Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 5 de enero de 2002
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Política
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Ilán Semo

Los derechos humanos como dilema

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la vindicación de los derechos humanos se ha convertido en una fuente de poder y legitimidad. Su función ha sido variada, compleja y, sobre todo, diversa. Bajo regímenes autoritarios, su cometido parece haber tenido (y sigue teniendo) un sentido relativamente preciso: una y otra vez proveen a las luchas contra los abusos del poder de una legitimidad que escapa al dominio de cualquier estatuto local constrictivo. También han servido para propiciar reformas institucionales. El antiguo régimen político mexicano optó, para disminuir la eficacia de las voces que demandaban su cumplimiento, por incorporar la defensa de los derechos humanos bajo una esfera paraestatal. Cabe decir que fue una solución singularmente mexicana: si no puedes con ellos, cóptalos. El papel que desempeñaron las comisiones (oficiales) de derechos humanos en la democratización de la vida pública está aún por estudiarse; obviamente no fue tan visible como el que ejercieron los organismos autónomos.

En los años noventa, la multiplicación de organizaciones dedicadas a vindicar los derechos humanos creó espacios jurídicos (a veces formidables) que lograron, como en Argentina, cuestionar el pasado de una nación entera, o como en Guatemala, retornar la paz ahí donde sólo se recordaba la guerra. Y sin embargo, su diversificada reivindicación no ha servido siempre a fines necesariamente "humanitarios". Cada año hay una tipificación de países que cumplen o no con ellos, donde difícilmente se nombra a alguna de las naciones occidentales. Si se recuerda, el año pasado Fidel Castro perdió también esta batalla. Todas o casi todas las intervenciones militares de Estados Unidos y la OTAN en países de la periferia han sido legitimadas con el cometido de la defensa de los derechos humanos. En la guerra reciente en Afganistán, cuyo propósito anunciado era desmantelar bases de terroristas, la opinión pública estadunidense acabó escenificando un carnaval de reconquista de "derechos humanos" con imágenes de mujeres que se quitaban el velo, hombres que iban al cine y niños que veían caricaturas (los talibanes había prohibido la televisión). De antemano se sabe que la política exterior estadunidense es radicalmente pragmática: antes que cualquier derecho se halla la eficacia económica y estabilizadora de una intervención militar. Así pudieron combatir a los talibanes por violar "derechos humanos" mientras seguían siendo el principal puntal del régimen más siniestro de la región: la monarquía de los Faisal en Arabia Saudita.

La pregunta es en realidad si la estrategia del despliegue de los derechos humanos no se ha convertido en un simple, y bastante banal, instrumento de ese orden unipolar que ha empezado a caracterizar el centro constituido por Estados Unidos y la Unión Europea. No es casual que la crítica de los usos y abusos del discurso de los derechos humanos se haya trasladado al centro mismo del debate occidental, y haya ocupado la atención de esa opinión, acaso la más divulgada en Occidente, de no confundir la lucha contra el fundamentalismo en una lucha contra el Islam. Por ello la pregunta que se hace Michael Ignatieff en el último número de Foreign Affairs (noviembre-diciembre, 2001) no es descabellada del todo: ¿son defendibles los derechos humanos?

La crítica a los derechos humanos convertidos en una ideología expansiva, dice Ignatieff, proviene de tres frentes: el Islam, China y los países asiáticos, y la filosofía posmoderna, ubicada en el corazón mismo de Occidente. Para el Islam, se trata de la imposición de un orden jurídico que niega al Islam mismo. Para China, Singapur y las poderosas economía orientales, la violación de derechos humanos no implica la constitución de sociedades débiles. La más radical de todas es acaso la crítica del posmodernismo: la aplicación universal de un derecho significa la imposición universal de una cultura.

Ignatieff refuta la tres críticas recordando, justamente, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es la lección que Occidente entregó al mundo para no repetir los horrores del totalitarismo y la Segunda Guerra Mundial. Además de que no es un documento exclusivamente occidental, porque fue aprobado por todos menos por Arabia Saudita en 1947, que se opuso al párrafo que vindica la libertad de las mujeres para escoger con quién se casan.

Sin embargo, habría acaso que reflexionar en el otro argumento de la crítica posmoderna al universalismo que Occidente le ha dado a la aplicación de esos "derechos humanos".

En la Declaración Universal no se hace nunca mención a los límites de quienes supuestamente han tomado la defensa de esos derechos en sus manos. Después de la Revolución Francesa, la condición efectivamente "universal" de cualquier derecho deriva de los límites que impone a quienes ejercen el poder y no simplemente de los derechos que atribuye a quienes no lo tienen. Y precisamente, las mayores violaciones a derechos humanos provienen hoy de las grandes potencias, que los han convertido de un instrumento de universalización del derecho en un instrumento de globalización hegemónica.

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