Retrato del viento

Elena Poniatowska

Saint Exupery dijo alguna vez que sólo lo esencial es invisible. ¿El viento se puede retratar? Las sábanas en la azotea movidas por él sí; el pelo de la muchacha que corre a su cita con el novio sí, pero ¿el viento? Manuel Alvarez Bravo toma a Las lavanderas sobrentendidas. No hay una lavandera ni por equivocación, y si las hubo se fueron. Sólo dejaron ropa tendida al sol, sobre la punta de los magueyes. ¿Por qué La hija de los danzantes es hija de los danzantes? ¿Por qué los ve zapatear sobre la acera como lo hacen los concheros en la Villa? ¿Por la forma en que acomoda sus pies el uno sobre el otro? No, lo es porque Manuel lo dice.

Mar de lágrimas es una cruz solitaria, hecha con esos maderos tan bellos que pule el mar, plantada en la arena de Cuyutlán. Todas las lágrimas del mar se agolpan frente a la cruz en un perpetuo regresar de olas. Sal sobre sal. ''La vi tan triste; tenía un sentido tan dramático, tan fuerte, que le dije: 'estás hecha un mar de lágrimas'''. Sí, Manuel, tienes razón, el hombre es frágil, desaparece. Su vida es muy corta; la amenazan todos los elementos, dura apenas un parpadeo, el tiempo que lleva clavar una cruz sobre la arena antes de que se la lleve la resaca.

Coronada de palmas nada tiene que ver con el domingo de palmas, sino con una solitaria barquita triste en la tarde gris, que ha venido a encallar en la playa y un pescador rodeó de ramas de palmera a modo de compañía. Sepulcro traspasado es una humilde tumba sobre la tierra, tan efímera y definitiva como el último suspiro.

Sólo Manuel ha tomado lo invisible, lo que no estaba allí ni va a estar nunca.

Siluetas

Claro, antes que él hubo otros: Lupercio, Waite y Romualdo García, por ejemplo. El mismo dice que tiene mucho que agradecerle a las fotos de Guillermo Kahlo y Hugo Brehme, concretas, bien delineadas, de cuerpo entero. Los volcanes nevados y en erupción, las selvas del trópico, las pirámides, Chapultepec, los canales de Xochimilco, las grutas de Cacahuamilpa, los cenotes sagrados de Yucatán... Muchos monumentos coloniales, muchos rostros hermosamente graves, nos miran desde hace 150 años. La fotografía en el mundo es joven y más en nuestro país.

Primero fueron las siluetas recortadas individualmente con unas tijeras dóciles, tijeras volantonas, con sus picos por delante y sus ojos por detrás. Travieso, lúdico, Manuel Alvarez Bravo se puso a trazar con la agudeza de su mirada, con su malicia afilada como una navaja, lo que otros no habían visto: Chabela Villaseñor peinándose para la eternidad, el caracol que baja por el precipicio de una calabaza, el caballo que galopa sin darse cuenta de que el muro lo emparedó, el alma de la muchachita en El ensueño. Allí, en esa niña al rato mujer que mira sin ver por encima del barandal, se dibuja su esperanza. Manuel hace surgir en el aire una áurea de porvenir.

El agujerito

Después vino la camera oscura, con su magia natural. Ya Leonardo da Vinci había escrito en sus apuntes que las imágenes de objetos iluminados, al pasar a través de un agujerito en un cuarto muy oscuro, pueden verse en papel en su forma y en su color naturales. Claro, se reducen en tamaño y se ven de cabeza, debido a la intersección de los rayos en la apertura, pero se ven muy bien. Manuel Alvarez Bravo supo muy temprano que el mundo se engrandece si se le hace primero un túnel visual, como Luis Barragán que por medio de un estrecho corredorcito introduce al espectador a un espacio inmenso y lo hace desembocar en el ¡oooh! de su propia libertad.

Camera oscura

Todos tenemos nuestra camera oscura, algunos más encarbonada que otros. Manuel pasó muy pronto del negativo al positivo, a diferencia de aquellos que desconocieron el proceso. Un rostro pasajero tras la ventanilla de un automóvil puede destruir la paz del espíritu, echarnos a perder o ganar el día, y Manuel sabe del poder de una mirada captada a vuelo. Trepado en una azotea, ve a una mujer caminar presurosa, e imagina que se le hace tarde para ir a ver a su novio. Presiona el botón, clic, y esa acción fulminante la paraliza para siempre. Nunca llegará. Minutos más tarde comprueba que el amor tiene alas, al tomar una segunda foto de otra mujer y su amorcito corazón.

La sensibilidad a la luz

Wedgwood, el inglés, y Niepce, el francés, intentaron sensibilizar el papel con clorido de plata; eran un poco filósofos, un poco alegres y graciosos, como diría Manuel, y descubrieron que la luz afectaba ciertos materiales. Algunos perdían sus contornos, otros se oscurecían y otros se borraban por completo. De la unión de Niepce con Daguerre nació el espejo con memoria, que Daguerre popularizó atemorizando a los pintores que creían que de ahora en adelante la pintura moriría. Manuel no quiso oponer la fotografía a la pintura, aunque hizo algunos intentos, dos o tres óleos, un bodegón, una acuarela y varios bocetos a lápiz y tinta china. Cuando leyó la frase de Pío Baroja en el prólogo a sus Páginas escogidas ("si yo fuera arquitecto haría que una viga fuera viga, aunque tuviera oportunidad de disfrazarla'') entendió que nunca iba a utilizar truco alguno para modificar la realidad.

El daguerrotipo

Daguerre, pintor de paisajes, inauguró la foto como talismán. ¡Qué mejor que una fotografía para el recuerdo! Portátil además. Los retratos se guardaban en estuches de cuero o madera, en porte-bonheurs, la amada sobre el corazón, protegiendo al guerrero a la hora del duelo de honor; ninguna espada podría traspasar el medallón. Manuel, esposo de mujeres-medallón, ha logrado siempre lo que se propone. A los predestinados no les cuesta trabajo encontrar lo que buscan. Si Manuel decide algo, lo hace, ni se distrae ni se desvía, tiene una visión muy clara del objetivo. Ante la vida, ante el amor, ante los hijos, la actitud de Manuel es cerebral. Reflexiona, decide y actúa en consecuencia.

El sueño es blanco  y negro

Manuel, nacido en 1902, no sólo vio la Revolución, sino que ésta interrumpió sus estudios y tuvo que ponerse a trabajar en la Controlaría de la Nación. Era tan capaz, tan rápido en eso de los números, que en un santiamén terminaba de sumar, restar y multiplicar, "todo en mi cabeza", sin necesidad de papel y lápiz, y salía al balcón ''a ver''.

-¡Te vamos a correr! ?lo amenazó su jefe.

-¿Por qué? Si ya acabé lo que me encargaron.

Lo que otros tardaban horas en resolver, Manuel lo sacaba en claro en menos de lo que canta un gallo. Había en él un espíritu matemático tan exacto como la función de su cerebro altamente sofisticado y preciso.

En 1918 estudió pintura en San Carlos. El profesor Garduño ponía frente a sus alumnos una naturaleza muerta de plátanos, naranjas, manzanas, que allí se estancaba hasta que empezaba a madurar. Entonces Manuel tenía que alterar su bodegón, pintarle manchitas negras a los plátanos, hacer más amarilla la papaya, machucar las naranjas, enrojecer las manzanas, y el paso del tiempo desesperaba a Manuel, porque el maestro sólo cambiaba la fruta cuando las moscas zumbaban en su alrededor y la miel se esparcía sobre la mesa. No les decía a los muchachos ''cómansela'', la dejaba pudrirse. ''Esa lentitud de la copia de una naturaleza muerta me hizo sentir la urgencia de encontrar algo que fuera más rápido, pero pasó tiempo antes de que intentara yo la fotografía''.

La avidez visual

¡Qué deleite escuchar música, ver cómo las notas blancas y negras en el pentagrama se transforman milagrosamente en una melodía para todos los instrumentos de la orquesta! En esa época, al salir de la Revolución, México nacía al afán de crearse como país, de descubrirse, de ser. Carlos Chávez luchaba por fundar la Orquesta Sinfónica de México. Manuel asistía a conciertos, y sobre todo leía, ¡ah, cómo leía! Su casa es una biblioteca. Por eso puede remitir cada una de sus fotografías a una referencia cultural, y los títulos de sus fotografías están ligados a Góngora, Quevedo, (''Los sueños han de creerse''), Baltazar Gracián, Arcipestre de Hita, Cervantes... Sus lecturas del barroco español son a profundidad.

Cervantes sigue encantándolo y vuelve a él una y otra vez. Manuel repite socarrón: ''hay que tomar lo preciso de lo precioso''. Y me recuerda que el Quijote se puso una bacia en la cabeza y pensó que era el yelmo de Mambrino. Sancho se lo hizo notar: ''pero si es una bacia'', y el Quijote respondió para nuestro asombro y maravilla: ''lo que para ti es una bacia para mí es el yelmo de Mambrino y para otros será otra cosa''. Al atardecer, Manuel sale a la puerta de su casa con una frase de Cervantes que acaba de apuntar y relee, su voz como hilo de música: ''un mudo silencio tan callado que apenas en el aire se movía''.

Parábola óptica

Hasta que un día Manuel vio en una tienda fotográfica en la avenida Madero retratos de Vasconcelos, Berta Singerman y Valle Inclán, y paisajes de Hugo Brehme en el aparador al lado de las cámaras. El fotógrafo de origen alemán lo guió. Manuel empezó a seguir a los muralistas: a Orozco, Rivera, Siqueiros, que levantaban airados su mano llena de pinceles rojos para dar la visión de los vencidos. Le preguntaban a Alvarez Bravo desde su andamio: ''¿por qué no pintas?''. ''Es muy tardado'', respondía. En la fotografía encontró otra forma de pintar murales, mucho más sutil, más misteriosa. Era un México nuevo el suyo en el que desembarcaron Tina Modotti y Edward Weston, Carleton Beals, Pablo O'Higgins, Emily Edwards ?con quien Manuel hizo un libro sobre los murales?, Alma Reed ?la de Carrillo Puerto y la de Orozco?, Anita Brenner ?con sus ídolos tras los altares?, Jean Charlot, William Spratling ?promotor de la platería en Taxco?, Frances Toor ?la de Mexican Folkways?, André Breton, Antonin Artaud ?en busca del peyote?, D.H. Lawrence ?sin Lady Chaterley?, K.A. Porter y Alice Leone Moats amaron y odiaron a México en un mismo soplo. Malcom Lowry se lo bebió. Lázaro Cárdenas le abrió puertas no sólo a los republicanos españoles, también a Trotski y a Natalia, que Diego y Frida abrazaron. Manuel convivió con ellos. Los fue a oír cuando dictaban conferencias, "una muy buena, excelente de Víctor Raúl Haya de la Torre que no les gustaba a los comunistas".

"Recuerdo las juntas en el Sindicato de Panaderos, que era de izquierda, Una vez, en una mesa redonda, Siqueiros tachó a Diego de pintor religioso y citó el fresco en la Secretaría de Educación en el que un minero, al salir de la mina, levanta los brazos como Cristo, para ser esculcado''.

''?Sí, David ?le contestó Rivera?, y tú en la Preparatoria le pusiste aureola a un trabajador''.

Nada de que sólo una miradita

Manuel los retrató cuando eran pintores, los leyó cuando eran poetas y escritores, y sin decir esta boca es mía, porque es taimado, estableció su propio catálogo de valores. Nunca ha hecho nada sin premeditación. Alevoso, le saca ventaja a la naturaleza. Con sus maneras suaves y su mirada férrea, Manuel se hizo sabio. Hoy, a la hora del atardecer, al lado de su ventana en Espíritu Santo, es la sabiduría la que le entibia los hombros.

Microfotografía

Manuel Alvarez Bravo lleva impresas en las células de su cerebro fotografías exactas, primero de las tablas de multiplicar, luego de los números para la Tesorería y la Secretaría de Hacienda, finalmente de las imágenes. Pequeñísimas, desfilan movedizas frente a sus ojos de águila. Las atrapa en el aire, jamás se le han escapado. La cámara fotográfica en un tiempo se llamó ''trampa de ratón''. En la "trampa de ratón'' de Alvarez Bravo ha quedado el alma de Frida Kahlo, de Trotski, de Octavio Paz. De nuestro negativo sale un positivo, Manuel echa el revelador, nos debatimos en vano, el fotógrafo nos atenaza. Manuel Alvarez Bravo tiene la llave de la trampa, clic, podría dejarnos salir pero no quiere, clic, encierra, imprime, nos fija, nos expone en unos cuantos segundos y desentraña nuestra negra conciencia. Es nuestro Oscar Wilde y todos somos sus Dorian Gray. Basta un poquito de su líquido revelador para que se nos distorsionen los rasgos que creíamos puros.

Imagen latente

Una exposición a la luz insuficiente para hacerla visible sobre el papel fotográfico produce una imagen latente. Late aún adentro, como los pensamientos que uno quisiera formular, y se quedan sin salir a la superficie, sin traspasar la barrera del sonido. Antes de 1924, Manuel era sólo una imagen latente. Tomaba fotos como la notable Parábola óptica, pero estaba en el umbral. En 1927, a su regreso de Oaxaca, conoció a Tina Modotti. Weston ya se había ido de México cuando Tina, entusiasmada, le envió al maestro fotos de Manuel para una exposición en California. Las fotos llegaron tarde, pero cuando Weston respondió felicitándolo por la calidad de su obra, preguntándole si era señor, señora o señorita, ''un misterio muy agradable'', Manuel se sintió colmado. En los años que siguieron, Manuel frecuentó a Tina, ahora fotógrafa de El Machete, órgano del Partido Comunista. Edward Weston habría censurado el montaje que hizo Tina del obrero derrotado en la acera bajo el cartel de El hombre elegante, la borrachita tirada frente a la pulquería, los vasos de cristal amontonados, porque rechazaba la doble exposición. Dice Manuel: ''Tina tuvo dos épocas fotográficas: la romántica y la política, y creo que sacrificó la romántica por la política. Depositó en la política lo que debería haber depositado en la fotografía. Las tomas que hizo después de Weston sí me gustaron, pero menos que las rosas, la escalera de Tepoztlán, la flor de manita''. De Manuel, la Roca cubierta de liquen (que recuerda La ola, de Hokusai) mereció el aplauso de Tina, a tal grado que ella pegó la fotografía con un clavito en la puerta de su ropero y lo abrió para que Manuel la viera.

En muchas ocasiones, en casa de Tina, Manuel encontró a miembros del Partido Comunista: Rafael Carrillo, Gómez Lorenzo El canario, Luz Ardizana y estadunidenses como Carleton Beals, Friedrich Bach o Alfons Goldschmidt, que hablaban en inglés. Manuel se apartaba: su plática no le atraía. Entonces procuró visitar a Tina a horas en que sabía que la encontraría sola y la conversación giraría sobre el tema entrañable de la fotografía. Tina ponía en las manos de su joven admirador una pila de fotografías. ''Véalas, tómese su tiempo, Manuel''.

La dinámica especial de la imagen

Cuando Tina fue expulsada de México en 1930, Manuel Alvarez Bravo fotografió lo que ella dejó pendiente: los murales de los grandes pintores en los edificios públicos, y tomó su lugar en la revista Mexican Folkways, de Frances Toor, a quien le decían Paca o Pancha Torres. Allá fue Manuel a pie a conversar con Sergei Eisenstein, como habría de hacerlo con Paul Strand y con Henri Cartier Bresson y tantos amigos más. Al año obtuvo el primer premio de Cementos Tolteca por esa sorprendente fotografía del muro de la fábrica. El premio le permitió dedicarse de lleno a su oficio y en ese mismo año el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió sus primeras imágenes.

Los rostros y los gestos reveladores

''La influencia del muralismo en mí fue enorme. Conocí la pintura mural mexicana en el patio de la Secretaría de Educación. Me paraba bajo la gran escalera y miraba hacia arriba y todas las figuras históricas se me venían encima. Empecé a fotografiar los murales y aprendí mucho. Era enorme la capacidad de trabajo de Diego. Las artes plásticas enseñan mucho, pero más enseñan las relaciones humanas. La influencia de los muralistas en mi fotografía no fue inmediata. Creo que mis influencias provienen de muy diversas fuentes, no sólo de las artes plásticas. Las influencias nunca son únicas; se mezclan y se contradicen. El proceso de asimilación es lento y dificultoso, la continuidad en el trabajo y la atención constante, así como el ambiente, acaban por producir la personalidad, pero yo no me considero acabado; sé que todavía puedo recibir influencias, todavía estoy en disponibilidad, en proceso de aprendizaje, abierto a los aires encontrados [...] Las copias de los grandes frescos de los pintores, incluso los de Diego en el Palacio de Cortés, en Cuernavaca, se vendían al público en 50 centavos y todos los fotógrafos que las hicieron, no sólo yo, cobrábamos lo mismo. En esa época, 50 centavos oro eran muy buenos, se podían hacer muchísimas cosas, hasta ir al teatro y que te sobrara un diez para el camión. Además, cada fotógrafo conservaba su negativa. De esos años provienen muchas negativas únicas''.

La realidad a secas

Es fácil imaginar la figura delgada y leve de Manuel. Su cámara al hombro caminando por las calles del centro, esas calles misteriosas que se aprietan en torno a Catedral, alimentándola, rezándole, abrazándola, traicionándola; ángeles y deidades en eterno combate, ídolos y santos encajándose puñales que sangran tezontle. Argentina, Donceles, Luis González Obregón, República de El Salvador, Licenciado Verdad, San Hipólito y La Profesa aún retumban de antiguas batallas y bajo los portales de Santo Domingo. Es fácil visualizar a los preparatorianos de entonces, a los del Nocturno de San Ildefonso de Octavio Paz, Pepe Alvarado, Julio Torri, Pepe Iturriaga, Xavier Villaurrutia entrando a la librería de los hermanos Porrúa, al Café Tacuba y al París que los españoles invadieron a su llegada de España. Manuel pertenece al Centro y su morada seguirá siendo la vecindad de tres pisos que habitó primero, entre tiendas de segunda mano, misceláneas y ferreterías, en las que una voz imploraba, plañidera, a través de las ondas del radio: ''ven, mi corazón te llama/ ¡ay! desesperadamente;/ ven, mi vida te reclama/ ven, que necesito verte''.

Verse, ver, he aquí la cuestión. Verse de carne y hueso y un pedazo de pescuezo, ver la imagen. Ver. Los peatones nunca se dieron cuenta de que se cruzaban con la mirada más inquisitiva de México. ''Un hombre no se forma nada más porque sí. Para ser se necesita recibir influencias que empiezan desde que se es niño. Si el individuo no está atento a aquella alimentación que recibe del arte y de la vida misma no puede producir una obra. Sus fotografías tomadas mecánicamente no van a decir nada, puesto que él no tiene nada que decir''. Ríe: ''Compré desde muy joven libros de segunda mano, bueno, todas las cosas que suceden son de segunda mano, así como todo en la vida es de encargo, no es un encargo explícito, sino es un encargo de la sociedad en la que vivimos. ¿Cómo podríamos aislarnos de la sociedad? Por eso, mi obra también es de encargo [...] En la calle de Guatemala 20, vi muchas cosas que me marcaron para siempre. En las calles aledañas también caminaba mucho, miré sobre todo a los cargadores de la aduana en la estación de Santiago Tlatelolco, que después de su trabajo se derrumbaban cansados en la banqueta. Yo sentía compasión por ellos. Allí tomé la foto que titule El soñador. Siempre en mis paseos por el Centro admiré a los mecapaleros, los simples cargadores que discuten al lado de una estatua en el suelo cómo levantarla y llevársela en hombros. Son maravillosos''.

Manuel tituló su fotografía Plática junto a la estatua. ''Estoy contento de haber vivido en esas calles; allí todo era memorable, todo tenía un contenido social. De hecho, en la vida, todo tiene un contenido social, depende, claro, del que está mirando. La trascendencia que cualquier hecho pueda tener se la da el fotógrafo. Es el fotógrafo el que le da su belleza dramática, su contenido político y, como te lo dije antes, social."

El alto rango de la fotografía

''Nací en la ciudad de México, detrás de Catedral, en el lugar donde fueron construidos los templos de los antiguos dioses aztecas.'' De pronto Manuel habla en latín: ''Justa Crucem lacrimosa ut pendebat filius''. Se excusa. "Era de una timidez que rayaba en lo enfermizo. Leí desde muy pequeño, así entré en contacto con el mundo. Entré a la escuela de los maristas muy chiquito, había vacas y cuando los zapatistas llegaban a pedir forraje se quitaban el sombrero. Por eso me cayeron bien. De la primaria salí hecho un burro total, con ansias de saber. Terminé el sexto y después he sido autodidacta. Como nos prohibieron abrir la obra de los Enciclopedistas, lo primero que leí fue a Rousseau. Leí mucho de niño, muchísimo, de joven, de viejo, vuelvo siempre a los clásicos, toda la vida. En mi época los artistas necesitaban dividir su vida en dos partes: una, trabajar para comer; otra, el placer de la creación. Intenté varias cosas, porque cuando uno es joven no sabe lo que quiere, y como quise tener una forma de vivir un poco sólida, aprendí contabilidad, pero el sentido burocrático no me agradó jamás. Antes de la fotografía empecé la medicina homeopática, pero tampoco encontré allí mi camino. Mis hermanos, mis parientes, me decían: ''¡Ay, Manuel!, me duele esto, siento lo otro, ¿qué tomo?'', y yo les daba chochitos. Estudié mucho, pero creo que mi hermana se aliviaba más por sentido familiar que por la homeopatía. Después de mi fracasado intento de médico chochero, me metí a San Carlos, pero tampoco. En las calles del Centro veía merolicos, ropavejeros, peluqueros, zapateros remendones, fotógrafos ambulantes, señoras que venden elotes, quesadilleras de banqueta, herbolarias y pajaritos adivinadores, evangelistas e impresores al aire libre, trabajadores del fuego. Mariachis también. Hicieron su nido dentro de mí. Me conmovían. Son los mismos que retraté sobre el ancho paisaje de México con sus Bicicletas en domingo. En el mercado, colgados de unos ganchos sobre un mecate, se balanceaban fuera de época, Mirna Loy, Claudette Colbert, Paulette Godard y Marlene Dietrich, o caras que quieren parecérseles ostentando vestidos de percal. En 1970 había días en que todavía se veían los volcanes, y esta que titulé Montaña negra, nube blanca la tomé yendo al Popo. ¿No te parece que esta del El Angel del Temblor, de 1957, tiene una influencia de De Chirico?''.

El mercurio

Todos creen que el mercurio es un metal, líquido a temperatura ambiente, cuyo vapor se utilizó para desarrollar las imágenes del daguerrotipo. O de perdida creen que es el velocísimo dios griego con alas en los pies. O que es el hermano de Icaro, quien intentó volar. No, señoras y señores, el mercurio es un hombre delgado, pequeño, que cabe en todas partes. Con razón, Manuel Alvarez Bravo es tan buen fotógrafo. No se nota. Duende, se descuelga de una rama y se mece yendo de una liana a otra hasta llegar a su destino. Uno de los requisitos de Cartier Bresson, su gran amigo, para trabajar más a gusto era que no se le reconociera en la calle, por eso nunca o casi nunca aceptó que se le tomara una fotografía, salvo cuando era joven. Ser un espectador anónimo era su aspiración. Manuel Alvarez Bravo se olvida de sí para ser sólo su lente, su cámara, la continuación de su ojo. Casi todo lo ve en función de su oficio: ''¡Qué bonita la luz ahora sobre la pared azul!'' A él, la luz lo sigue por todas partes, el sol va pisándole los talones. Tengo la sensación de que lo hace todo a hurtadillas para no espantarlo. La vida le entra por los ojos. No es que tome fotografías mentales a toda prisa; al contrario, es muy lento, tanto que desespera, prepara su cámara y aguarda, aguarda, aguarda. Tiene toda la paciencia del mundo. ¿Si esto no es "contemplación" que puede serlo? Manuel tiene dentro de sí, todas las órdenes contemplativas. Es muy tardado, pero es muy leve, no se siente, no ocupa espacio, no pesa; casi invisible, espera, su cámara lista, horas y horas.

La gelatina

Cuando todos andaban por allí repitiendo en un sonsonete que dos por dos son cuatro, Manuel ya le había sacado la hipotenusa al cuadrante de la soledad, y sin querer ganarle la partida a López Velarde (o a Ricardo Gómez Robelo, el único mexicano que murió de amor), ya lo sabía todo del buen y del mal amor. Las mujeres no les temen a los hombres colibríes, al contrario, se los meten entre sus tortolitos pechos para aquello del amor correspondido. "El pájaro canta aunque la rama cruja", dijo Salvador Díaz Mirón. "Todo se lo lleva el demonio, pero el pájaro canta", dice Manuel, el elfo, el Puck, el hombre haikú a quien le gustan las mujeres desnudas. Así como le interesan los interlocutores inteligentes, los que pueden darle respuesta, le interesan los cuerpos inteligentes. Lo "emocional" trata de barrerlo fuera de su espíritu y su cuerpo. Sus mujeres desnudas, mujeres ensimismadas, sueltas dentro de sus músculos, coladas al interior de su piel, impávidas, posan en estado de lucidez, detenidas y juzgadas dentro del tiempo y el espacio, en un plazo que sólo Manuel determina. ¡Qué acción definitiva la de poner el dedo sobre el obturador! (Iba a decir el gatillo.) De estas modelos, sólo habla la luz sobre su cuerpo; formas que son bloques de poder como los que ahora dividen al mundo. La luz de Manuel los unifica. Lo demás no existe.

La buena fama durmiendo

La buena fama durmiendo fue un encargo de André Breton. ''Se iba a hacer una exhibición del surrealismo en la Galería de Inés Amor. Trabajaba como profesor de fotografía en la Escuela Central de Artes Plásticas. Ese nombre se lo puso Diego Rivera, pero todos le decíamos San Carlos. Nos pagaban cada diez días y hacíamos cola frente a la caja''.

Breton llamó por teléfono a San Carlos y le preguntó a Manuel, a través de un intérprete (porque Breton no hablaba español), si haría la portada del catálogo de la exposición surrealista. Manuel aceptó. Haría la foto en forma automática, al igual que la escritura surrealista. Le pidió a la modelo Alicia, que también esperaba su paga: ''¿no subirías a la azotea para que te tome una foto?''. ''Cómo no''. Manuel llamó al doctor Francisco Marín, hermano de Lupe. "¿Puedes venir con unas vendas para una modelo?".

Asustado, creyendo que algo grave sucedía, el médico corrió a la farmacia y en cinco minutos estuvo en San Carlos. Manuel lo tranquilizó: "No es nada, Pancho, sólo se trata de vendar el cuerpo desnudo de Alicia".

Manuel escogió el tobillo y las muñecas, como lo acostumbran las bailarinas para su calentamiento. Le encargó al hijo del velador de San Carlos que fuera al mercado a comprar unos abrojos (espinosos), no sabía por qué ni cómo los iba a usar, ni si el niño los encontraría, porque no siempre los hay. ''Préstame tu manta con la que te tapas en la noche'', le dijo al velador, y gracias a estos impulsos surrealistas, acomodó a la chica en la cobija, mientras Francisco Marín enrollaba las vendas en torno a sus tobillos. Entonces Alicia, quien posaba con toda naturalidad, cruzó su piernita. "No sabía yo cómo lo iba a hacer, pero tenía yo un rollo nuevo en la cámara y tenía que tomarlo todo, todo, todo. Tomé la foto de los espinos a un lado de su cuerpo y esa fue la de la portada, pero tomé otras para acabar el rollo nuevo y a una le puse La desvendada''. De pronto ríe. ''Es bueno vacilar, ¿sí? ¿Cómo la ves?... Hay una santa de iglesia que trae los pechos en una bandeja, y mira esta modelo: trae sus ojos en bandeja. Te fijas, son dos triángulos blancos, ¿cómo la ves?''.

Cartier Bresson

En México, Cartier Bresson, alto, flaco, vivió con Langston Hugues y Andrés Henestrosa e Ignacio Aguirre, el pintor. Lo llevaron a Tehuantepec. Manuel y Henri se hicieron amigos y de regreso a la capital caminaron muchas calles, el uno al lado del otro, paralelos sus andares. La Merced, La Candelaria de los Patos, Chimalpopoca, el Cuadrante de la Soledad, Cuáuhtemotzin, las surrealistas vecindades, las dislocadas y oscuras zonas reservadas. ¿Será de sus andanzas de 1934 aquella maravillosa fotografía de Los agachados en un comedor popular que el Museo de Arte Moderno de Nueva York le compró a Manuel? ¿No tomarían el francés y el mexicano una sopa de médula o un caldo de camarón sentados frente a la barra de Los agachados? ¡Qué buena amistad! En marzo de 1935 expusieron en el Palacio de Bellas Artes. Se llevaban bien. Julio Torri hizo el texto para el catálogo. Parece que en Juchitán decían que Cartier Bresson era un hombre bello, con el inconveniente de tener la cara color camarón.

El Istmo se puso de moda; era una obligación de los artistas ir a Juchitán. Manuel pensó: ''Muy pintoresco, sí, pero no todo puede ser bailes y hamacas. Voy a hacer el contrapunto entre el trabajo y lo pintoresco''. Tomaba las idas y venidas de tehuanas por el Zócalo con sus xicalpetls de flores en la cabeza, cuando pasó una pequeña manifestación. ''Ese mismo día había elecciones y mucho movimiento. En el Hotel de la Perla aguardaba un hombre de los llamados rescatadores, porque les compraban a las tehuanas las monedas de oro de sus collares, y me condujo a lo que yo creía que era la ramada, la fiestecita típica de Tehuantepec, en la que truenan muchos cohetes.

''Di con la manifestación que yo creía fiesta y los balazos que creía cohetes. En el trapiche, habían recibido a tiros al líder de los trabajadores en huelga y lo que yo encontré fue su cuerpo. Tuve la intención de saber su nombre, pero la gente era muy evasiva o no se acordaba o no quería decir. Su cuerpo era muy joven, su cara, sus manos también. Me parece que se llamaba Rosendo. Le puse Obrero en huelga asesinado.

André Breton escribió en Le Minotaure: "Con el Obrero en huelga asesinado Alvarez Bravo se ha elevado a lo que Baudelaire llamó el estilo eterno''.

Nitrato de plata

México se ve distinto a partir de Manuel. Los fotógrafos lo siguen, miran despacito, refrenan sus ímpetus. El arte de sugerir es un arte de perversión, y eso lo sabe Manuel. La fotografía mexicana le debe a Manuel su estética. Su influencia profunda es justamente la del misterio y la de la multiplicidad. Manuel Alvarez Bravo no explica nada. Demasiados sociólogos, sicólogos, antropólogos, escritores y filósofos han intentado situar a México en la comunidad humana. Alvarez Bravo nunca se ha preguntado qué y cómo es México. ¿Qué es México? Nunca ha querido explicárselo. ¿Quién es él? No se describe, no discurre acerca de sí, es demasiado sabio. Sus fotografías son signos. El posee la llave del enigma, él las vuelve sortilegios y a veces maléficos amuletos. Es el hado. ¿Qué son esas ofrendas en la tierra, en el tronco de los árboles, sino encantaciones angelicales o satánicas? Ofrenda primera, Ofrenda segunda, ¿no tienen algo de brujería lo mismo que esas puertas abiertas a la nada? Su influencia profunda en los fotógrafos que lo siguen es justamente la de no decirlo todo.

El viejito de la visitas

Lo veo por la ventana de su casa-cueva. Parece un monje; permanece mucho tiempo quieto, meditando. No habla. Lee. Escucha música. De vez en cuando se levanta a cambiar el disco y vuelve a su misma actitud reflexiva. Un poco triste. A los hombres los consuelan los demás hombres, a Manuel lo consuela su propio pensamiento. El pensamiento consuela de todo. Esquivo, en sus ojos, sin embargo, no hay desdén, sólo una extraña seguridad para vivir de cara al enemigo que se agazapa en las rendijas y se asolea cual lagartija: el tiempo. Hace muchos años, en un barrio muy desamparado por Peralvillo, los niños esperaban a "el viejito de las vistas". Por medio de varios visores, podían asomarse a su carrito en el que hacía girar a vuelta de manivela estampas estereoscópicas que dan la sensación de volumen. Las vistas (grabados franceses de fin de siglo) consistían en una familia de perros vestidos de gente que van a pasear el domingo y otros animales enseñando sus colmillos a pesar de su frac. Era una caja desvencijada y feérica. Así Manuel pone ante nuestros ojos sus propias vistas, las que más le importan, interiores, esféricas e inalcanzables, porque Manuel retrata el tiempo y jamás pregunta: ''¿qué ves?'', porque sabe que el tiempo es invisible. Al igual que Saint Exupery, Manuel se ha dado cuenta que nuestro alcance es corto, y que lo esencial es en realidad un mirar que nadie mira. O casi nadie.