Jornada Semanal, 13 de enero del 2002                       núm. 358

Los persas y su “lengua de aves y de rosas”

Del Royal Teherán Hilton al Palacio del Sha (Sha han Sha –rey de reyes– le gritaban los acarreados al estilo priísta en las concentraciones) había unos ocho o diez kilómetros de distancia que se recorrían en los coches proporcionados por el Ministerio de Educación, en unos pocos, alucinantes y terroríficos minutos, pues, en aquellos tiempos, no había muchas señales de tránsito y reinaban la ley de la selva, el aventón de lámina y el insulto automático (algo muy parecido al De Efe de 2001). El chofer de nuestro coche se llamaba Alí y estaba empeñado en aprender algunas frases en español. Lo primero que Rafael F. Muñoz y este bazarista le enseñamos fue lo que el Prometeo sifilítico de Renato Leduc le dice al último mensajero del implacable Zeus: “Chinga tu madre.” La frase se completó con un “pendejo” que Alí fue dominando día con día. Así, las calles de Teherán escucharon todas las mañanas el “chinga tu madre, pendejo” que Alí lanzaba a sus enemigos del volante.

Formaba parte de la delegación mexicana acreditada ante el Congreso Mundial sobre el Analfabetismo, organizado por la unesco (diga usted siempre, a la Torres Bodet, “iunescó”) y patrocinado por el Sha dentro de su programa de catarsis lograda a través de la identificación con Darío, Jerjes y Artajerjes (con los cuales no tenía nada que ver, pues la dinastía Pahleví fue fundada por su antepasado reciente, un sargento golpista) y la caprichosa reconstrucción de una parte de las ciudades imperiales de Susa y Persépolis. Bajo este secular amparo organizó un par de banquetes memorables. Asistí a uno de ellos y, sentado bajo una tienda enorme hecha de finísima tela, contemplé el paso de las ya occidentalizadas (menos en todo lo concerniente a su libertad sexual...bueno... a todas sus libertades) princesas de la corte. En mi memoria brilla la prodigiosa figura y los “ojos tan negros como un destino” de Dania Tajerián, princesa armenia, hermosa, elegante y elocuentísima. Por ella me enteré de muchísimas cosas de palacio y pude mandar a México informes chismosos y, a mi entender, divertidos. Por supuesto que no faltó el pálido burócrata que me señalara como un irremediable frívolo. ¡Vaya tontería! Yo estaba siguiendo los métodos bizantinos que se metían por los laberintos de las alcobas, pasillos palaciegos y salones de té, para llegar al corazón de los asuntos políticos. Teodora y Juan de Éfeso fueron mis maestros en esas artes y tejemanejes. Basta de disculpas. Frente a mí está el perfil, cantado por Saadi, Hafiz, Rumi y Omar Kayyam, de la prodigiosa Dania reclinada en la amanecida de Isfahán. En esos momentos adquirí mi idea de Persia. Lo demás fueron discursos, demagogia, falsa modernización, corrupciones sin fin y acarreados priístas gritando “Sha han Sha” en el estadio lleno de fotos del “modernizador”.

El Palacio del Sha estaba abierto, con las restricciones del caso, para que fuéramos a cenar todos los delegados. Los mexicas, Agustín Yáñez, Rafael F. Muñoz, Manuel Alcalá, Claudio Ferrán, nuestro intérprete en El Cairo y gran correteador de azafatas de Alitalia, y este bazarista que andaba de aprendiz en las artes bizantinas, no fallábamos al convite y recorríamos, plato en mano, los salones repletos de caviar del Caspio, sopas de cordero, asados bañados en salsas de yogurt y de granada, corderos a las brasas, pilafs centrados en el arroz iraní alargado y crujiente y dulces hechos con miel y agua de rosas. La bebidas eran limonadas y preparados de yogurt, pero, subrepticiamente, Rafael conseguía cosas más contundentes. Cuando lo oíamos cantar “se llevaron el cañón para Bachimba. Ya ni la chingan los federales”, sabíamos que ya había dado con la fuente clandestina.

Muñoz, en esas épocas jefe de prensa de Educación, ya sólo escribía informes y comunicados. Sus novelas, Se llevaron el cañón para Bachimba y Vámonos con Pancho Villa figuraban en la lista de Austral. Los cuentos de Fuego en el norte y la excelente biografía de “Su Alteza Serenísima” andaban en editoras pequeñas y eran difíciles de conseguir. La nomenklatura literaria lo tenía olvidado (cosa que a él le importaba poco) y, muy de tarde en tarde, aparecían notas sobre su obra. Afortunadamente fue incluida en la edición de Aguilar de la novela de la Revolución mexicana. Esta fue la única vez que luchó contra el ninguneo. Después ya no tuvo tiempo y se alejó de los salones literarios.

La arquitectura islámica tiene ejemplos notables en Tabriz, Isfahán y Shiraz. Ahí está el color azul de las redondas cúpulas rematadas con la media luna y la elegante decoración que es doblemente imaginativa debido a las restricciones impuestas por la tradición islámica (algunas veces, los arquitectos burlaban las estrictas prohibiciones. Pensemos en los dos grandes leones que decoran la puerta principal del Registán de Samarcanda). En Persia, esa arquitectura tomó un camino diferente que la llevó a alcanzar una originalidad irreductible. Algo parecido sucedió con el diseño de libros, el vestuario y las artes decorativas en general.

El pillastre y matón Sha salió por piernas, pasó por Cuernavaca y acabó sus días en el norte de África. Su primera emperatriz, la bella y dispendiosa Soraya, pasó a mejores hace muy poco y su medio lelo hijo anda por las Europas hablando de los derechos al trono imperial provenientes de su abuelo, el sargento golpista, y de su chusco progenitor, el “modernizador” de Irán que provocó, con sus excesos autoritarios y corruptos, la llegada del fundamentalismo del Ayatola y sus iracundos clérigos.

Hace muchos años escribí poemas llenos de admiración por la obra de los persas que tanto amó Jorge Luis Borges, el argentino universal que cita a veces el Presidente Fox. En esos poemas hablaba de “La lengua de aves y de rosas” de Saadi, Hafiz, Rumi, Kayyam y de la poesía religiosa y patriótica de Firdousi, el autor del “Shahaname” (los nombres del Rey).

Poco duran los imperios y los personajes imperiales. Duran más los poemas aunque los nombres de los poetas desaparezcan en el tiempo. Hace muchos años, bajo la enorme torre de Bujara, sentí el pálpito de la vida ya extinta del mundo persa. En ese momento recordé la rubayata de Omar en la cual la hermosa amada y un vaso de vino son el alimento esencial de nuestras vidas que duran tan poco.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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