Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 22 de enero de 2002
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Cultura
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Teresa del Conde

Museo Soumaya: retratos

Vale la pena darse una vuelta a Plaza Loreto y visitar la sala de retratos mexicanos de los siglos XVIII y XIX que allí se exhiben, siendo por supuesto los del XIX más numerosos que sus antecesores. Es una experiencia peculiar no porque todos los retratos sean de alto nivel; en su mayoría son de encargo, hay varios anónimos y otros que siguen modelos creados por José María Estrada y Hermenegildo Bustos, pintores que están allí bien representados.

Me parece que existió algo así como una escuela retratística, ajena a las academias, que floreció entre pintores favorecidos por una clase media alta (incluido el ámbito clerical) que decidió preservar al óleo, mejor que en daguerrotipos o en fotografías, las apariencias de sus integrantes, ya fueran clérigos, militares, monjas, eruditos, damas de sociedad o niños. Se exhibe incluso un árbol genealógico que es una delicia en su ingenuidad, pues sus ramas realmente penetran los pechos de quienes fundaron esa estirpe en una composición que en sus orígenes quiso ser simétrica, pero se vio alterada con la aparición de la nueva hija del matrimonio, a quien hubo que incluir a como diera lugar.

Esta obra es de gran formato, es eminentemente popular, guarda poca relación con otras piezas exhibidas y marca la transición del XVIII al XIX (se realizó entre 1806 y 1808). Está referida a la familia que integraron el capitán de granaderos Manuel Solar y su poco agraciada esposa: María Josefa Magro y Galardi.

Además de esas obras que pueden resultar ''fuera de serie'', el espectador solitario que decide contemplar esos retratos se siente bajo su escrutinio porque salvo contadas excepciones sus miradas incisivas van persiguiendo el trayecto y convierte el recinto en un espacio literario en el que pueden suceder muchas cosas, como en los cuentos de Edgar Allan Poe.

Algunos personajes están enfermos, o a punto de enfermar, y por eso harían la delicia de los médicos que gustan de hacer diagnósticos retrospectivos. Se dirá que eso es lo que me propongo al comentar estas cosas, pero como no soy médico, no me obliga ninguna razón profesional para abstenerme de ofrecer mis impresiones. Así, se deduce que doña María Luisa Ozta y de la Cotera, además de mostrar un severo prognatismo, padecía probablemente de bocio exoftálmico, porque así aparece en el espléndido retrato que le hizo un pintor anónimo (tal vez tapatío). Pese a que se ve que hizo lo posible por mejorarla y engalanarla con una leve mantilla bordada que representó con delicadeza y minucia sobre su vestido, no corrigió sus rasgos básicos.

Se trataba, pues, de un pintor movido por una ética a toda prueba, que lo llevó a respetar los parecidos y esa parece ser la tónica que acompaña a la mayoría de la selección que ofrece el Museo Soumaya.

Hay enigmas en esto. La reverenda María Teresa de la Santísima Trinidad, hija del marqués de Aycimena, parece haber sido retratada de manera póstuma. Lo digo porque el pintor guatemalteco que nos dejó la efigie de esta monja carmelita, dejó la fecha de su fallecimiento en la leyenda que acompaña a la representación y así sabemos que la religiosa murió a los 56 años, en 1841. Por tanto, su retrato es ''hablado'' o bien está basado en un daguerrotipo. Lo interesante es que la reverenda presentó yagas (estigmas) como las de San Francisco, en ambas manos, y además tuvo una afección dérmica que el pintor transmitió con alguna fidelidad: en efecto, el rostro, de expresión enérgica, está salpicado de lunares negros. Tal vez por eso murió la monja enclaustrada.

Su compañero museográfico fue retratado en 1835 por José María Estrada, no se sabe si el retrato es, o no, póstumo, pero lo que sí puede deducirse es que ese joven clérigo, fray José de María Jiménez, fue atacado, bien de una fiebre palúdica o de hepatitis contraída en el convento en el que se ordenó en el Colegio Apostólico de Zapopan.

Otro canónico que fue a la vez académico, el doctor Braulio Sagasela, retratado en 1845 por Santos Pensado, era miope o padecía de astigmatismo, pero los aros de sus anteojos lucen ya muy modernos en la efigie que dejó el pintor y que le fue encargada por las hermanas del modelo. Pero el mejor retrato de todos es el de un joven caballero de levita, cuya expresión denota gran seguridad, casi insolencia. Es pieza digna de cualquier pinacoteca y está firmada por Fortunato Arreola que vivió entre 1827 y 1871, pintor que ameritaría una investigación particularizada.

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