La Jornada Semanal,  3 de febrero del 2002                         núm. 361
Jean Charlot

Posada: técnica y estilo

Artistas de la generación de Orozco y de Rivera en la pintura, y de la de Méndez y de Zalce en el grabado, reconocen gustosos cuál es la deuda que han contraído con José Guadalupe Posada, el primer grabador popular. Aunque en verdad él nunca ambicionó el título de maestro, Posada, fue tan grande como humilde, funciona en la historia del arte mexicano como el delgado cuello de un reloj de arena, donde el pasado deviene grano por grano en futuro. A través de la obra gráfica de Posada, una tradición tan rica como antigua tuvo que fecundar a su tiempo las formas contemporáneas del arte nacional.

Hacia 1894 el artista (o más bien el artesano), tenía su estudio, un modesto taller, en el interior de una cochera de la calle de Santa Inés. Gordo, trigueño, con escaso pelo blanco, vestía una blusa gris o un delantal de cuero. Posada trabajaba a la vista de los transeúntes: criadas de regreso del mercado, que descansaban del peso de sus canastas llenas, escolares sin prisa de llegar a la cercana primaria, estudiantes de la vecina Academia de San Carlos hastiados de enfrentarse a los vaciados polvosos de la escuela.

Aunque casi todas su obra data del tiempo de don Porfirio, Posada necesitaba la llegada de la Revolución para lograr la plena justificación de sus temas y de su estilo. La contienda civil dio un auténtico sentido contemporáneo en las escenas de rebelión que el profeta había delineado anticipadamente al filo de su buril: demostraciones antirreeleccionistas frente a las cargas de la policía montada, contestando con plebeyos puñetazos, pedradas y ladrillazos, los caballazos, cintarazos y sablazos federales, los primeros sublevados, vistiendo calzoncillos y sombreros anchos, marchando al patíbulo entre líneas de flamantes rurales a caballo, o bien ya colgados para escarmiento de otros.

Por años, los asuntos preferidos de Posada casi no pasaron de ser líneas y sombras entintadas en papel, hasta el momento en que, iluminado por la llamarada de la Revolución, el drama pasó del dibujo a las dinámicas dimensiones de la vida real. El blanco y negro adquirió colores, el silencioso mundo de las artes gráficas se llenó de disonancias sugestivas: las pistolas inermes, de súbito dispararon, las cadenas y machetes crujieron, personajes que antes no eran más que siluetas gritaron y suspiraron. Brazos erguidos para esforzar el balance de una composición o los requisitos de la simetría, dejaron volar la piedra amasada en su puño, su odio cayó en el adversario. Este era dócil tarjeta, vestido con el uniforme algo ridículo que don Guadalupe había ideado para él: como en los corridos, el "rico envidioso" lucía jaquet, sombrero bombín, cuello de celuloide, bigote encerado y cadena de oro, subrayando el insolente ecuador del esférico chaleco.

La obra de Posada se divide fácilmente en tres periodos coincidentes con los tres distintos medios que el artista utilizó sucesivamente, en litografía, grabado en hueco, al buril sobre metal tipográfico, y grabado en relieve, al ácido y sobre zinc. La blandura del lápiz litográfico determina la calidad de su etapa juvenil, donde los provincialismos nativos revisten una delicada precisión, al describir cabezones de cuerpos diminutos y ahilados, al estilo de los caricaturistas franceses de 1860.

La delicadeza de los medios tonos no permite anticipar los bruscos contrastes típicos de la futura madurez del artista. Un crítico ignorante de la verdadera relación entre los dos periodos, pudiera decir que las obras de la primera época constituyen en su elaboración un obvio progreso sobre las crudezas de la segunda época. Es verdad que ciclos estilísticos deberían desarrollarse de lo simple a lo complejo, de lo primitivo a lo barroco, y conviene pedirle perdón a la diosa encargada de reglamentar el ecuánime curso de las historias de arte, por haber ordenado Posada su evolución al revés, desde la complejidad hacia una simplicidad suprema, consciente.

Posada grabó casi todos los bloques de su segundo estilo en la capital, recibiendo por su trabajo un sueldo de don Antonio Vanegas Arroyo. El hijo de don Antonio, don Blas, recuerda que era un sueldo igual al de un general, es decir por entonces unos noventa pesos mensuales. Entretanto, y es un hecho de notable significación en su recorrido hacia lo arcaico, don Lupe había sufrido mucho. La señora viuda de don Antonio (la cual me llamaba con cariño recíproco "el francesito"), me contaba cómo en las inundaciones de León en 1887, familiares del artista se habían ahogado, arrastrados por las aguas espumantes delante de sus ojos, implorando: "¡Sálvanos, don Lupe!" hasta hundirse.

No se puede pasar por alto el papel que tuvo don Antonio (y los requisitos de su casa editorial) en la transformación del estilo del artista.

Posada tuvo que forjarse un idioma de una elocuencia especial, para interesar a las incontables almas humildes en los opúsculos que Vanegas Arroyo vendía en el tianguis o en la feria.

La ilustración debía sumarse al asunto en términos lo bastante depurados e intensos para la educación de ojos casi más adeptos a descifrar pictogramas al estilo prehispánico que las letras del alfabeto. Piadosas, horrorosas o cómicas anécdotas, pasquines a propósito del amor, de la muerte o de la guerra, recetas de cocina o de brujería, libretos de pastorelas o misterios al estilo medieval, y con ellos el arte de Posada, llegaron hasta los más recónditos rincones de la república en la canasta del mercader o en el talego del peregrino.

También la ciudad disfrutaba de su vida literaria. La Gaceta callejera proveía noticias tan frescas como lo permitían tipos arreglados a mano, y un reportaje pictórico burilado sobre metal. La competencia mecanizada de los grandes diarios obligaba a Posada a simplificaciones algo cínicas. Un solo grabado ilustra cada sucesivo "Espeluznante incendio", sólo con actualizar algún detalle para poner el vetusto diseño a la verdad del día. Otro bloque, casi aplanado por el repetido uso, representa a una muchedumbre enfurecida, protestando públicamente por medio de carteles y estandartes, dejados en blanco para llenarlos con cualesquiera lema, conservadores o revolucionarios, católicos o anticlericales, que pudieran darle matiz de novedad.

Cada año, para la fiesta de los Muertos, cuando los niños afilan sus dientes sobre las calaveras de azúcar, las prensas de Vanegas Arroyo celebran el acontecimiento con sus propias calaveras de papel. Bien sabía Posada conjugar los esqueletos de políticos con sombreros de alta copa y gruesos anteojos, símbolos y ornamentos de los científicos; huesos de dictadores cuyas costillas se curvan bajo el peso metálico de sus gloriosas medallas, momias de coquetas, escondiendo sus calvas debajo de las flores artificiales de sombreros chic.

Típica de ésta su segunda época, la línea surcada al buril, en metal las más veces, y excepcionalmente en madera, adquiere una musculación que nunca tuvo la línea litográfica. Tales factores, la improvisación en un medio difícil, el cuidado de hablar con suma claridad para un público especial, dan a esta parte de la obra de Posada un sabor supuestamente primitivo, lo cual le valió una acogida entusiasta, aunque efímera, de parte de ciertos sofisticados parisienses. La tercera y última etapa del artista coincide con el descubrimiento que hizo Posada de un sistema fácil, para competir ventajosamente con el fotograbado cuya mecánica precisión y rapidez amenazaban su trabajo. El grabado al ácido en relieve, consistente en dibujar sobre zinc con una tinta especial, ahuecando los blancos en un baño de ácido. El único artista que se hizo famoso con este medio es el gran inglés William Blake, el cual, por razones económicas muy semejantes a las de Posada, descubrió el grabado en relieve, porque él se empeñaba en publicar libritos de poemas, a pesar de no tener lo bastante para pagar un editor.