Jornada Semanal,  30 de diciembre del 2001                                núm. 356
Ana García Bergua


Trajes para un nuevo siglo

'Siempre me han llamado la atención las armaduras en los museos: se ven tan pesadas y a la vez tan chicas, que uno imagina que los hombres que las llevaban, con su baja estatura, eran verdaderos portentos de fortaleza . De igual manera, si uno va a un museo del traje, no es raro que los trajes del siglo XIX se vean chicos, en comparación con los actuales, pero eso sí, muy ceñidos, llenos de capas de algodones, paño y terciopelos, muy asfixiantes; uno se pregunta cómo hacía la gente para andar tan vestida, tan cubierta, y aun así soportar el calor, tener muchas energías para hacer la independencia o la guerra de reforma cargando pesados sables, acarrear agua en lurdos cubetones sin pisarse las muchas faldas, o caminar bajo el sol con la corbata de moño estrujando el gañote, la pesada levita llena de lamparones y los folios bajo el brazo, ya muy manchados de sudor. La vida ha de haber sido muy incómoda antaño, y no tan antaño; yo recuerdo la expresión de verdadero agobio que puso mi papá cuando le pregunté, incrédula, si los hombres de su generación, hasta los años sesenta, debían usar el traje y la corbata todo el santo día, perpetuamente, a pesar de todas las incomodidades. La verdad es que de unos años para acá voy teniendo la impresión de que la gente de antes era más resistente, tenía más prestancia y era más telúrica, capaz de producciones verdaderamente volcánicas; su vida, da esa impresión, parece haber concentrado más significados que la nuestra. Si pensamos, por ejemplo, en generaciones como la de los Contemporáneos, o la inmediata a ellos, la de Octavio Paz, pareciera que estaban hechos de otra madera, que realmente, en una sola vida, podían hacer mucho más que nosotros. Van ustedes a decir que los cuarenta ya me están afectando, que voy en camino de convertirme en la Artemia de Valle Arizpe de mi generación, pero no. En realidad todo esto viene a cuento porque se murió Juan José Arreola, se murió uno de los escritores más grandes del siglo que ha pasado. Yo espero que el maestro, desde donde esté, me disculpe que lamente su muerte hablando de trajes y armaduras; yo creo que sí, porque Arreola, como buen actor –no hay que olvidar que en los años de la guerra viajó a formar parte de la compañía de Louis Jouvet– era un ser muy dado al disfraz y al arte escénico. De hecho, él mismo escenificaba su propia creación literaria, que a partir de cierto momento se volvió predominantemente oral. Pero bueno, ya en estos días se le habrán hecho los homenajes que siempre serán insuficientes, se habrán dicho todos los elogios y las palabras que seguramente en vida le hubieran ido mejor (pero ojalá y se encuentre en un lugar desde donde pueda escucharlas, preferentemente en un palco o en las primeras butacas del Bellas Artes celestial) y se habrá repetido, con toda la razón, que “El guardagujas” es uno de los mejores cuentos del siglo, y que Arreola, como Rulfo, escribió poco pero lo que escribió bastó para fundar una tradición –se dice rápido, pero brincos diéramos sus nietecitos por sacar una línea como las suyas. Bueno, yo nada más quiero despedir el año despidiéndome de él, de uno de esos hombres de antes, alegres y densos, y de paso despedir, ahora sí, al siglo XX que no parecía haberse terminado hasta ahora que Arreola se fue. Es un poco triste acabar el año con despedidas así; también se nos fue George Harrison, el más guapo de los cuatro Beatles, que no estaba en edad de morir, ni mucho menos. No me resta más que desear a todos los amables lectores de La Jornada Semanal que el año siguiente sea bueno de verdad (la verdad es que este, a partir de septiembre, estuvo más que regular), que se les cumplan todos sus deseos, que se acabe la guerra estúpida que acaba de comenzar, que empiecen muchas cosas buenas, que en este siglo nazcan, para bien de todos, nuevos Arreolas y nuevos Georges Harrisons, y que la liviandad de nuestros trajes otorgue, por lo menos, un nuevo sentido a nuestras vidas.



Naief Yehya


Una breve introducción a las 
armas biológicas (IV)



Experimentos en la infamia
Japón fue el primer país en lanzar un programa de producción masiva de agentes patógenos con fines bélicos. La justificación para una aventura semejante fue un supuesto ataque biológico en su contra: oficiales japoneses argumentaron que en 1935 detuvieron a un comando soviético en Manchuria que tenía frascos con ántrax. Al término de la guerra se reveló que el ejército nipón había experimentado ampliamente con diversos patógenos probando su eficacia en animales y humanos. En su confesión de 1947, el zar de la guerra biológica nipona, Shiro Ishii, declaró haber amarrado hombres a postes (debidamente protegidos con cascos y armaduras), para someterlos a explosiones de bombas bacteriológicas estáticas o lanzadas desde aviones. En una ocasión, de trece sujetos, ocho murieron por heridas del impacto y cuatro fueron infectados; tres de éstos murieron. Una prueba típica consistía en encerrar a cuatro hombres en un cuarto hermético y dispararles agentes letales con aerosoles, o bien se infestaba el cuarto con pulgas infectadas y se determinaba el volumen de pulgas por metro cuadrado necesarias para matarlos a todos.

Una falsa amenaza se convierte 
en un terror real

Al término de la segunda guerra mundial los bioguerreros tenían almacenadas miles de toneladas de toxinas y gérmenes asesinos sin utilizar. Tan sólo en la base Detrick había alrededor de doscientos proyectos diferentes (desde ántrax hasta cultivos de mosquitos asesinos, pasando por varios gérmenes para destruir productos agrícolas). Estadunidenses, ingleses y japoneses desarrollaron bombas de racimo que soltaban centenares de cápsulas con agentes biológicos; bombas que al impactarse con el suelo disparaban por la cola chorros de suspensión de ántrax y plaga; bombas madre e hija que al impactarse la primera enviaba una señal por radio a la segunda que la hacía explotar exactamente a 1.5 metros del piso para diseminar su agente a la altura ideal; bombas de porcelana que no requerían de mucho explosivo para hacerse pedazos y regar el patógeno; bombas de fragmentación que proyectaban pedazos de acero contaminado en todas direcciones, y muchas más. Los programas de armas bacteriológicas británicos y estadunidenses habían sido en buena medida respuestas exageradas y extremadamente peligrosas a una amenaza inexistente, pero habían demostrado que estas armas no eran pura ciencia ficción, como se pensaba hasta los años treinta. No obstante, a estos dos países les hacía falta probar sus armas en sujetos humanos como habían hecho los japoneses años antes. El gobierno estadunidense ha reconocido un experimento durante la guerra con doscientos presos de San Quintín, que fueron inyectados con el germen que produce la peste bubónica. Ninguno de los reos murió ni enfermó de gravedad. A partir de 1949 (y hasta los ochenta), el ejército ha realizado numerosas pruebas bacteriológicas en contra de la población civil con simulantes, agentes supuestamente inofensivos (para rastrear propagación y detección). Varias de esas pruebas pueden relacionarse con epidemias. La más reciente sería el inexplicable brote del virus hanta en el sudoeste de Estados Unidos, que en 1993 cobró más de treinta vidas. De acuerdo con Leonard A. Cole, el autor de Cloud of Secrecy: The Army Germ Warfare Tests Over Populated Areas, el ejército estadunidense lleva años experimentando con el mortal virus hemorrágico africano hanta.

Los hombres de los gérmenes

Es inevitable preguntarse cómo es la mentalidad de aquellos que conscientemente trabajan en este campo. Es muy revelador, por ejemplo, que David Henderson, el segundo al mando del programa británico, eligiera el campo de la veterinaria porque amaba a los animales; no obstante, inventó el "aparato de Henderson", que es un tubo de un metro con perforaciones que permite inmovilizar animales pequeños (conejos, hámsters, ratones, etcétera) para exponerlos a agentes patógenos en aerosol. Otro caso interesante es Ira Baldwin, el director científico de la Base Detrick, quien era un cuáquero profundamente religioso, que al ser invitado a trabajar en el programa de armas biológicas lo meditó profundamente y llegó a la conclusión de que la guerra era de cualquier forma espantosa pero si él tenía que elegir, prefería morir de una enfermedad infecciosa que despedazado por una bomba convencional. Baldwin decidió que crear gérmenes para matar era una opción humanitaria para ayudar a su patria. Y, finalmente, ¿qué se puede decir de Wayne Harris, un suprematista blanco que hace unos meses ordenó tres muestras de peste bubónica a un laboratorio de Rockville, Maryland? Le bastó con falsificar unos membretes para que le enviaran por Federal Express las muestras con las que esperaba iniciar el esperado armagedón racial. Harris fue arrestado y condenado a dieciocho meses de prisión por fraude postal, no por poseer un agente mortal ni por las intenciones de usarlo en contra de sus enemigos de raza.
 




Juan Domingo Argüelles

Juan José Arreola, el poeta

En 1966, Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis incluyeron a Juan José Arreola (1918-2001) en su hoy célebre antología Poesía en movimiento. Considerado, unánimemente, un extraordinario narrador (Varia invención, Confabulario, Bestiario, La feria y La Palindroma), Arreola es, en esencia, un no menos extraordinario poeta o, si se prefiere, un poeta de esencias.

Octavio Paz incluyó a Arreola en una antología de lo mejor de la poesía mexicana por considerar que una buena parte de sus "confabulaciones" no podían sino denominarse "verdaderos poemas en prosa"; textos, añadió Paz, llenos de "fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado". "Poesía de alto voltaje" de un infrecuente artífice de la palabra: un moralista al estilo clásico (y con la profundidad de los clásicos) que le confiere a la materia verbal las exigencias de la poesía.

En Poesía en movimiento, los antólogos incluyeron siete textos del Confabulario total (1962): "Elegía", "La caverna", "Telemaquia", "Dama de pensamientos", "El sapo", "Cérvidos" y "Metamorfosis", reveladores de lo mejor de su talento en aquellas prosas de menor carácter narrativo y más radical ejercicio de síntesis: esas brevedades sorprendentes, concentradas y plenas de emoción y de inteligencia, como en estas primeras tres líneas con las que nos describe al sapo: "Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón."

Arreola es, sin discusión, uno de los mayores narradores mexicanos del siglo xx, pero también es un poeta: ceñido, escaso, pero siempre extraordinario en el sentido más pleno de la sentencia de Gracián: dos veces bueno.

En su Antología del poema en prosa en México (Fondo de Cultura Económica, 1993), Luis Ignacio Helguera le dedica a Arreola un apartado especial en el estudio preliminar ("Juan José Arreola y los prosistas poetas") y advierte que el autor de Confabulario es "la figura central de la artesanía poética en talleres de la prosa", recordándonos que él mismo reivindica para la definición de su estilo los términos "prosa poética" y "poesía prosaica". El antólogo incluye una veintena de poemas en prosa de Arreola pertenecientes sobre todo al Bestiario y algunos a Palindroma.

Juan José Arreola el poeta no precisa del verso porque en su obra narrativa privilegia el ritmo, la música, la armonía, en una escritura dramática con énfasis, pausas y, sobre todo, emoción concentrada al máximo. (A veces reinterpreta décimas y sonetos clásicos, pero ello es para atender su pasión lectora y su admiración por el verso.)

Cuando Joaquín Mortiz publicó, entre 1971 y 1972, los cinco libros que integran la obra arreoleana, anunció también el orden de la edición sumando a Confabulario, Palindroma, Varia invención, Bestiario y La feria, otros cuatro títulos que al menos en esa colección nunca vieron la luz: Arte de letras menores, Memoria y olvido, Hombre, mujer y mundo, y Poemas y dibujos. Nos los quedó a deber, aunque desde luego se haya ocupado de estos temas y asuntos en los volúmenes recopilatorios de su prosa oral. Todos hubiésemos querido ver el de Poemas y dibujos. Mas, con todo, debe consolarnos el hecho de que la poesía de Arreola está en cada uno de sus libros de magistral prosa.

En el "Monólogo del insumiso" hallamos este párrafo de hondo dramatismo, independientemente de su carga irónica: "Hay un diablo que me castiga poniéndome en ridículo. Él me dicta casi todo lo que escribo. Y mi pobre alma cancelada está ahogándose bajo el aluvión de las estrofas."

Ese aluvión de las estrofas es, en el caso de Arreola, un aluvión de materia verbal ígnea, pues, como él mismo ha escrito, su obra no es otra cosa que aquello que escuchó, un solo instante, "a través de la zarza ardiente".

Sus "Doxografías", incluidas en Palindroma y dedicadas a Octavio Paz están entre lo mejor de su inquietante poesía aforística, como en estas dos líneas: "Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte", o estas otras de lo que él denomina, irónicamente, un cuento de horror: "La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones."

Pero si hay un libro que contiene en toda su explosividad la poesía de Arreola, ese libro es el Bestiario, con su primera parte que corresponde propiamente a la materia que le da título al volumen y con sus incomparables "Cantos de mal dolor" y "Prosodia" (asimismo, algunas aproximaciones sobre poemas de Jules Renard, Milosz, Jouve, Michaux, Francis Thompson y sobre todo Claudel).

En las últimas líneas del sentido epitafio para Marcel Schwob, Arreola el poeta escribe: "Vivió en un tiempo malo. Desapareció en el misterio a los treinta años de su edad. Acosado por el hambre y la fatiga, huyó como un lobo que se siente morir, y que busca el rincón más oscuro del bosque. Rogad a Dios por él."

Y en uno de sus magistrales "Cantos de mal dolor", le dedica un irónico "Homenaje a Otto Weininger" que, entre otros espléndidos momentos, dice: "Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla."

"Animal de pocas palabras" llama Arreola a la hiena en una de sus invictas prosas poéticas, advirtiendo sus "reminiscencias de cerdo y de tigre envilecido". La mira también "depravada y golosa". Y al final nos entrega la lección poética de la moraleja: "Antes de abandonar a este cerebro abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres."

Ante la inminencia de la celebración por el medio siglo de Confabulario, que su autor ya no podrá presenciar, hemos querido recordar que Arreola el fabulador es también, indiscutiblemente, un poeta.

Javier Sicilia


El reino de las islas o la búsqueda de la presencia

Alguna vez, en 1998, al escribir el prólogo que reúne la poesía que Jorge Ruiz Dueñas produjo a lo largo de treinta años (1968-1998), Carta de rumbos, dije que su obra es la búsqueda de la presencia, en el sentido de que su decir poético es un largo viaje, una larga travesía por el misterio de la existencia en busca de aquello que la funda y cuyo rostro, como le sucede a casi todo poeta, revela, pero desconoce. 

Podría decir, siguiendo esta reflexión, que El reino de las islas (Plaza y Janés, 2001) es la misma búsqueda del poeta por otros medios: los de la novela. 

Sebastián Lombardo, una especie de alter ego del yo poético que recorre la poesía de Ruiz Dueñas, médico exitoso de edad avanzada, decide renunciar a su posición, casarse con una mujer joven, Mariana, repartir sus bienes entre sus hijos y emigrar a las costas de la península de Baja California. Agnóstico, humano, antiguo viajero, conocedor de las técnicas secretas del eros, entregado a su oficio de sanar y de ayudar a vivir mejor la vida psicofísica de los habitantes de aquella región, enamorado del mundo y de sus maravillas visibles, sumido en sus reflexiones sobre el misterio de la vida y de un extraño libro, escrito por un salentino, que Luis Gaditano –personaje inspirado en Álvaro Mutis– le había obsequiado en la prisión donde purgó una inmerecida condena, Sebastián Lombardo conoce en aquellos sitios a Canela, una mezcla de Sancho Panza, de los héroes de la picaresca española y del mexicano fiel a su patrón, y a Hermilo, un cura tan bien intencionado como imbécil en las cuestiones de la vida espiritual; ahí también sufre la traición de su esposa con Michel Desmond, el diverso, la devastación de un cáncer en el cerebro y, por último, la muerte.

Esta es la anécdota. Sin embargo, como en toda buena novela, ella es sólo el lugar donde una compleja trama va creando un universo maravilloso y, como lo decía Tomas Mano de las grandes obras, "multifacético e indefinido como la vida misma". En este sentido, El reino de las islas es una obra mayor. En ella los mundos interiores de sus personajes, sus historias personales, las intromisiones del narrador que por momentos se convierte en el yo poético de los poemas de Ruiz Dueñas, que nos revela una península llena de secretos y de evocaciones tan misteriosas como míticas, y las intrigas, generan una obra de enormes registros que pediría un análisis exhaustivo que no puedo hacer aquí. 

Lo que, sin embargo, me interesa tratar aquí es a Sebastián Lombardo, el personaje principal. Detrás de la trama en la que su vida se envuelve se va tejiendo otra tan maravillosa como intangible: la de esa búsqueda y de esa manifestación de la presencia que para mí es el leitmotiv de la obra poética de Ruiz Dueñas. 

Sebastián Lombardo pertenece a la tradición de los desarraigados del mundo moderno. Su desarraigo consiste en que al negar el mundo de las urbes, de la tecnología y de los estatus en busca de la realidad real, se topa con el vacío y es obligado a buscar el sentido en los vestigios de la existencia. La mujer y los recuerdos de Narda –la tía que en su pubertad lo abrió a los misterios del eros–, los desiertos bajacalifornianos y el libro del salentino son una especie de ruinas en donde Lombardo cree atisbar ese misterio que constantemente se le niega y que el cristianismo de Hermilo, atrincherado en una moral estrecha, no puede darle. A diferencia de la tradición de los locos españoles que como Don Quijote o Nazarín de Pérez Galdós pueden ver en los rasgos de una labriega, de una prostituta o de un jorobado, a una princesa o el rostro desfigurado del amor divino, y a semejanza de los héroes del desarraigo, Lombardo es un agnóstico. Si experimenta una presencia en las realidades más elementales de la vida, sus rasgos están velados. En el curso de esa vida –en la que abundan introspecciones poéticas, tan inquietantes como oscuras, del mejor Ruiz Dueñas– asistimos a la lenta devastación de Lombardo, es decir, a su desarraigo completo. Mariana lo engaña; Hermilo, con la torpeza del mojigato, le revela el adulterio; la población, a quien sirvió como médico desinteresadamente, lo juzga y lo compadece; al final, el divorcio, el horror de la vejez, el encuentro con el cáncer, la destrucción de las realidades elementales en donde buscaba la presencia y la renuncia, a pesar de las insistencias de Hermilo y de un médico, a ingresar en una clínica: rechazo a la parafernalia tecnológica que pretende adueñarse de la vida y la muerte y recuperación de su libertad que lo hizo vivir su propia vida y que ahora le hará morir su propia muerte. 

En apariencia todo indica que Sebastián Lombardo, como los desarraigados de este siglo, muere estoicamente bajo el peso del vacío. Sin embargo, a medida en que el desarraigo es mayor, comienza a surgir en él el sentido de la presencia. Ruiz Dueñas nos hace asistir, a través de la búsqueda y la lenta devastación de Lombardo y de una serie de episodios conmovedores, a un doble proceso: el desvanecimiento de los vestigios en donde atisbó la presencia y el descubrimiento del misterio que funda todo: el amor que se expresa en dos virtudes casi ajenas al mundo moderno: la amistad y el sacrificio. Lo misterioso de la existencia en donde Lombardo atisbaba el sentido, cede sitio a lo divino en el hombre: la caridad. Esta revelación encarna en dos momentos maravillosos: cuando Gaditano y Canela comparten la última noche con Lombardo y cuando el propio Lombardo, en un acto sacrificial, entrega su vida para salvar a Canela y salvarse a sí mismo de la devastación del cáncer; un acto ambiguo que el amor ampara. El atormentado Lombardo dejó de buscar: no encontró a Dios, pero encontró su presencia en el mundo de los hombres. Todo lo que Lombardo había amado y había constituido el sitio de su búsqueda quedan reunidos en el amor y el sacrificio. El reino de las islas es así el reino de las soledades que han logrado preservarse en su libertad y atisbar el lugar de la presencia. Una frase de Jean Vanier que me viene a la memoria puede resumir lo que esta novela nos revela: "El lugar de la herida es el lugar del encuentro."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.


Luis Tovar


Perspectivas 
del cine mexicano (V)

Todavía quedamos muchos que entendemos al cine lo mismo como una manifestación cultural y artística, que como un producto de consumo y un fenómeno de comunicación de masas, todo a un tiempo, no nada más lo uno ni nada más lo otro. Del mismo modo en que su composición es necesariamente híbrida y colectiva (quedan ya realmente pocos casos del llamado "ejército de un solo hombre"), su función social presenta decenas de derivaciones que muchas veces nada tienen que ver entre sí, pero que de algún modo se complementan.

Para quienes el cine es un negocio y nada más, la filmografía mexicana reciente se encuentra en una etapa de prueba. Están examinando qué tan alto es el riesgo, si puede alcanzarse la recuperación de lo invertido, en qué casos es más difícil, en cuáles más fácil; se están inventando, sobre el escritorio o sobre las rodillas, estrategias de inversión, de promoción, de lanzamiento, etcétera.

Para quienes el cine es un entretenimiento y nada más, la filmografía mexicana reciente se encuentra, también, en una etapa de prueba. Están examinando qué tanto las películas hechas en México se han alejado de los grises parámetros que se manejaron durante largos años y, quiérase o no, qué tanto se acercan al rasero empleado para medir el cine hollywoodense, omnímodo estilo de ver cine en el nuestro y en casi todos los países del mundo.

Para quienes el cine es una vocación, no es la filmografía mexicana la que se encuentra en una etapa de prueba, sino ellos mismos. Lo sepan o no, están siendo examinados, por sus pares, por el público, por el trabajo anterior que unas veces los sustenta y otras los estigmatiza, para ver si son capaces al menos de hacer las cosas mejor de como las hicieron sus antecesores.

Todo Mundo y sus extremos

A simple vista, nuestro cine sigue hoy como estaba hace poco más o menos un lustro. Se produce, pero poco. Se exhibe, pero casi siempre mal. Ya se sabe que los campanazos no alcanzan a sacar al buey de la barranca, pero cada que sucede otro, a Todo Mundo le brillan los ojos por la esperanza, pronto frustrada, de que ahora sí. Y para seguir con las metáforas bovinas, digámoslo de este modo: pocos están dispuestos a confesarlo, pero a toro pasado, cuando una película demuestra rápidamente que no es el nuevo garbanzo de a libra ni en taquilla ni en ninguna otra parte, Todo Mundo se pasa al otro extremo y no se cansa de decir que el cine mexicano, en su totalidad, es de mediocre para abajo.

Entretanto, este año se estrenaron algunas cintas que aguardaron más de la cuenta, como Rito terminal, De ida y vuelta y Angeluz, mientras siguen esperando en el limbo de su lata películas como Sexo por compasión, Un mundo raro y De piel de víbora. Más pronto que tarde deberán aparecer Vivir mata, Arráncame la vida, Al rescate de la Santísima Trinindad y unas cuantas máción. Todas ellas, sumadas a las pocas que se filmen en los próximos meses, pondrán sus virtudes y sus defectos en juego para que todos los cineastas –los que hacen el cine, quienes ganan o pierden dinero con él, quienes lo disfrutamos o lo sufrimos y quienes tratamos de analizarlo–, en el ejercicio de realismo del que se habló al principio de estas entregas, veamos con mayor claridad cuáles son las perspectivas del cine mexicano en el futuro próximo.

Somos muchos

Por lo pronto, somos muchos los que deseamos ver nuestra realidad, para entenderla mejor, reflejada en la pantalla grande. No importa si a esa visión múltiple de nuestra realidad se le pueden pegotear calificativos ninguneadores (azotada, autocomplaciente, escamoteadora, facilista, obviadora, insuficiente, distorsionada, efectista, etcétera), el quid es poder verla.

Somos bastantes los que confiamos en que las perspectivas del cine mexicano serán tan positivas como capaces seamos de entender que su futuro no depende ni de los setenta millones de pesos que el foxigobierno buenamente soltó (y dadas las ansias hegemónicas en materia cultural que ha demostrado el dizque régimen del cambio, es fuerte la tentación de pensar que ese dinero querrá ser utilizado para seguir conjugando el mexicanísimo verbo "maicear"); ni tampoco de los premios internacionales ganados o por ganar (que le pregunten, por ejemplo, a Arturo Ripstein, cuyas vitrinas repletas de trofeos pueden languidecer como lo hacen en las butacas los escasos asistentes mexicanos a sus películas); ni de lo que distribuidores y exhibidores tengan a mal concedernos, imponernos o asestarnos (sobre todo en fechas como éstas, tan llenas de Harry Potters y oportunismos al uso).

Perdón por el romanticismo de la idea, pero de verdad creo que la vida futura de nuestro cine depende más bien de lo que como realizadores y consumidores del mismo estemos dispuestos a meter las manos por él: reflexionando, como aquí se intenta, sobre su naturaleza, condiciones y posibilidades; confrontando ideas y puntos de vista acerca de sus fortalezas y debilidades para enriquecer nuestro personal criterio y nuestra postura, y no engrosar las ya nutridas huestes de quienes todo lo "solucionan" frente a una taza de café y luego se quedan a ver el derrumbe que ellos, en su infinita soberbia, creyeron anticipar, pero que no movieron un dedo para evitarlo o al menos retrasarlo.

Estoy convencido de que hace falta establecer un nuevo punto de partida sólido, desde el cual pueda surgir el cine que queramos, comercial o no, trascendente o no, abundante o no, ganador de festivales o no, pero del que tengamos al menos la certeza de que no está ahí por el favor de nadie, ni por milagro ni por casualidad. 
 

Michelle Solano
Lo peor del año

La anterior entrega estuvo dedicada a lo que la cronista consideró lo mejor del año 2001 en el teatro mexicano. Suele suceder que quien hace sus recuentos anuales sobre tal o cual tema, olvida que a la par de los sucesos agradables, dignos de recuerdo y elogio, existieron también los malos, los francamente desagradables, aquellos que se antoja dejar en el mejor de los olvidos. Sí, pero antes de desecharlos de la memoria, habría que hacer un ejercicio de análisis a partir de ellos. Este espacio, entonces, queda para aquellas obras y/o acontecimientos teatrales que podrían considerarse como lo peor. Sin ánimos maniqueos, este peor, se refiere a aquello que –tristemente– forma parte de la realidad de nuestro teatro y que dejó mucho que desear. Que haya obras buenas y malas no es ninguna novedad; sin las unas no podrían existir las otras, pero lejos de esa jerarquización radical, ambas son referencia y un buen medidor de la situación actual del teatro, de los creadores, los ejecutantes y, por supuesto, también de quienes proporcionan los recursos para que se lleven a cabo. En fin, que al igual que en Lo mejor del año, el siguiente listado obedece tan sólo a lo que esta cronista tuvo oportunidad de ver en los teatros, durante 2001.

Relaciones peligrosas. Este montaje tuvo un gran defecto: dos defectos. El primero: es casi una copia fiel de la película Dangerous Liaisons, lo cual implica que hay momentos que nomás no funcionan. Es una tarea compleja la de hacer cine (secuencias, disolvencias, flashforwards, etcétera) en el teatro. El segundo: el antecedente de una mejor lectura, dirección y ejecución de la misma historia y los mismos personajes: Cuarteto, de Heiner Müller, dirigida por Ludwik Margules y con las actuaciones de Álvaro Guerrero y Laura Almela, uno de los mejores montajes que se vieron en la década pasada.

Los monólogos de la vagina. Un texto harto superficial, una dirección sostenida apenas con alfileres y unas actuaciones sobradas, rayando en un kitsch mal comprendido... y no intencional.

Santa Juana de los mataderos. Mucho ruido y muy, pero muy pocas nueces. Con un presupuesto más que sustancioso, este montaje de Luis de Tavira, es –como siempre– su versión libérrima de la obra homónima de Bertolt Brecht. Amén del marrano en el escenario, esta obra es una clara evidencia de cómo pueden llegar a desgastarse varios elementos del acontecer teatral, entre ellos los criterios para el otorgamiento de los recursos y/o los teatros y las fórmulas probadas de un director –sin hablar de la eficacia de las mismas–, y la paciencia de un público que, aunque ávido de propuestas escénicas, acude a los teatros sólo para hacer rechinar butacas durante más de dos horas seguidas.

Frankestein o el moderno Prometeo. Basada en el texto de Mary Shelley, esta adaptación de Clarissa Malheiros, bajo la dirección de Juliana Faesler, constituye parte de ese fenómeno que ahora es casi una moda dentro del teatro: el sacrificio de la historia, del drama, en aras de la propuesta visual. Este montaje no alcanzó siquiera a elaborar su propio discurso narrativo; se limitó únicamente a una lluvia de imágenes, –no se niega, algunas bastante eficaces– pero que en conjunto no consolidaban un hilo conductor del cual asirse para poder disfrutar, siquiera, de la buena actuación de Liliana Flores. Aunque la obra incluía el trabajo de Ximena Cuevas, una de las videoastas más destacadas de su generación, no fue suficiente. 

Animales insólitos. La muestra perfecta de que no por contar con grandes talentos, la obra puede llegar a consolidarse. A pesar de que Martín Acosta (un director del que muchos piensan que "siempre es garantía") dirigió este texto de Humberto Leyva (de quien recordamos un texto tan lúcido como Stabat Mater), eso no lo redimió de su pecado original: un texto que apenas si se antojaba para un esbozo preliminar, ya que los personajes todavía eran muy endebles, sin una unificación en los tonos y los conflictos. En las actuaciones también hubo fiascos, una Vanessa Bauche (con todo y Amores Perros y Piedras verdes) completamente desteñida y sin garra. 

Del extranjero: La Fura dels Baus. El espectáculo ØBS basado en Macbeth, que este grupo catalán presentó en su más reciente visita a nuestro país, puede catalogarse como un gran ejercicio de improvisación, en el mejor de los casos, o como una gran tomada de pelo, en el peor. Más allá de la calidad de su espectáculo, lo lamentable sigue siendo que a muchos les dé por imitar o plagiar (si no, pregúntenle a Israel Cortés) lo que es un recurso ya muy sobado... y a estas alturas, hasta obsoleto.

Por lo que hace a los espectáculos internacionales que se presentaron en el tan cacareado Festival Arte 01, nombrarlos a todos es no tener conciencia del gasto inútil de tinta. Fuera de posturas chovinistas, es una lástima que quienes organizan estos festivales sigan creyendo que calidad es sinónimo de nombres y lenguajes extranjeros.

Por si fuera poco, este año el teatro mexicano tuvo que enfrentar muchos avatares, entre los que destacan magro financiamiento, escasas coproducciones, pocos estrenos dignos de aplauso, y un sinfín de elementos que bien conocemos y que conforman la mentada crisis del teatro. Pero quizá uno de los hechos más lamentables es que el público se aleja cada vez más de las salas, de los montajes no publicitados, y tal vez sea buen momento para reflexionar sobre las posibles causas y consecuencias de que esto siga sucediendo. ¿Será que sólo tienen éxito las obras comerciales, con repartos estelares y megapublicitadas? ¿O será que las propuestas escénicas que suelen calificarse como honestas y hondas distan mucho de lo que el público quiere y/o necesita?

En fin, que aún es pronto aventurar pronósticos para 2002; sin embargo, sabemos desde ahora que un recorte al de por sí ya lánguido presupuesto, será una realidad. Ni modo: habremos de ingeniárnoslas, cómo siempre.