La Jornada Semanal,  27 de enero del 2002                         núm. 360


 Alonso Arreola

Juan José Arreola: un inventario musical

“Nadie puede reflejar con mayor claridad las acciones de mi abuelo que mi tía Claudia”, afirma Alonso Arreola, nieto de Juan José y columnista de este suplemento, que parte del recuerdo familiar y la anécdota desconocida para compartir con nuestros lectores, entre varias otras cosas, “algo que pocos atestiguaron (…), su relación con la música, una suerte de amor ‘imposible’”. Alonso, bajista del grupo La Barranca, divide este recuento entrañable como si de una sinfonía se tratara, en homenaje a ese laudista que sabía tañer el aire con su voz inolvidable, que le dedicó el Inventario a su nieto, así como una calavera inédita que acompaña estas líneas.
 

¡Y que todas las fuentes de una música imposible, den por fin salida al espíritu con elocuencia invencible! 
Y que luego todas las voces se recojan en silencio, con todas sus palabras y sus nombres. 
En verdad se los pido, porque lo único que yo reverencio es el sueño de un hombre dormido que sueña por todos los hombres...
Juan José Arreola, Inventario
Apertura

Se sabe mucho sobre la relación que mi abuelo paterno, Juan José Arreola, tuvo en vida con la literatura francesa y con los buenos vinos; con el ajedrez, el tenis o el ping-pong. Se ha hecho mito su muy personal relación con Juan Rulfo y con Jorge Luis Borges. Quienes lo vivieron de cerca supieron su irascible trato a los necios y su amor por la belleza. Su repudio al mal gusto. Su memoria de Funes y sus olvidos y distracciones de sonámbulo. Tan elocuente y desbocado fue, que muchos hablan a pierna suelta de sus amores y de sus miedos frente a Dios y a los espacios abiertos, a la soledad. Sin embargo, algo que pocos atestiguaron fue su relación con la música, una suerte de amor "imposible". 

La música sigue siendo un misterio impenetrable. Ignoro la más elemental de sus leyes, pero la gozo como el que más y no puedo vivir sin ella. Oyéndola, se ordenan mis más íntimos desórdenes y acomodo el alma en su armonía. Envidio poderosamente a todos los que saben cantar o tañer un instrumento. Y me pasaría la vida entera haciendo variaciones infinitas sobre los más amados diseños melódicos... Como estoy al servicio de la palabra, hago variaciones sintéticas a propósito de las frases, de los versos capitales que desde la infancia me señalaron el rumbo hacia una meta imposible: la de encerrar un sentimiento en términos verbales. (Inventario.)
Hay que decir que en nuestra familia la música se materializaría de forma poco convincente para él, pues lejos de que mis primas Berenice y Mireya estudiaran con entusiasmo el piano y el chelo que en algún momento les regalara, fuimos mi hermano y yo los encargados de acercarnos al pentagrama, pero para escribir e interpretar jazz y rock. El primero, género menor tratado a distancia y con recelo por mi abuelo. El segundo, aborrecido e ignorado por completo. Y para colmo de males, a mí se me ocurrió tocar el bajo y a mi hermano la batería. Instrumentos de ruido y bajeza que dan la espalda al virtuosismo de quien ejecuta un solo melódico a gran velocidad. "¡Qué barbaridad, no me hablen de eso!", sentenció alguna tarde en su departamento del Country Club en Guadalajara mientras nos ponía alguna obra de Bach. De hecho, mi última conversación con él, apenas un mes antes de su muerte, giró en torno a la música: "Tocas el bajo", me dijo, "¿por qué?, eso no es un instrumento", y reía haciéndome enojar.

Ya en el pasado mi tía Claudia, eterna enamorada de la música, había tomado algunas clases particulares de canto y había quedado fascinada en lugares como la casa de la familia Alatorre, tan llena de intérpretes y amantes de la buena música. Incluso hubo un tiempo en que se aventuró a estudiar musicología en Lovaina, Bélgica, en donde sólo pasaría un breve periodo debido a que mi abuelo no pudo hacerse cargo del papeleo y proceso administrativo que se requería para su admisión, lo que en mi opinión no fue más que su incapacidad de alejarse de su hija mayor –la que fuera su apoyo moral, físico y espiritual durante más de cincuenta años y hasta el último momento de su vida. (Ahora recuerdo a mi abuelo, ya sin poder caminar, diciéndole a mi tía: "Ya ves, tú que no tuviste un hijo, ahora me tienes a mí, yo soy tu bebé." Porque eso sí, mi abuelo no perdió jamás el sentido del humor.)

Interludio: la voz del espejo

Me decido en este momento a llamar a mi tía para que cuente un poco sobre su iniciación en la música gracias a mi abuelo. "Bueno, a mí desde chica me gustó la música... Recuerdo que tu abuelo escuchaba normalmente la xla, que era la mejor estación de México en los años cincuenta. Yo tenía entonces como ocho o nueve años y creo que escuchando la radio con él fue la mejor manera de acostumbrarme y de iniciarme en esto. Después me llamó mucho la atención la familia de los Alatorre, nuestros amigos... Antonio toca el piano, pero su hermano Moisés tuvo un grupo de violines en Guadalajara; fue un músico muy conocido y apreciado. También estaba el otro hermano, Enrique, y las esposas de ambos, que igualmente eran amantes de la música renacentista europea... En casa de ellos nos tocó escuchar a gente como Luisita Durón, nuestra mejor clavecinista... "Desgraciadamente el piano llegó muy tarde a nuestra vida, a nuestra casa, y pues no tuve manera de empezar de niña. Por otro lado, cuando tu abuelo me llevó al Conservatorio pues todavía no tenía la edad para entrar a canto, así que eso se pospuso y pues más bien me limité a cantar en la casa o para las amistades... ya sabes cómo fue nuestra vida de azarosa y difícil, así que no hubo manera de seguir en eso..."

Ante mi insistencia sobre la relación de mi tía con mi abuelo a través de la música –pues sé de sus experiencias en múltiples conciertos dentro y fuera de México, de esas tardes mirando laser discs (porque mi abuelo fue un fanático de las máquinas, desde un pequeño motor de vapor hasta un sofisticado walkman), y porque sé de esos días en que asistían a la Sala Margolin en la colonia Roma para comprar novedades, como cuando mi tía cumplió sus quince años–; repito: ante mi insistencia, mi tía me impreca: "Oye, no creo que a nadie le interesen estos pasajes de mi vida... mejor hablemos de tu abuelo..." Y lo que respondo a ella y a quienes lean esto, es que nadie puede reflejar con mayor claridad las acciones de mi abuelo que mi tía Claudia, quien viviera toda clase de aventuras a su lado y a quienes los amigos de la familia recuerdan como una presencia continua llena de fineza, amabilidad y dulzura.

Le pregunto entonces por la pequeña colección de instrumentos musicales que siempre adornó la parte superior de los libreros. "Los instrumentos musicales siempre ejercieron una auténtica fascinación en tu abuelo. Son de las cosas más bellas y sofisticadas que existen. Y a tu abuelo siempre le encantó el asunto de la construcción de los lauderos italianos... No sé si en algún momento tu abuelo quiso tocar algún instrumento, pero a mí no me tocó, lo que sí es que a la par que le dio por construir sus aviones a escala, se puso a construir el laúd que tenemos aquí. Yo creo que si se hubiera empeñado hubiera aprendido a tocar, pues siempre tuvo facilidades de ese tipo. Pero más que nada era un interés estético. Tuvimos la fortuna de ver algunas colecciones importantes en Bélgica en el museo de Instrumentos Musicales, e incluso en México, en colecciones privadas."

Sobre los conciertos que más le impresionaron a mi abuelo, mi tía recuerda: "Pues creo que uno de los más importantes fue en su juventud, cuando vio al violinista Misha Elman, en su etapa como estudiante de teatro de Bellas Artes. O cuando vio a Piatigorsky... No sé... también tuvo la oportunidad de ver varias veces a Carlos Chávez, a Leonard Bernstein; también vio ópera, aunque no le gustaba tanto..."

Finalmente, le pido a mi tía que me hable sobre la música que acompañó a mi abuelo durante su convalecencia final, así como sobre la música popular que le gustaba: "Al final le gustaban los cuartetos de cuerdas, la música de cámara: Brahms, Louis Spohr, Jan Dismas Zelenka... Eso era lo que más le gustaba oír... Y de música popular le gustaba la trova yucateca, Lara, Esquivel, muchos... Date cuenta de que le tocó la época de oro de la música popular... Amparo Montes, el doctor Ortíz Tirado... Y por cierto, algo que pocos saben es que tu abuelo escribió muchos de los textos para los programas de mano del Ballet Folclórico de Amalia Hernández... Le encantaron muchas de sus coreografías."

Final

Así pues, y como se podrán imaginar, en aquella casa –o en las muchas casas por las que pasó mi familia– la música sonaba más por obra de mi tía Claudia que por mi abuelo mismo, aunque hay que decir que el permanente oído musical de él era para la literatura como lo es para la música el de quien tiene afinación perfecta, esa suerte de fineza sensorial que permite la identificación inmediata de cualquiera de los doce tonos del sistema cromático, en cualquiera de sus alturas. Tan grande era su amor por la melodía provocada por una frase o palabra, que le bastaba un poco de atracción sonora para que las letras duraran en su paladar todo un día, o una semana, o un mes. Así, de cuando en cuando, tras un largo silencio en el taxi o en la comida, en la noche avanzada o al ir rumbo al mercado por la mañana, salía disparado de sus labios algún morfema que a sus ojos merecía largas cavilaciones fonéticas y semánticas.

Cuando se da con la palabra clave, hay que repetirla. Incluso hasta la saciedad. Ya sea un poeta o un político el que se encuentre con ella. Recordemos también al gran músico, porque le basta un tema simple y esencial para desarrollar la sinfonía. Una frase popular es suficiente y una canción cualquiera, para que todos nos unamos al canto melódico y verbal. (Inventario.)
Por otro lado, la actitud artística y extravagante de su persona, pese a su amor por los sonidos clásicos, era más cercana a la de un incendiario Jimi Hendrix que a la de Bach o Mozart. (¡Si me escuchara...!) Recuerdo que al enseñarnos a leer poesía en voz alta o a jugar ajedrez analizando las partidas de los grandes maestros por quienes sentía devoción infinita, el elemento rítmico de su vida brotaba con euforia como sucede en el mejor de los solos de batería. Pocos lo han dicho con claridad: mi abuelo no fue un gran ajedrecista, fue un gran amante de la batalla sobre el tablero, y más aún, de la batalla que antecedía a la derrota pero en la que se podía "solear", experimentar... ("Donde quiera que haya un duelo, estaré de parte del que cae.") No le importaban tanto las aperturas y los finales como la parte media del enfrentamiento, ese punto donde improvisación y genio se le unían gracias al ritmo de la conversación con sus mejores amigos; ritmo del sacrificio y de una armonía provocada por esas mesas de escaques construidas en su taller, bajo su riguroso diseño, y que soportaban piezas perfectas en peso y medida. (¡Cómo le gustaba sopesar alfiles y peones, hacer temblar reinas, reyes y torres para comprobar su estabilidad! Pero el favorito siempre era el caballo.) Era en esos momentos cuando mi abuelo era más jazzista que nunca. Ahí y en la televisión, cuando había que construir una hora de discurso mirando negros sobre blancos, edificios, mujeres, esculturas... ideas.
Y para orquestar la partitura original del universo en un coro que cante la misma salvadora melodía, no acudimos a las cuerdas, a las maderas y a los cobres musicales. Pero ni siquiera a las percusiones pacíficas, por más estentóreas que sean en los timbales, en los platillos y en las cajas chicas o grandes de panderos, tambores y tamboras... (¿Para qué hablar ahora de triángulos, de tímpanos, de xilófonos, de órganos de viento y agua, de virginales, harpsicordios y clavecines y clavicémbalos, si todos se tocan en una clave más o menos bien temperada, desde la espineta hasta el piano forte que a veces suena pianísimo?) Lo cierto es que ahora empuñamos todos, y cada uno a su manera, instrumentos de muerte. En plan de solistas que destruyen, en beneficio propio, la sinfonía universal. Allá ellos. (Inventario.)
Pero retrocedamos un poco. La relación de mi abuelo con la música empezó desde joven, con los géneros populares y gracias a la tradición musical de Jalisco. No hay que olvidar que Consuelo Velázquez fue coetánea suya, nacida en Zapotlán, lo mismo que Rolón, quien fuera director del Conservatorio Nacional. Asimismo, mi abuelo tuvo alguna relación con otros paisanos como Rubén Fuentes (a quien mi abuela recuerda tocando el acordeón y pretendiendo a su hermana Laura), Los Hermanos Reyes, Blas Galindo... Sin embargo, fue hasta su entrada a la escuela de teatro de Bellas Artes que Fernando Wagner, permitiéndole acceso libre a los conciertos en la sala principal, lo introdujo de lleno al mundo de las sonoridades "cultas".

En aquellos años vería a grandes músicos e incluso tendría contacto con algunos, como Igor Stravinsky, a quien conocería junto con su primo Carlos Arreola tras colarse a los camerinos siguiéndole los pasos a don Alfonso Reyes. O con el director Sergiu Celibidache, con quien viviera una pequeña anécdota que mi tía Claudia recuerda muy bien: "Es una anécdota curiosa porque tu abuelo le salvó la vida a Celibidache. El hombre andaba muy lunático por aquella época y mi papá se dio cuenta de que lo iban a atropellar en la calle, así que a pesar de que el hombre era grande y fuerte, pues tu abuelo alcanzó a tomarlo por la cintura y hacerlo hacia atrás. Hasta ese momento reaccionó este individuo y fue cuando tu abuelo le dijo en francés que estaba en un grave peligro. Así que de ahí se fueron al hotel a platicar y pues Celibidache se quedó muy impresionado con tu abuelo, que después le llevó algunos de sus textos. Este hombre le dijo a tu abuelo que ya era un iniciado y que, en pocas palabras, se tenía que poner las pilas para continuar."

Variaciones 

Ayer, platicando con mi hermano, hablábamos de la dificultad que representa escribir un texto como éste. Uno quisiera decir tantas cosas... Narrar tantos recuerdos y anécdotas... Pero no es posible, al menos para mí, sentado frente a esta máquina, lograr semejante síntesis en este espacio. Por ello deseo concluir estas líneas diciendo simplemente que la presencia de mi abuelo representó siempre un impulso creativo y un ejemplo de fuerza y coraje, de determinación y búsqueda de la belleza. Es así que mi recuerdo de él no se separará ya nunca de formas sonoras que en conjunto constituyen su propia sinfonía. 

Ahí están los rebotes de la pelota de ping-pong dando ritmo al deslizamiento de las piezas sobre el tablero; más allá, el motor de dos tiempos de su motocicleta Vespa evitando los baches conocidos del empedrado que llegaba a su casa de Zapotlán. Están también sus rabietas nocturnas y el suave corte de su cuchillo de Ojeda mientras limpiaba de grasa los filetes que tanto tiempo le llevaba elegir. El ruido del periódico con el tembelequear de sus piernas. El tono de su voz al dirigirse a mi abuela Sara. El avión verde que armamos y que surcaba el aire de la barranca dando círculos. Los chocolates masticados en la oscuridad. El cambio de las hojas de un libro (siempre, siempre traía un libro bajo el brazo). La calavera que me escribió en un cumpleaños... Pero sobre todo, están sus manos elocuentes dirigiendo la obra del pensamiento al ser interpretada por su lengua y toda una vida gobernada "por el otro", atenta a las revelaciones que surgieran "a través de la zarza ardiente".

Al leer en su cubierta que el disco estaba "prensado en México", dudé. 
–¿No tiene uno prensado en Europa?– Me lo trajeron. Era la misma versión de Leonard Bernstein con la Filarmónica de Nueva York, tanto del Carnaval de los Animales, de Camilo Sain-Saëns por un lado, como de la Guía de la orquesta para los jóvenes, de Benajmín Britten por el otro. Volví a dudar y finalmente me decidí por el acetato mexicano, naturalmente con el pretexto de que está narrado en español y quiero que lo escuchen mis nietos. (Y tal vez, en el fondo, porque vale cincuenta pesos menos.) Lo cierto es que cometí un acierto, porque el disco está muy bien prensado y su espléndida sonoridad me tiene satisfecho, tanto, que voy a ponerlo a salvo, claro que no de oídos, pero sí de manos infantiles... (Inventario.)
Gracias, abuelo.