menos de las hechas por escritores, porque me importa más la verdad literaria que la verdad histórica.

Cuando a los veinte años leí las Memorias de ultratumba de Chateaubriand me importaron menos los-grandes-momentos-de-la-historia allí contados, que la vida menuda que recoge y las pasiones que atravesaron el pecho del Vizconde de Saint Malo: Francia, lo que esa palabra suele englobar y, naturalmente, la mujer. La mujer que en su vida tuvo dos nombres capitales: Madame de Staël y Madame de Récamier. Con un gusto semejante me acerqué al Ulises criollo de Vasconcelos; a El río, de Luis Cardoza y Aragón, y a Las memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto, más precisas, por cierto, y sabrosas, que muchos libros de historia sobre el siglo XIX.

El 19 de septiembre de 1970 apareció publicada en The New Yorker la autobiografía de Jorge Luis Borges bajo el título de Autobiographical Notes. Una página entera de The New York Times anunciaba ese texto dictado por el escritor argentino a Norman Thomas di Giovanni, su traductor al inglés. La autobiografía fue publicada meses más tarde como prólogo a la edición estadunidense de The Aleph and Other Stories.

Hace unos días empezó a circular en México la primera versión completa de la autobiografía publicada por la Librería Editorial El Ateneo de Argentina. El libro, de apenas 154 páginas en un tipo de letra grande, no tiene desperdicio. Consta de cinco capítulos y una sola seña de identidad: el genio de su autor.

La autobiografía es una confesión de parte y la justificación de un complejo credo literario en cuya formación intervinieron, de manera directa, no sólo los padres de Borges sino sus abuelos, que fueron, todos ellos, sus proveedores literarios. Por eso a los seis años trataba de imitar a los clásicos españoles y a los nueve tradujo El príncipe feliz de Oscar Wilde, que fue publicado por el periódico El País de Buenos Aires.

Gracias a esas notas autobiográficas sabemos por qué el amor de Borges por Ginebra: allí aprendió el alemán por cuenta propia, aprendió francés y el latín en una escuela fundada por Calvino y empezó a escribir sonetos en inglés y en francés: los primeros eran "malas imitaciones de Wordsworth", los segundos "copiaban de manera acuosa la poesía simbolista". Pedir que lo enterraran en Ginebra no tuvo nada de exótico.

Cada página autobiográfica puede ser la antesala de varias de sus obras literarias. De su poesía última, por ejemplo, donde siempre aparece un halo narrativo o donde el autor busca, con fortuna, la individualidad de cada poema. Y fue por esa búsqueda que "escribí poemas con temas tan diversos como Emerson y el vino, Snorri Sturluson y el reloj de arena, la muerte de mi abuelo y la decapitación de Carlos I".

También en esas páginas dictadas al vuelo al amanuense Di Giovanni aparecen su curiosidad por la pampa, el paso lento del Támesis, las kenningar, el alto alemán y el escandinavo antiguo. No sólo eso: Borges dibuja uno de los mejores retratos del escritor Macedonio Fernández. Al recordarlo, Borges se muestra como un gran escritor que no dudó en reconocer a quien lo estimuló en su carrera literaria: "Antes de Macedonio yo siempre había sido un lector crédulo". También en esas notas de su autobiografía descubrimos por qué volvió al verso clásico, por qué escribir de manera grandilocuente es un error y la indiferencia que le significaban el fracaso y la fama, las dos bestias del circo literario.

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