La Jornada Semanal,  13 de enero del 2002                          núm. 358
Henry Thoreau
de la desobediencia

Aforismos

Extraídos de su Diario, Vida sin principio, La vida en el bosque y sobre todo del famosísimo Desobediencia civil, entre otras obras, estos aforismos de Henry David Thoreau son un buen reflejo de lo que este humanista buscó siempre: el equilibrio y la justicia entre lo individual y lo colectivo, entre la persona y la sociedad. Muy citado, aunque probablemente no muy bien leído y, por lo mismo, poco comprendido, Thoreau estableció, hace siglo y medio, puntos de partida para el pensamiento democrático que seguirán siendo válidos por lo menos hasta que vivamos la utopía de ver cómo desaparecen los fundamentalismos.

Quiero hablar en nombre de la Naturaleza, de una libertad y una ferocidad absolutas, a diferencia de una libertad y una cultura simplemente civiles –para que se considere al hombre como habitante, como parte integral de la Naturaleza, más que como un miembro de la sociedad. Quiero hacer una declaración extrema, y si puedo, que sea categórica, pues ya existen suficientes defensores de la civilización: el ministro y el comité escolar, y cada uno de ustedes que cuida de eso.

La ley nunca hará libres a los hombres; son los hombres los que tienen que hacer libre a la ley.

No hay nadie más fatalmente equivocado que el que pasa la mayor parte de su vida consiguiendo su subsistencia.

Jamás existirá un Estado auténticamente libre e ilustrado hasta que el mismo Estado reconozca al individuo como un orden superior e independiente, del cual se deriva todo su propio poder y autoridad, y lo trate en consecuencia.

Para un filósofo todas las noticias, como se les llama, son chismes, y aquellos que las editan y las leen son como mujeres viejas frente a su taza de té ...noticias que sinceramente pienso que cualquier imaginación activa podría escribir con doce meses o doce años de anticipación con bastante exactitud.

El hombre para quien la ley existe –el hombre formal, el conservador– es un hombre domesticado.

Lo que llaman política es relativamente algo tan superficial e inhumano, que prácticamente nunca lo he reconocido como algo que me concierna de ninguna manera.

Las masas viven una vida de callada desesperación. Lo que se llama resignación es desesperación confirmada.

Creo de corazón en la sentencia que dice: "El mejor gobierno es el que no gobierna"; y quisiera verlo en acción más rápida y sistemáticamente. En la práctica equivaldría, en última instancia, a esto, en lo cual también creo: "El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto" y cuando los hombres estén preparados, tendrán ese gobierno.

No es deseable cultivar tanto el respeto por la ley, como por el derecho. El único compromiso que tengo es el poder de asumir y de hacer en cualquier momento aquello que yo considere correcto.

Cuando escucho a un hombre o a una mujer mayor decir: "Alguna vez tuve fe en los hombres; ahora ya no", me siento tentado a preguntar: "¿Quién eres tú a quien el mundo ha decepcionado? ¿No serás tú quien ha decepcionado al mundo?"

La ley jamás ha hecho al hombre ni un ápice más justo; incluso, al respetarla, hasta los bien intencionados se convierten a diario en agentes de injusticia.

Las masas sirven al Estado no como hombres, principalmente, sino como máquinas, con sus cuerpos. Ellos son el ejército y la milicia, los carceleros, los alguaciles, la leva, etcétera. En la mayoría de los casos no existe ningún libre ejercicio del criterio o del sentido moral; se igualan con la madera, con la tierra y con las piedras; y tal vez se puedan fabricar hombres de madera que sirvan también a este propósito. No infunden más respeto que los títeres, o que un terrón de lodo. No valen más que los caballos y los perros. Y con todo, incluso son generalmente considerados como buenos ciudadanos.

Las masas nunca se elevan al nivel de su mejor miembro, por el contrario, se degradan al nivel del más bajo.

Yo no nací para ser forzado. Viviré a mi manera. Vamos a ver quién es más fuerte. ¿Qué poder tiene la multitud? A mí me pueden obligar sólo aquellos que obedecen una ley superior a mí. Me obligan a llegar a ser como ellos. Yo no he sabido de hombres que sean forzados por las masas a vivir de una determinada manera. ¿Qué clase de vida sería esa? Cuando un gobierno me dice: "Tu dinero o tu vida", ¿por qué tendría yo que apresurarme a entregarle mi dinero? Puede que se encuentre en un gran apuro, y que no sepa qué hacer: yo no puedo remediarlo. Tiene que ayudarse a sí mismo; haz como yo. Llorar no sirve de nada. Yo no soy el responsable del buen funcionamiento de la maquinaria social. No soy el hijo del ingeniero. Yo percibo que, cuando una bellota y una castaña caen lado a lado, una no se queda inerte para abrirle paso a la otra, sino que ambas obedecen a sus propias leyes, y nacen y prosperan como mejor pueden, hasta que una, tal vez, eclipsa y destruye a la otra. Si una planta no puede vivir según su naturaleza, se muere; y lo mismo pasa con el hombre.

Una tarde, hacia el final del primer verano, yendo al pueblo a recoger un zapato que había llevado a reparar, fui apresado y encarcelado porque, como ya dije en otra parte, no pagué impuestos ni reconocí la autoridad del Estado que compra y vende hombres, mujeres y niños como si fueran ganado a las puertas del Senado. Yo había bajado al bosque por otros motivos. Pero a donde sea que vaya un hombre, los hombres lo perseguirán y lo manosearán con sus sucias instituciones, y si pueden, lo obligarán a pertenecer a su sociedad de fraternidades caritativas. Es cierto, puede ser que haya yo resistido enérgicamente con mayor o menor eficacia, que haya "enloquecido" en contra de la sociedad; pero prefiero que la sociedad "enloquezca" en contra mía, ya que es ella la facción desesperada.

Traducción de Helena Guardia