Jornada Semanal,  4 de noviembre del 2001                                núm. 348 
Ana García Bergua


Fuerza y fragancia

Imagínense una perfumería en Polanco, un lugar de esos delirantes donde sólo venden colonias, jabones, aguas perfumadas para planchar, un lugar casi irreal, el paraíso de la nariz. Caro, por supuesto, pues nadie esperaría que un sitio así no lo fuera, y además por eso está en Polanco. Sin embargo, lo mejor de esa tienda, que me perdonen sus dueños, no son sus productos que de por sí son buenos, sino el policía. Vean si no: la tienda es pequeña y la cuida un policía, pero no un policía malhumorado, triste o autoritario, de los que se paran a la puerta de las tiendas, refresco en mano, como muñecos desguanzados, no. Este policía recibe a los clientes con gran amabilidad. Después, cuando uno anda distraído mirando los jabones, el policía se acerca y con gran savoir faire explica las fragancias, se las aplica a uno en la muñeca diligentemente, para que las huela y aprecie cuál es la mejor. Dice, por ejemplo: "Pruebe usted esta colonia de lavanda, aunque la que a mí más me gusta–es decir al policía– es la de toronja." Nunca había yo visto un policía tan diligente y amable, además de entusiasta. Mi amiga y yo, que estamos ahí comprando un regalo de Navidad, le decimos que se ve muy feliz en esa tienda. Y el hombre nos responde afablemente que sí, que le encanta su trabajo, mientras extiende a nuestra consideración olfativa un primoroso jabón verde de madreselva con forma de hoja; el pistolón y sus balas respectivas le cuelgan al cinto como si fueran un adorno, ni más ni menos que la hebilla dorada de Santa Clos. Ya cuando estamos pagando, a punto de salir, descubrimos que el policía ha envuelto lo que compramos con papeles de colores y lo ha adornado primorosamente con hojitas secas y listones. Las empleadas, unas chicas muy monas, nos confiesan que temen que el policía les quite el trabajo, y la verdad tienen razón: lo hace mucho mejor que ellas, y eso que es un señor gordito y fortachón. Mi amiga y yo le preguntamos cómo compagina su vocación de policía con su gusto por el cosmético –cosa que se entendería más si fuese jugador de billar–, pero él sólo se ríe y nos deja con el misterio de su personalidad. Yo luego me quedo un poco preocupada: en realidad, aquel hombre debería vestir un traje príncipe de Gales y un gazné de seda, porque es lo que cuadra a su alma cosmopolita y fragante; la verdad, no me lo puedo imaginar apresando delincuentes o disparándole a alguien; vamos, para comenzar, les tendría que gritar. Si llegaran a asaltar la tienda, Dios no lo quiera, ¿les mostraría a los ladrones las colonias antes de apresarlos?, ¿les hablaría de la frescura de la rosa, la dulzura de la miel, que en forma de jabón es tan buena para el cutis? Quizá su pistola es de jabón, como la que se le deshace a Woody Allen en Robó, huyó y lo pescaron cuando trata de escapar de la cárcel, y tiene un aroma perturbador. O quizá las chicas de la tienda tienen un gusto oculto por la violencia, que nadie adivinaría detrás de sus sonrisas, su lozanía, sus batones de colegiala, y son capaces de aplicar en un santiamén la llave tailandesa al asaltante más porfiado y dejarlo inmóvil, mientras el policía llama con infinita gentileza a la policía. Pero no lo creo. Ese policía debe ser, además, un buen policía, un hombre de lo más activo a la hora de cumplir con su deber, y son mis prejuicios, mi mentalidad del todo cuadrada, la que me impide ver que en un hombre –o mujer, o chiquilla o chiquillo– pueden convivir dos vocaciones de naturalezas antagónicas sólo en apariencia, como en el caso de un guitarrista karateka, un cineasta pistolero, un burócrata bailarín o un monje cantinero (en el caso de los escritores –como el poeta español que trabaja en los basureros– estaríamos haciendo trampa porque los escritores somos capaces de dedicarnos hasta a disparar cañones por puro morbo, con tal de tener tema para escribir). Pero díganme ustedes: ¿será posible que alguien se resigne al olor acre de la pólvora, la sangre y los orines, o a las lociones baratas de los comandantes, después de haber esparcido rosas y madreselvas en infinitas muñecas agradecidas? La verdad, ahí hay una contradicción irresoluble, casi un crimen. Ustedes me dirán: bueno, la policía está para ocuparse de los crímenes, incluso de los olfativos. Y en eso tendrán razón; es probable que mientras empaqueta jabones de manera tan artística, nuestro policía ocupe la mente en resolver su propio caso. Pero yo insistiría en ponerle un policía más a este policía –uno rudo y sin olfato–, para no arruinarle la vocación.
 

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Naief Yehya


Entrevista con Ralph Shoenman (I)

El 11 de septiembre
fue un trabajo interno

Ralph Shoenman es, sin duda, una de las personalidades más fascinantes y carismáticas en la izquierda estadunidense. El escritor, analista y secretario personal de Bertrand Russell entre 1961 y 1968, que ha dedicado su vida a la defensa de los derechos humanos, tanto al lado de Malcolm X como del fiscal Jim Garrison, o al denunciar las atrocidades cometidas por su gobierno en Vietnam, se ha tornado tras los eventos del 11 de septiembre pasado en una de las voces más poderosas de la disidencia de la versión oficial. Con devastadora elocuencia ha desnudado, y sigue haciéndolo, las inconsistencias y mentiras que saturan las explicaciones que el gobierno y los grandes medios han dado al respecto de los ataques. Lo siguiente es una entrevista que Shoenman me concedió.

–¿Qué pasó realmente el 11 de septiembre del 2001?

–Los eventos del 11 de septiembre reflejan una operación que fue anticipada y prevenida por agencias de inteligencia de distintas partes del mundo. La agencia de inteligencia rusa y Putin ya habían dado señales al gobierno estadunidense de los ataques planeados para esa fecha. Reportes similares fueron recibidos de otras agencias, como la hindú y la Mossad. Asimismo, hubo reportes en periódicos como el Allgemeine Zeitung en Frankfurt, entre otros. Parecería que todo mundo estaba al tanto de lo que ocurriría menos los servicios de inteligencia estadunidenses. De hecho, las circunstancias del 11 de septiembre reflejan claramente lo que se denomina un stand down (es decir que deliberadamente se bajó la guardia) de la fuerza aérea, porque los edificios fueron atacados en Nueva York una hora y quince minutos antes del ataque al Pentágono. Es un procedimiento estándar que cuando el espacio aéreo prohibido como el de Washington o el del World Trade Center es violado, o cuando los radiofaros de los aviones no responden, inmediatamente salen aviones a interceptar . Hay ensayos rutinarios diarios, desde hace décadas, en los que los F-16 son enviados a interceptar aviones en áreas prohibidas. Además, la gente acusada de secuestrar los aviones estaba en listas de sospechosos que debían ser vigilados del FBI y la FAA (Administración de Aviación Federal), pero las líneas aéreas no estaban informadas. Esta gente estaba viajando y comprando boletos con sus propios nombres sin ningún problema. Al analizarlo de cerca, tenemos que los acusados como Mohammed Atta y quince o más de los supuestamente involucrados en el secuestro, que estaban en Florida, fueron entrenados en bases de la fuerza aérea estadunidense como Maxwell, en Alabama, y Brooks, en Texas, así como en el Defense Language Institute de Monterey, California. Y también, Atta y su equipo se hospedaron en la residencia de una persona involucrada con la CIA en el asunto Irán-contras. Otra cosa: la pequeña ciudad de Venecia, en el sur de Florida, era la base de operaciones de Jackson Stevens, de la NSA  (Agencia de Seguridad Nacional), quien tiene una larga historia de operaciones secretas y lavado de dinero con el BCCI (ver http://www.fas.org/irp/congress/1992_rpt/bcci/). La operación del 11 de septiembre tuvo por objetivo asegurar el control de billones de dólares en gas natural y petróleo en las repúblicas del Asia Central. Desde hace muchos años las compañías petroleras, las agencias de inteligencia, el Instituto de Energía de América, la Fundación Afganistán, el Consejo de Relaciones Extranjeras y el Congreso han recibido documentación de los planes de Estados Unidos para apoderarse de los recursos de las ex repúblicas centroasiáticas de la extinta Unión Soviética. La guerra en contra del pueblo afgano fue preparada, según la agencia de inteligencia india y reportes de la bbc, desde junio del año pasado. Y sabemos que el aparato terrorista de Al Qaeda fue creado por la cia. Bin Laden y Gulbudin Hekmatyar recibieron seis mil millones de dólares de la cia para establecer una organización que era armada, controlada y operada por el isi (Servicio de Inteligencia Pakistaní), que también se encargó de llevar al talibán al poder, con el dinero y la bendición de la cia. El objeto era facilitar la creación de un oleoducto a través de Afganistán, que llevara el petróleo y el gas de las repúblicas de Asia Central. Debemos recordar que en 1993 tuvo lugar el primer atentado del WTC, organizado por un oficial de alto rango de la inteligencia egipcia e informante del FBI, quien propuso la operación, reclutó a los participantes y grabó en secreto todas las reuniones de preparación. Las transcripciones fueron depositadas en las oficinas del FBI. Esta dependencia tuvo cincuenta cajas de información acerca del atentado con seis meses de antelación. Y la gente que se encargó de obtener un departamento, proveer los fondos y rentar la camioneta resultó ser la Mossad. Ese atentado fue una operación del FBI y la Mossad y este es el fondo de la operación del 11 de septiembre.
 

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Placeres permitidos
Evodio Escalante

 


Las máscaras de Germán Cueto

Algunos de los golpes más efectivos son los que vienen del pasado. Brotan como por arte de magia de alguna de las esclusas ignoradas del tiempo, rompen capas tectónicas y muestran que ese pasado (al que supuestamente pertenecen) sigue vivo. Su lejanía se vuelve de pronto una cercanía casi insoportable: a tal grado pueden afectarnos esos signos que creíamos inexistentes, o sepultados bajo capas y más capas de polvo. Tal cosa me sucedió hace unos días en el Museo de Arte Moderno. Penetro en la sala Xavier Villaurrutia, dispuesto a repasar los consabidos cuadros, cuando me encuentro con algo que yo suponía destruido por la negligencia o simplemente por el paso del tiempo. Tres máscaras del pintor y escultor Germán Cueto. Algo sabía de ellas por la crónica fantástica que alguna vez escribió su tocayo, el estridentista Germán List Arzubide hacia 1926. Pero nada más. La pervivencia de estas piezas, tres máscaras de cartón realizadas todas en 1924 según informa la ficha técnica, no sólo implica una grata sorpresa, sino que arroja una nueva luz sobre la obra de Cueto y sobre el papel de las llamadas "vanguardias históricas". El mote de "históricas" que se antepone al sustantivo, por cierto, ya me parece de entrada desorientador, porque congela y torna cosa del "pasado" (y hasta del "pasado absoluto", según la aguda expresión de Alfonso Reyes) algo que fue y que de algún modo sigue siendo en su esencia trastornador. Nada de lo que hoy aceptamos como obras de arte sería posible si no se levantara sobre el subsuelo fecundo de estas vanguardias. El estridentismo no es como luego se cree un movimiento literario, integrado por poetas y narradores como Maples Arce y Arqueles Vela, sino una irrupción de carácter semiótico que abarca todo el campo de la cultura, no sólo las bellas letras, también el teatro, el periodismo, la radio, las artes plásticas y la música, como lo documenta el más o menos reciente descubrimiento de una obra sinfónica de Silvestre Revueltas inspirada en unos cuentos infantiles de List Arzubide, y como lo sugiere –en el terreno de la plástica– la militancia de Fermín Revueltas, Jean Charlot y Ramón Alva de la Canal en el movimiento. La aparición de estas máscaras de Cueto no hace sino corroborar el gesto totalizador del estridentismo. Modifica también, por cierto, una cierta imagen de su creador. Nacido en 1893 y muerto en 1975, el originalísimo papel de Cueto dentro del estridentismo ha sido menospreciado, si no es que ignorado por completo. 

El propio Museo de Arte Moderno organizó hacia 1981 una exposición con la que celebraba post mortem su labor artística, centrándola en su trabajo como escultor. El texto del catálogo, elaborado por Fernando Gamboa, pasa extrañamente por alto los años de inspiración estridentista e insiste en un prejuicio que a mí me parece nefasto: la de considerar que Cueto importa como artista sólo a partir de que sale de México y se empapa de la experiencia europea. Sólo cuando regresa de París en 1932, imbuido ya de algunos rasgos de Brancusi y de otros artistas como el español Pablo Gargallo, Cueto tendría alguna importancia en la cultura nacional. La ceguera de la crítica exhibe un humillante sesgo colonialista, pues el trabajo más radical, más innovador de Cueto, fue realizado no a partir de la tercera década del siglo, sino ocho años antes, en plenos años veinte, cuando inspirado en una tradición vernácula que acaso se remonta a las estatuillas prehispánicas (pienso por ejemplo en las representaciones del dios Cosijo) realiza esas máscaras "efímeras" hechas con papel maché, que menosprecian la perduración natural del metal o la piedra. "No haremos obra perdurable;/ no tenemos de la mosca la voluntad tenaz", escribió Renato Leduc, sintonizando de algún modo con la idea de un arte fugaz, momentáneo, "actualista", "presentista", tal y como lo proclamaba el primer manifiesto de Maples Arce cuando señalaba que los poemas no deben durar arriba de seis horas.

Señalo una novedad digna de tenerse en cuenta. Las máscaras de las que se habla en el libro El movimiento estridentista de List Arzubide son por decirlo así máscaras "miméticas". Para realizarlas, Cueto haría primero una escultura en yeso que reproduciría la imagen de alguno de sus amigos estridentistas, la del mismo List, para no ir más lejos. A partir de este molde, aplicaría las capas de papel hasta tener la máscara, a la que aplicaría algo de pintura para finalizar. Pues bien, las máscaras en cartón prensado policromado que ahora exhibe el mam serían más bien "creacionistas". No copian el rostro de un personaje más o menos conocido, sino que son creaciones autónomas, de un enorme primitivismo dos de ellas, y una tercera con una fuerte tendencia hacia una abstracción geometrista. 

Están por ello más cerca del arte puro que de la imitación.

"Yo soy un punto muerto en medio de la hora,/ equidistante al grito náufrago de una estrella": con estos versos comienza el más conocido de los poemas de Maples Arce, los mismos que Borges –me consta– solía recitar de memoria. Con las vanguardias muere el viejo individualismo y surge un nuevo sujeto social. Este surgimiento conlleva angustia, desconcierto, desesperación. Ganas de perderse en el caos. En el poema de Maples el viejo sujeto, que todavía habla, se experimenta como inerte. Es sólo "un punto muerto", un signo geométrico desprovisto de dimensión, una tilde sin letra que flota en el espacio, y que pavorosamente nunca termina de caer. Lo único que lo sostiene es su grito de náufrago, un grito inútil, dado que nadie acudirá en su ayuda. Me parece que las máscaras "creacionistas" de Cueto ilustran de manera plástica este estado de ánimo fundamental que será decisivo en el trabajo de las vanguardias, y no sólo en el del estridentismo. Ya sólo esto bastaría para justificar su presencia en uno de los museos más importantes de nuestra ciudad. 

Javier Sicilia


El problema de la Cruz

Desde el Concilio Vaticano II el misterio de la cruz, es decir, el segundo gran misterio de la redención para el mundo cristiano –los otros dos son la encarnación y la resurrección– fue visto con sospecha. La razón es doble. Durante el siglo XIX, una corriente que se extendió por todo el mundo –y cuyas causa venían de situaciones políticas: la derrota francesa de 1870 con Alemania y las advertencias apocalípticas de las vírgenes de la Salette y de Lourdes–, hicieron ver la cruz de Cristo desde una perspectiva culpabilizadora que llevó al mundo cristiano a vivir un dolorismo expiatorio y penitencial. La segunda razón fue el optimismo desmedido de un mundo que salido de la primera y de la segunda guerras mundiales se volcaba sobre el progreso económico y técnico y sobre las ideologías históricas que nacieron de la revolución de 1789 y de la crítica racionalista.

Desde entonces, una vergüenza por todo aquello que significa sacrificio ha recorrido la historia del hombre moderno, y con él, paradójicamente, una multiplicación desmedida del sufrimiento se ha implantado en nuestro mundo: la era de la tecnología y del hedonismo, del desprecio por el sacrificio, del culto al cuerpo es la misma era de la miseria, de las epidemias, de las enfermedades nerviosas, del hambre que recorre tres cuartas partes de la tierra, de la destrucción de la naturaleza, de la anorexia, de la bulimia, de las destrucción del sentido y del desprecio por lo humano.

El problema radica en que tanto el siglo XII, como el final del siglo XX y el inicio del XXI, perdieron –el primero, por una visión mórbida del sacrificio; el segundo por una visión desdeñosa del mismo– el sentido de la cruz.

La cruz, sin embargo, como lo ha mostrado la tradición, no es una realidad aislada. Está, como las personas de la Trinidad, estrechamente unida a sus otros dos misterios: el de la encarnación y el de la resurrección, cuya sustancia es el amor. En este sentido, la cruz de Cristo y sus llagas son un signo del amor de Dios en la humanidad de Cristo; un signo del amor de Dios que comparte y asume el sufrimiento de sus criaturas y, en consecuencia, una invitación a refugiarnos en la humanidad de Cristo y a obtener en ella resguardo. La oración de Ignacio de Loyola es, en su belleza, una muestra muy clara de este sentido: "Alma de Cristo santifícame/ cuerpo de Cristo sálvame/ sangre de Cristo embriágame/ agua del costado de Cristo lávame/ pasión de Cristo reconfórtame; Oh buen Jesús escúchame,/ entre tus llagas escóndeme,/ no permitas que me separe de ti;/ del enemigo defiéndeme,/ a la hora de mi muerte llámame y ordéname ir a ti/ para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos."

La cruz, en este sentido, no es –como lo entendieron el jansenismo y el siglo XIX– un elogio del sufrimiento, sino una revelación del consuelo y de la salvación.

Nadie, como lo afirma la cuádruple verdad del Buda, escapa al sufrimiento. La misma realidad que vive nuestro siglo que lo teme, y nuestro pasar por el mundo, es su confirmación más clara. Frente a él sólo hay tres caminos: o se sufre como un perro, con los dientes apretados y aullando, o bien se escapa de él por la extinción de los sentidos, como proponen las disciplinas religiosas orientales, o bien se vive con una esperanza salvífica; es decir, en la donación de Cristo y su amor.

La cruz de Cristo es, por lo tanto, un consuelo, pero también un llamado a renunciar a nuestros sentimientos de omnipotencia, a nuestra permanente pretensión de dominar y controlar al ser y su último sentido mediante el conocimiento lógico, científico y técnico; un llamado a redescubrir nuestros límites y nuestra dependencia de una realidad que nos sobrepasa.

En este sentido son precisamente los grandes escritores católicos del siglo xx los que con mayor profundidad han hablado de esta realidad mal entendida por el cristianismo occidental de los últimos cuarenta años. Uno de ellos, León Bloy, ese ser que nos desconcierta, pero que no podemos dejar de encontrar en todas las encrucijadas de la historia moderna, es tal vez el que mejor ha revelado este sentido profundo de la cruz.

Toda su obra, desde El desesperado hasta La mujer pobre, pasando por sus diarios y sus cartas, nos habla de ese misterio místico de la cruz, que el siglo XIX comprendió mal y la segunda mitad del siglo XX desdeñó.

A diferencia de tantos cristianos que el siglo XIX tiñó de jansenismo y de gnosticismo, para quienes el sufrimiento penitencial que perfecciona a la persona son el fin último del esfuerzo religioso; y a diferencia de muchos cristianos de nuestro siglo que, bajo el imperio de una teología redentorista, afirman la resurrección y la redención sin la cruz, Bloy recupera su sentido espiritual: el fin de la cruz es la proximidad de Dios.

Visto desde ahí, el sufrimiento de la cruz no es una realidad negativa que ejercita al alma y la pliega a la resignación culposa, sino, como lo señala Albert Beguin, quien ha hecho el mejor estudio sobre Bloy, "el reflejo más claro de Dios, reflejo de alguna cosa de Dios que no es idéntica a nuestro sufrimiento de pecadores aunque corresponde a tal sufrimiento". Es la elección más evidente que Dios hizo de nuestro sufrimiento desde el momento de la encarnación, una elección que nos consuela y nos salva. Si el sufrimiento de los hombres es, como lo entendieron Baudelaire y los escritores católicos, "el daño del exilio" o, en otras palabras, el daño de habernos apartado de Dios; la cruz es el exilio salvado que espera la resurrección que ya ha sido dada en Cristo.

Tal vez, lo que le hace falta a nuestro siglo devorado por el horror de un sufrimiento que multiplica en su afán por el hedonismo es volver a mirar la cruz en su sentido salvífico. Recuperar esa visión nos llevaría quizá a redescubrir nuestros límites y el consuelo infinito de lo que Iván Illich ha llamado, con todo sentido de la revelación, "el arte de sufrir".

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.
 


Luis Tovar


Las tandas y el boleto (II)

El pasado martes 15 del mes que corre, mi compañero Jorge Caballero publicó, en la sección Espectáculos de este diario, una nota en la que revela cifras relativas al cine que resultan muy interesantes para el tema del que se habló hace ocho días en esta columna. De acuerdo con los datos que obtuvo directamente de los exhibidores, lo recaudado ascendió a "unos tres mil 115 millones de pesos". Hay que tener en cuenta que la suma de dinero obtenida en taquilla está calculada con base en un costo de treinta y cinco pesos por entrada. A esta cantidad añade un cincuenta por ciento por concepto de "palomitas y chuchulucos", para llegar a un total aproximado de cuatro mil 672 millones quinientos mil pesos. Yo creo que en este último rubro se queda corto, pues me consta que el más pequeño de los paquetes de palomas de maíz y refresco no baja de cuarenta pesos, por lo cual estaríamos hablando de unos seis mil 230 milloncejos entre boleto de entrada y monchis.

La danza de los millones

Como quiera que sea, Cinépolis, Cinemex y Cinemark, las tres gigantes de la exhibición en México, pueden decir que a ellas la crisis les hace lo que el viento a Juárez, pues calculan que en 2002 tendrán un incremento mínimo de diez millones de localidades vendidas, que llevarán a un total de noventa y nueve millones. Ponga usted cien millones, sólo por cerrar la cifra, y piense qué haría con esa lana, es decir, con los siete mil millones de pesos obtenidos vía taquilla y dulcería. Como si quisiera darnos motivos para ponernos tristes, Caballero comenta que el presupuesto del Conaculta es de cuatro mil doscientos millones de pesos. Yo le doy una ayudadita: al Fidecine, como se sabe, le tocó la fabulosa cantidad de setenta y cinco millonsotes de pesos, que alcanzarán, según palabras de Alejandro Joskowicz, director de IMCINE, para filmar unas seis o siete películas este año. ¡Ah, que los embudos!

No se necesitan más datos para entender por qué los distribuidores y exhibidores de películas chillotearon a un nivel sólo comparable al empleado últimamente por la Coparmex y entidades similares, cuando, en los trabajos previos a la elaboración de la actual ley de cine, se habló de tomar un porcentaje de la taquilla para financiar la producción fílmica nacional, siguiendo el ejemplo de Francia, España y otros países. Si se tomara sólo el cinco por ciento de la taquilla prevista para 2002, el cine mexicano contaría con 175 millones de pesos extras, que obviamente hacen palidecer el dinero con el que hoy se cuenta.

Y sigue la mata dando

Pero si por un momento se imaginó que los ciertamente ganones exhibidores iban a conformarse con llevar a sus bolsillos la mísera cantidad de siete mil millones de devaluados pesos, se equivoca. Habría que sumar lo que le cobran a Coca Cola, Absolut, Macintosh y demás anunciantes por endilgarnos sus antipáticos comerciales. Como la mayoría de los simples mortales, desconozco el costo por minuto o por spot, por lo cual no queda más remedio que usar la imaginación. Eso sí, tenga por seguro que no debe ser poco el precio por llegar a un público consumidor (y cautivo, no olvidarlo) equivalente al total de la población de este país.

Ya sabemos que el dueño de una cadena de salas cinematográficas no tiene por qué parecerse, ni en su discurso, a las hermanitas de la caridad; lo suyo es ganar dinero, y entre más, mejor. No sé a usted, pero como le decía la vez pasada, a mí sí me encabrona que encima de todo me hagan pagar por ver publicidad. ¿Por qué demonios vamos, usted y yo, a financiar anuncios? ¿No le ha dado curiosidad saber qué porcentaje de su boleto paga la película que fue a ver y qué porcentaje es para los anunciantes?

En los tiempos del "Noticiero Continental", algunos exhibidores incluían en sus carteleras cinematográficas dos horarios: uno indicaba la hora en que daban comienzo los cortos y otro daba cuenta de la hora en que comenzaba la película. Esta mínima delicadeza permitía que uno eligiera muchas cosas, desde a qué hora salir de casa para llegar al cine, hasta si deseaba ver escenas de las películas por venir o si, en cambio, prefería no saber nada de algún filme en particular y esperar hasta verlo completo. La costumbre de ver trailers está ya tan arraigada, que de seguro muchos me van a tirar de a loco; sin embargo, pensémoslo un momento. ¿No le ha sucedido ver una película por primera vez y sentir que ya la había visto? En alguna parte del camino, quienes se encargan de promover películas –sobre todo ésas de las que esperan enormes ganancias– dejaron de entender la gran distancia que hay entre despertar la curiosidad y dar un resumen, a grado tal que, se lo juro, últimamente voy al cine y pago otros cuarenta pesos por ver lo que me faltó de equis filme, porque las escenas de los cortos ya me revelaron buena parte de la trama, la producción, la fotografía, la actuación…

Que veinte minutos no es nada

Alguien me dirá: "Muy fácil, si no quieres ver cortos ni anuncios, no llegues al cine a la hora que dice la cartelera, llega veinte minutos después." A Alguien le respondo que no se trata de eso, pues actuar así, además de que me obligaría a meterme siempre a una sala a oscuras en la que probablemente ya no haya un asiento que me agrade, significaría aceptar tácitamente que los exhibidores tienen todo el derecho del mundo de cobrarme por ver algo por lo que ellos ya recibieron dinero, y no poco. Insisto: no lo tienen. Como es seguro que nadie va a obligarlos a quitar la publicidad, sería bueno que de perdida indicaran claramente a qué hora comienza la película. Pero, eso sería posible sólo con un reglamento al respecto, si no es que recurren al amparo, tan de moda entre la gente adinerada que quiere, como siempre, leyes a su medida.
 
 

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Michelle Solano

La luna en escorpión

Carmina Narro es una dramaturga valiente que apuesta por el humor; algo raro en México, puesto que la mayor parte de la dramaturgia nacional tiene más que ver con los tonos moridores que con los gozosos. Hay quien afirma que los textos de un escritor reflejan, en buena medida, parte de su personalidad, de sus vivencias; pero también del buen ojo y buen oído que tiene para desentrañar a la gente que lo rodea. Lejos de si tal (pre)juicio es cierto o no, lo que sí me atrevo a asegurar es que la más reciente obra estrenada de Carmina Narro reitera, de manera contundente, sólida, los elementos característicos de su dramaturgia: personajes y situaciones patéticas, ridículas y no por ello menos reales, diálogos disparados, ácidos, tonos fársicos, melodramáticos, matices que van de lo efímero a lo terriblemente cierto, profundo, doloroso, pero a la mexicana: a través de un humor puntiagudo y honesto; en fin, lo que en conjunto constituye eso que se conoce como estilo. Sí, la Narro ha logrado discernir los materiales que la componen como dramaturga y directora. Desde Credencial de escritor, pasando por Aplausos para Mariana, hasta Luna en escorpión existe una progresión muy clara de cómo ha ido afilando su pluma, su capacidad de contar. 

Atendiendo al asunto astrológico y más como breviario curioso, aprovecho, amable lector, para recordarle (o informarle, según sea el caso), que cuando la luna se encuentra en el signo de escorpión, quienes saben de estos asuntos dicen que es un momento propicio para reflexionar sobre heridas viejas no resueltas, para las luchas de poder, así como para el autoanálisis y la sexualidad. Por si esto fuera poco, en tal estadio de la luna predominan los pensamientos de muerte (información proveniente de la prestigiosa agenda de la luna, no vaya usted a creer que se me ocurrió así nomás...) Si tal cosa es cierta, hay una feliz congruencia entre el título de la obra y el resultado final. La luna en escorpión constituye una disección al tema de la envidia, pero carece de cargas moralinas y verdades absolutas. Cuatro personajes, en aparente calma, van rebelándose y revelándose ante su propio espejo: el otro a quien envidian y los envidia. 

El conflicto va más allá de la envidia que puede despertar el que a un amigo o conocido la vida le pinte mejor que a uno, aquí se plantea también la incapacidad que existe para reconocer que, a veces, uno es capaz de envidiar ciertos aspectos incluso de alguien que no quiere ser, la dificultad que entraña reconocerlo, asumirlo y vivirlo sin temor a ser un bicho raro. Esta es ya una característica de los personajes narrianos, son los nowannabe por antonomasia, pretenden no ser lo que son y se regodean o se hacen daño a sí mismos por ello, pero difícilmente lo aceptan y si se atreven a hacerlo no será ante los demás.

Estos cuatro personajes están en manos de Humberto Solórzano, Irela de Villers, Tony Marcín y Rodrigo Johnson; aunque un tanto disparejos, en conjunto resuelven bien. La escenografía que propone Carlos Trejo es interesante: un departamento clasemediero común, suficiente para el buen desenvolvimiento del trazo escénico.

Quizá los diálogos esta vez quedaron cortos, ya que por momentos da la impresión de que la dramaturga limitó a los personajes y con ello también agotó las posibilidades de la situación y la acción dramática, que se antojaba para más. Sin embargo esto no se traduce en un defecto, sino en una suerte de extraño espejo (como los de las ferias) donde el espectador se reconoce a través de todo aquello que le molesta de sí mismo y que los personajes se encargan de exponer. En definitiva, aquí se aplican varios lugares comunes que –otra vez el espejo– encarnan el mayor acierto de la obra: una de las leyes de Murphy, "las cosas nunca están tan mal como para que no puedan ponerse peor" y el sobado refrán: "ya ni llorar es bueno".

Este es un buen momento para hablar del Teatro Casa de la Paz, de la Universidad Autónoma Metropolitana, a cargo de Tomás Ejea Mendoza, pues quizá es uno de los espacios que más estrenos de autores mexicanos promueve y que ha demostrado un verdadero interés en el trabajo de dramaturgos y directores con propuestas lejanas al lucimiento y la pirotecnia escénica. Como todos sabemos, cada vez es más difícil encontrar un compromiso que se traduzca en acción; vaya entonces un sincero agradecimiento a todos aquellos que lo hacen posible.
 

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