Jornada Semanal, 3 de febrero del 2002                                                                 361
Enrique López Aguilar


La ruptura gastronómica

Salvo las notables excepciones del caso, para los nacidos después de 1975 sólo parece existir una alternativa en su ingesta cotidiana: los simulacros derivados de la obsesión contemporánea por la esbeltez y el gimnasio, los cuales incluyen anabólicos, licuados simultáneamente vomitivos y nutritivos, dietas extenuantes ricas en fibras y verduras, alucinaciones vegetarianistas (que condenan la carne aunque busquen la trapacería de sustituir su sabor con sucedáneos perversos como la soya) y todo aquello que, igual, forma parte de la euforia enamorada del propio cuerpo y su figura, y el desaliento de la gastronomía; la segunda opción se corresponde con los neoglotones apresurados e ignorantes que, como parte de su premura generalizada, acuden al taco, la torta, la hamburguesa, la pizza y el hot dog para satisfacer sus innobles apetitos, así como a la llamada comida chatarra y otras golosinas igualmente deleznables. Así, para esta nueva generación de gordos y flacos, de obesos y esbeltos, las cosas que se comen forman parte central de su vida cotidiana, aunque de manera distinta, con resultados diferentes y un solo sustrato común: el olvido de la verdadera comida y los ingredientes que debieran alegrar y enriquecer la existencia diaria del ser humano (de ése que no aspira a las musculaciones narcisistas pero que también teme alcanzar la bofa obesidad de quienes tragan bisutería digerible).

La elección de lo que se come puede ser asunto de una imposibilidad de escoger, como en comunidades que, por su pobreza extrema, tienen vedado el acceso a alimentos básicos; sin embargo, en el caso de quienes pueden optar por los ingredientes de su comida, existen muchos impulsos para hacerlo: desde el recuerdo de sabores conocidos hasta una buena (des)información o (in)cultura gastronómicas, las preferencias personales (como el genuino aborrecimiento del sabor del hígado, por ejemplo), los prejuicios (contra el sabor de los riñones, la textura del ostión, el picor de la pimienta), la alergia hacia algunas cosas (el aguacate o los camarones), la ignorancia respecto a ciertas especias o ingredientes (el echalote, el estragón), la ignorancia respecto a la elaboración de ciertas carnes (de conejo, de jabalí), el tiempo (tenerlo para dedicar horas a la reducción de una salsa o, bien, por falta del mismo, optar por un caldo ligero para sumergir alguna carne), los tabúes (el cerdo, el perro, el gato, la rata, la serpiente), el sincero repudio por un sabor (el de las hojas de pápalo-quelite, el del pollo, el de la cebolla cruda), o un desastroso funcionamiento del sistema digestivo, de otros sistemas…

En el caso de todo ser omnívoro bien equipado, puede hablarse de la posesión de un bagaje gastronómico que le permite moverse dentro de un amplio universo en el que, mediante aceptaciones y rechazos, costumbres y exploraciones, va formando las fronteras de su propio país de los sabores; sin embargo, hay pseudo-omnívoros cuya incapacidad para elegir desfasa su información cultural y los orilla a una pobre disyuntiva, rica en desmemoria, cuya espeluznante alternativa es comer mal para adquirir un buen cuerpo o comer peor sin para qué, salvo un destino de hiperobesidad… y está el caso de quienes se vegetarianizan para adquirir ese aire de desamparo que García Márquez describe en Cien años de soledad, cuyos principios fundamentales de renuncia a la carne, si fueran estrictos y apegados a su abominación, debieran llevarlos a resolver la sexualidad con zanahorias, pepinos, chirimoyas y papayas (asimismo, puede sospecharse que, para ellos, el agua de Tehuacán con hielo debe ser la vivísima experiencia de un jaibol vegetariano).

En el segmento de la brecha generacional marcada por la ruptura gastronómica, lo que puede percibirse es la suma de dos abominaciones: ignorancia más prejuicio. Por razones de esbeltez o de MacDonald’s, grandes contingentes de las nuevas generaciones ya no conocen la nata, ni los ayocotes, ni las tortillas maneadas, ni muchos productos más; si se les ofrece comer pan con nata, responden mentirosamente: "gracias, no me gusta", "me hace daño", debido a los estragos de los licuados nutritivos color gris-verdoso o de los combos (horresco referens!) hamburgueseros. Después de un no muy enérgico interrogatorio, uno descubre que, en realidad, se quiso decir: "gracias, no conozco y, por eso, no opto".

Como oprobioso ejemplo de cuanto vengo diciendo, así ocurrió con una amiga que pertenece a la generación nacida en los cincuenta y cuyo nombre callo, para evitar el escarnio público, así se llame Silvia: la invité a probar los pambacitos de Benjamín Franklin (todavía conocidos así, aunque el expendio ya no se encuentre en dicha avenida), y su respuesta fue: "gracias, no me gustan los pambazos" (entiéndase por esto el bocadillo que consiste en rellenar una clase de pan con ingredientes variados antes de sancocharlo). A poco de inquirir con suavidad, descubrí que nunca había probado ninguno, ni los grasosos y migajonudos ni los que, exquisitos, yo convidaba. Fuimos al lugar, comió y hoy es clienta regular del expendio. ¿Desconocimiento igual a disgusto? Me temo que sí. Hay quienes nunca han probado los pulpos y son capaces de jurar que no les gustan, cuando, en el mejor de los casos, podrían decir que no les apetecen.

Probar, gustar, conocer; desaprobar, disgustar, desconocer: si el ser contemporáneo tiende a perderse en el estrés y las apresuradas ignorancias que provoca, podría intentar un reencuentro con la comida para entenderse a sí mismo de otro modo, así sea desde la perspectiva de que se trata de una forma de conocimiento mediante la que se ejerce una apropiación cultural de tradiciones regionales: de muchas maneras, la magia cotidiana desatada por una receta reinventa y restituye una parte del mundo en nuestras bocas.


La memoria de Said

Un hombre en el exilio se entera de que padece leucemia. Su exilio posee un carácter extraordinario: le es imposible regresar a su país de origen porque éste ya no existe en la forma en que él lo conoció. Su país no ha cambiado solamente por el transcurso del tiempo: desde su salida, hasta el idioma oficial es otro, y ahora, a la luz de las noticias acerca de su salud, debe recuperar –sin documentos y apenas unas pocas fotografías– ese mundo perdido. Sus herramientas serán la memoria y la escritura. Este ejercicio, con frecuencia doloroso pues aborda sobre todo el tema de la pérdida, lo mantendrá lúcido y con ánimos a lo largo del tratamiento de su enfermedad.

El hombre en cuestión es el célebre intelectual palestino Edward Said, autor de Orientalismo (1978), y más recientemente de Cultura e imperialismo (1993), entre una treintena de libros que abarcan una variedad enorme de temas, pues además de sus ensayos sobre política y cultura, Said es especialista en literatura inglesa y un profundo conocedor de música.

La personalidad periodística de Said, su vocación crítica y la contundencia de sus juicios políticos, me hicieron pensar que en sus memorias, tituladas Un lugar en ninguna parte (Grijalbo, 2001), encontraría un capítulo más de sus ideas sobre la situación en Medio Oriente, pero no fue así. El hogar, la geografía, las relaciones entre él y sus padres y sobre todo, la textura del pasado en un país que fue "borrado del mapa", son el material múltiple que conforma este libro. La capacidad evocadora de Said dibuja para el lector, desde los días de su infancia temprana, hasta el año en el que termina su doctorado, 1962, en Estados Unidos. Así, su autobiografía no incluye sus logros como intelectual, ni la escritura de sus libros, ni su lucha política.

La segunda guerra mundial, la formación del Estado de Israel, el exilio de palestinos que este hecho provocó (cuando Said regresó a Jerusalén en 1998, cada vez que un oficial de aduanas le preguntaba cuándo había salido de Israel, Said contestaba que había salido de Palestina en diciembre de 1947), así como la retahíla de mudanzas que acabó por disgregar a la sociedad en la que había nacido, son contadas con una minuciosidad pasmosa. Pero, en contraste con sus escritos políticos, en las memorias de Said el narrador no aboga por esta o aquella idea; los Estados (el Palestino, el de Israel, Egipto, Líbano y Estados Unidos) se convierten en fragmentos de las sociedades en las que el autor vivió, compuestas por las decenas de individuos que trataba, retratados como seres humanos individuales. El escribir en un idioma (inglés), distinto del que hablaba en el pasado (árabe), fue otro reto a vencer en este trabajo de arqueología personal. En un ejercicio de honestidad, Said se presenta a sí mismo como un niño temeroso, descrito a lo largo de su infancia por sus padres y maestros como "informe".

En uno de los primeros capítulos afirma que "me era imposible pensar en mí mismo como una persona que no tuviera al mismo tiempo un pasado que lo desacreditaba, y un futuro inmoral aguardándolo". La personalidad taciturna e impositiva de su padre dominó la mayor parte de sus primeros años. El padre de Said gravitaba sobre éste con juicios negativos sobre la incapacidad de Edward para participar en deportes de competencia y ganar. La primera y decisiva escena en la que Edward incurre en la desaprobación paterna, es cuando el niño juega futbol, calzado con zapatos inapropiados, bajo la mirada expectante de su padre. Hay otro episodio hilarante en el que al pobre, ya adolescente, se le caen los shorts a mitad de una carrera. A su torpe desempeño deportivo se suman el no saber backgammon, tener "una boca débil", mala postura, "panza", y ser proclive a morderse las uñas.

El descubrimiento del sexo y sus misterios, las diferencias raciales en escuelas multiétnicas –sin estereotipos, pues Said se opone al Estado de Israel, pero cuenta con muchos amigos judíos y escribió sus memorias mientras se trataba en el Hospital Judío de Long Island–, los constantes conflictos con la autoridad, muchas veces irracional, que dirigía los colegios, y la música, su otro gran amor aparte de la literatura, son sus temas. En el desfile de seres humanos que pueblan las páginas de este libro, brillan las figuras entrañables de la tía Nabiha y del doctor Farid Haddad (cuyo asesinato en una cárcel egipcia definiría las actitudes políticas del joven Said), ejemplos muy distintos entre sí de valor y compromiso social en situaciones adversas. 

Said afirma que para él el sueño se parece a la muerte y que no le gusta dormir. El estado que prefiere es el de la vigilia; el de la inteligencia en acción, ordenando, analizando. Un lugar en ninguna parte es el testimonio de lo que la inteligencia y la memoria pueden hacer: encontrar en el pasado las claves para descifrar el presente, y sobre todo, dar vida en el exilio al mundo que se creía perdido. 


Noé Morales Muñoz
El camino de los pasos peligrosos
A Soledad, que la pasa brava en la tierra de los siete locos
Si bien es cierto que las últimas noticias en materia cultural no son ni por asomo halagüeñas, resulta motivante encontrar proyectos que escapan a la afición gubernamental por menospreciar todo aquello que tenga el más mínimo aroma a creación artística. Uno de ellos es el número uno de Paso de Gato, revista mexicana de teatro que Chabaud, Cazés y compañía se empeñan en hacer circular, pese a las limitaciones financieras y al tradicional ninguneo (en los hechos, que es donde importa) que la comunidad teatral suele dedicar a cuanta publicación especializada aparece en el mercado. Ojalá que la lucha de egos ceda ante la necesidad de apoyo a una publicación que se antoja necesaria y benéfica para todo el gremio en general.

Otra buena nueva en el ámbito teatral proviene del director francés avecindado en México, Boris Schoemann, cuya compañía teatral Los Endebles iniciará su primera temporada formal como administradora del Teatro La Capilla, el espacio fundado por Salvador Novo en la zona de Coyoacán. La intención de Schoemann es presentar al público mexicano textos extranjeros (franceses, canadienses de autores anglófonos y quebequenses) y nacionales de autores desconocidos o de trayectoria naciente. Una política que se antoja igualmente saludable, principalmente por la falta de variedad dramatúrgica que por desgracia impera en los escenarios nacionales. Como parte de este primer ciclo bajo su custodia, la referida compañía repone El camino de los pasos peligrosos, del dramaturgo canadiense en lengua francesa Michel Marc Bouchard.

De este autor ya se conocía su texto Los endebles, del que Schoemann y su agrupación toman el nombre de batalla. Y si bien las diferencias entre una y otra obra son evidentes, hay ciertos patrones que se pueden ubicar como característicos del autor: una tendencia a jugar con distintos planos de realidad, atribulados presentes producto de pasados retorcidos y un franco abordamiento del tema de la homosexualidad. En el caso particular de El camino…, el manejo distorsionado de los tiempos y la deliberada intención de matizar los sucesos con cierto toque onírico y fantástico se presentan desde la propia anécdota. Tres hermanos en plena transición de la juventud a la edad adulta se reúnen en su pueblo natal ante el casamiento de uno de ellos (Ambrosio, Constantino Morán). Un accidente carretero en un paraje asiduamente visitado durante la infancia desencadenará los fantasmas del pasado, amén de que facilitará los reproches propios de personajes de caracteres harto contrastantes que, además, no se han visto en un largo tiempo. Así, Ambrosio se mostrará como el típico empleado mediano de cualquier gran urbe, con momentos de histeria y banalidad; Carlos (Raúl Méndez) es un gay sensible, atraído por el arte y con el estigma moderado de oveja negra; y Víctor (José Juan Meraz) es el pueblerino pedestre pero candoroso, sin más ambiciones que mejorar sus récords personales en levantamiento de leños y tarros de cerveza. La intención adrede de presentarlos dentro de una realidad onírica se percibe por una razón bastante simple: es perfectamente entendible que, como consecuencia del accidente, están muertos, pese a cierto afán del dramaturgo por no develar por completo el dato en primera instancia. Con este contexto, el interés de la trama se centra en la figura del padre muerto, especialmente en el oscuro pasaje de su muerte. Y, por supuesto, en sus repercusiones en la vida presente de los tres hermanos.

Schoemann entiende perfectamente que no hay mayor caso en disimular el hecho mortuorio, aunque lo significa con elegancia en el diseño espacial, ayudado por la escenografía de Yuriria Almanza. La predominancia de tonos fríos y la elevación mediante una tarima del único ámbito en donde se desarrolla la obra transmiten el distanciamiento con respecto al público, requerido por el dramaturgo. Y, pese a que lo ceñido del espacio no permite una total libertad de movimientos, su trazo es limpio y perfectamente acorde con su propuesta visual global.

El problema principal pasa por la dirección de actores, en este caso jóvenes con mayor o menor experiencia previa. Por un lado, se aprecia una propensión desafortunada (casi toda gestual) a ilustrar parlamentos, que pese a un logrado lirismo, son en una abrumadora mayoría descriptivos, dado que el discurso de los personajes está inundado de recuerdos y anécdotas. Además, pareciera que la irregularidad del relato afecta su progresión interna, volviéndola anómala, y en ciertos momentos, sensiblemente inverosímil. Esto se hace patente en la última parte de la obra, en donde los actores caen en el melodrama burdo (y en el caso específico de Morán, en la sobreactuación), deficiencia en la cual colabora Bouchard desde el origen. Siendo el momento climático la develación de un misterio de consecuencias devastadoras, la narrración se extiende inexplicablemente, con lo que la vuelta de tuerca pierde efecto y convierte el tramo final en un conjunto de redundancias perfectamente prescindible. 

Independientemente de apreciaciones o puntos de vista acerca de este u otro montaje en particular, se espera que el espacio de La Capilla se consolide y logre recuperar la principal particularidad propuesta por su fundador: ser un trampolín para creadores jóvenes.

Luis Tovar


El absurdo involuntario

Mucha gente opina que con demasiada frecuencia el cine mexicano tiene la pésima costumbre de recurrir a la producción de comedias facilonas cuando quiere conquistar a esa duramente conquistable dama llamada taquilla. En tiempos recientes, el dedo acusador ha señalado a El segundo aire y En el país de no pasa nada como los filmes que más han merecido tan indeseable calificativo, aunque para Mucha Gente es fácil meter en el mismo saco otras películas que con las mencionadas sólo comparten el género. Quizá Mucha Gente exagera, acostumbrado como está a jugar a blancos y negros, y malacostumbrado a calificar descalificando: si se trata de un drama (De la calle o Perfume de violetas, por decir), Mucha Gente no puede sino añadirle la palabra "azotado"; si es un melodrama (En un claroscuro de la luna, digamos), entonces jura que aquello es más bien una telenovela de un solo y largo capítulo; si está frente a la adaptación de una obra de teatro (como Crónica de un desayuno), nadie le saca de la cabeza que eso es "teatro filmado"; y si es comedia, jura y perjura que es "facilona".

En este último caso, uno de tantos errores básicos consiste en no distinguir, por ejemplo, entre humor negro y humor a secas. Para comprobarlo, piense solamente en la distancia que hay entre La ley de Herodes y cualquier película de la India María: las dos pueden hacer reír, pero los caminos temáticos, argumentales, de trazo de personajes, de diálogos, de construcción de escenas, etcétera, son absolutamente disímiles. Eso sí, Mucha Gente puede decir en su descargo que a veces las fronteras no son claras ni mucho menos.

“Miénteme más si mintiendo 
te acuerdas de mí”

El pasado viernes 25 se estrenó Vivir mata, largometraje de Nicolás Echevarría, recordado por Cabeza de Vaca. Quizá sea la preeminencia de este recuerdo, es decir, la asociación directa de Echevarría con una producción de corte "serio", lo que más llame la atención, pues se trata de un salto genérico al que no cualquiera se atreve y del que pocos salen sin raspones.

Vivir mata es una especie de largo contrapunto en el que los protagonistas dan, cada uno por su lado, su particular visión de lo que un día antes vivieron juntos. A bordo de un automóvil que intenta dirigirse de un punto a otro de la Ciudad de México, teniendo en contra un caos vial exagerado incluso para esta urbe tan pródiga en exageraciones, Hugo (Daniel Giménez Cacho), que en realidad se llama Diego, pasa las diez horas del muy interrumpido trayecto contándole a dos amigos suyos (interpretados por Luis Felipe Tovar y por Emilio Echevarría) la manera en que conoció, en el sentido literal y en el bíblico, a Laura (Susana Zavaleta). Por su parte ella, que en realidad se llama Silvia, le cuenta a una compañera de trabajo y confidente el mismo asunto. Laura/Silvia es locutora de "la estación de los helicópteros negros", que sólo se diferencian de los de Monitor de Radio Red en el color con que fueron pintados. El mismo lío de tráfico vehicular que conduce a Hugo/Diego y sus amigos hacia el oriente de la ciudad, obliga a Laura/Silvia a permanecer en la estación de radio, lo cual es importante no sólo para que los personajes tengan tiempo de sobra para hablar de su ligue y de algo que a ratos huele a culpa, sino también para el desenlace de la historia. 

“Dime si al mirar, 
dime si al besar...”

A la hora de hablar con sus respectivos confidentes, él y ella arrancan reconociendo que mintieron desde el principio: ella se fingió reportera y él se fingió escritor, y desde ese instante las mentiras –sobre todo las de Hugo/Diego–, se perfilan como el más inopinado de los afrodisiacos, a tal grado que siguen gustándose incluso después de que cada uno descubre que el otro mentía. A partir de aquí, la solución formal de la película pierde uno de sus méritos: un doble flash back aderezado con irrupciones del propio narrador(a) reflexionando dentro de su propio recuerdo.

El resto es la preparación de un desenlace absolutamente anunciado. Convencido de que Laura/Silvia es el amor de su vida (decisión seguramente consolidada gracias al dictum de un personaje que afirma dos veces que "la nalga es la nalga"), y una vez que descubre que es la locutora de la radio, Hugo/Diego la llama por teléfono y le pide un perdón que ella no tiene problema en otorgar siendo, como le dice su amiga, una "nalgapronta". Quedan de verse al oriente de la ciudad, en la mismísima Cabeza de Juárez a donde ella llegará, desde Polanco, en el vehículo que usted se está imaginando. Antes de los créditos y el beso culminador de la historia, ella le pide que lo que tenga que decirle "sólo sean mentiras".

“...dime si al mentir todo 
estremecí...”

La opinión de usted siempre será mejor que la mía, pero en este juego de auntenticidades falsas, lo que sí me parece mentira es que Nicolás Echevarría haya logrado sostener durante más de hora y media una historia que por sí misma pudo caerse antes de llegar a los dos tercios. Variopinta en los diálogos, desdibujada en todo lo que no fuera la narración de los protagonistas, reforzada con muchas instantáneas urbanas aéreas y a ras de suelo que, supongo, pretenden dar atmósfera y justificar el posible absurdo de la trama misma ("la ciudad es absurda, nosotros somos absurdos", dice uno de los personajes), Vivir mata camina sobre la mínima línea que divide lo que Mucha Gente llama comedia facilona de lo que quiere ser una simple comedia romántica, y se mantiene allí sólo gracias al oficio de su director y a la solvencia actoral de Giménez Cacho, Tovar y Echevarría.



 
Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Marisa Lara: " o cambio o me marchito"

Dice que no llegó a este mundo para hacer niños de carne y hueso. Pero sí ha dado a luz a muchos hijos de colores y a cientos de objetos artísticos que le dan sentido a su vida personal y profesional, plagada de reflexión y de un sentido del humor, a veces negro, que invita a dudar y a meditar sobre algunos aspectos de nuestra existencia.

Primero fueron sus ídolos del pueblo; una especie de homenaje desprejuiciado y chacotero a El Santo, Jorge Negrete, Lucha Reyes y una larga fila de estrellas de la cultura popular. Luego vinieron otras series más introspectivas donde Marisa Lara (df, 1960) ha continuado releyéndose el alma para hurgar en abismos existenciales, desafiar la melancolía y evitar que ese oxidado espíritu del siglo (xx) inmovilice sus engranajes lúdicos.

Junto a su compañero Arturo Guerrero forma una pareja atípica, con proyectos pictóricos al alimón y una especial destreza en el cha cha chá, el bolero y el danzón. Ellos prefieren bromear y nombrarse los "siameses diabólicos" que han asumido el trabajo compartido bajo la premisa de la severidad y el juicio crítico para con la obra del otro.

"Hay una simbiosis profunda pero compleja y misteriosa. ¿Cómo se da? No lo sé bien, es un enigma. Estamos conscientes de que si la labor conjunta ha funcionado es porque no todo es anodina adulación y porque ambos hemos llevado una buena dotación de agua al molino. De otra manera todo sería aburrido y absurdo. Finalmente es bueno tener la crítica en casa desde hace veinte años porque me obliga a un mayor rigor."

Egresada de La Esmeralda y con un posgrado en París, esta artista visual se considera más bien una "autodidacta ilustrada", adoradora lo mismo de Bataille y Bachelard que de su gato, su perro, de la lucha libre y de las divertidas películas de la "época de oro" del cine nacional.

A los diecisiete años comenzó su periplo en el arte y desde entonces no se ciñe a la superficie del cuadro. Ha incursionado en el arte objeto, la instalación y el mural; saca de contexto los objetos y los reinterpreta en espacios inusuales. "Arturo y yo hemos trabajo el arte como un reto de transformación. Sentimos que si no cambiamos nos marchitamos. Pero no se trata de una renovación per se, superficial y absurda; refleja las etapas de vida que vamos construyendo", asume la pintora que casi siempre habla en plural.

De la Coliseo al Califa y Esta noche corazón fueron algunas de las exhibiciones que junto a Ídolos del pueblo marcaron la trayectoria de Marisa y Arturo con la seña del éxito en los años ochenta. Eran las épocas de auge del llamado "neomexicanismo" en la pintura figurativa, caracterizado por la reapropiación de lo populachero, con aceptación de auditorio y mercado, aunque con mucha reserva de la crítica. La pareja de pintores formaba parte de la avalancha.

"Fuimos maliciosos con Ídolos del pueblo. Teniendo no sólo una formación académica sino una gran pasión intelectual, decidimos hacer una suerte de mausoleo de figurones, lleno de sarcasmo y desfachatez. El éxito que tuvo estaba contemplado. Ni fue una serie azarosa ni poco reflexionada. Pero cuando nos dimos cuenta que toda la pulsión fresca e irreverente corría peligro de oficializarse por el camino de las galerías, las instituciones culturales o el mercado, quemamos todos los barcos y nos fuimos a Europa tres años. Este tipo de expresiones pop estaban en apogeo y no quisimos seguir en ese tren. Se volvió un recurso fácil, con vertientes sutiles y grotescas. Y como un artista verdadero no puede seguir las modas ni los dictados del exterior, salimos de México para tratar de ser fieles a nuestra voz más íntima."

Ya en París, entre 1991 y 1993 esa voz la obligó a ella y a su colega a releerse el alma. Fueron susceptibles a las corrientes internacionales y aunque tuvieron una actividad intensa en cuanto a exposiciones, vivieron una etapa de reflexión interna. Los cuadros de aquella etapa "neomexicana" de los ochenta, como El Charro Cantor o el Entierro del Santo, se tornaron en superficies más libres de figura, menos anecdóticas, plagadas de metáforas y donde los rasgos abstractos afloraron. Esto se afianzó en las muestras El oxidado espíritu del tiempo (Museo Cuevas, 1998) y Corazones de asfalto (Galería Oscar Román, 2001) donde las instalaciones y el bastidor ocuparon igual sitio de importancia junto con objetos que referían la idea del viaje, el recorrido y la ruta.

También vinieron becas en Estados Unidos y España; los murales La cité idéale realizado en el Musée Urbain Tony Garnier (Lyon, Francia, 1993) y El visionario (conalep; Metepec, Estado de México, 1997); instalaciones públicas en Honduras, Filadelfia y México, así como el libro Los inquilinos del tiempo (Noriega Editores, 1997) que revela su trayectoria.

Por lo pronto, lo que actualmente cocina Marisa es una reflexión sobre el cuerpo y la enfermedad; el paso del tiempo no sólo en el alma sino en la piel y los huesos; el cuerpo torturado, sublimado, deseado, gozado. La Casa de Francia en México mostrará este trabajo junto con el de su cómplice masculino. Irónica y antisolemne, como siempre, anhela que eso que veremos en marzo o abril "sirva para que la gente piense, sea tal vez un poquito más feliz, crítica y tolerante".

Así sea.


LAS ARTES sin MUSA
Alonso Arreola
La producción independiente,
camino de necios y soñadores

En todos lados hay gente interesada en impulsar un arte que se desarrolle lejos de ese mal necesario llamado mainstream. Soñadores y necios que, al no ver la posibilidad de satisfacer sus necesidades visuales, plásticas y sonoras con la escueta difusión de los medios de comunicación masiva, se internan una y otra vez en un camino lleno de avatares y desencantos. En México –por no decir en Latinoamérica– el desarrollo de pequeñas compañías productoras de conciertos –por no decir de discos, pintura, danza o cine– encuentra un panorama árido que se niega a cambiar por más agua y semillas que se echen sobre la tierra. Y lo que es peor: cuando algún brote finalmente vence al destino, el fruto casi siempre es pequeño y de pulpa desabrida. Me explico.

En México hay dos grandes compañías productoras de conciertos: ocesa, perteneciente a Grupo CIE, y En Vivo de Televisa. Ambas luchan entre sí por la conquista del mercado que en otros países ha probado su éxito comercial, mas ninguna se atreve a experimentar promoviendo la visita de algún grupo artístico "elitista", como suelen llamar a quienes de antemano no garantizan un buen negocio, a ésos que, independientemente de su valor y probable éxito, quedan confinados al impredecible tino de instituciones culturales o valientes y esporádicos empresarios. Así, lejos de las grandes y confundidas economías de estos dos emporios, evolucionan en paralelo algunos brotes independientes bajo la creencia de que la oferta cultural puede ser tanta y tan variada que no debe pertenecer a un solo dueño. Pero parece que se equivocan. Así como el pri se mantuvo "pacíficamente" en el poder durante setenta años, hay monopolios inteligentes que a base de diversificar sus ramas en el ámbito del entretenimiento se pasan por debajo de la tabla de los merengues todo juicio por una competencia equitativa.

Pese a todo, la necedad es tanta que los intentos continúan. Algunos de estos actores independientes y que han ofrecido en el Distrito Federal espectáculos interesantes y vanguardistas, son los siguientes. Por el lado de la música cubana y world music, la disquera Corason, bajo la tutela de Eduardo Llerenas y Mary Farquarson. En la electrónica, Arteria Producciones, de Arturo Saucedo, responsable de la edición anual del festival Tecnogeist México-Alemania. Por el lado del blues y el jazz, Cross Road Jam, de Abraham Villanueva. También con world music y trova, Alacrán Producciones, de Julio Solórzano. Por el lado de la música contemporánea y experimental, Music Frontiers, de Julio Rivarola y Marcos Deli. Si hablamos de metal y gótico, nombraríamos a Dilemma, de Carlos de la Peña. Por el ala progresiva, Sol & Deneb de Carlos Carsi. Y así podríamos seguir –aunque no tanto como quisiéramos– enumerando las propuestas –unas más sólidas que otras, unas más comprometidas con la calidad que otras, pero al fin y al cabo ofertas– que intentan equilibrar la balanza de este arduo negocio y que no encuentran vitaminas suficientes para crecer; pero sobre todo, que no encuentran eco suficiente en una sociedad apática, acostumbrada a no correr riesgo alguno en la taquilla de un teatro o de un cine, en una librería o en una tienda de discos. Porque a eso nos conducen las secciones de espectáculos de medios impresos y electrónicos, a la valoración de opciones a partir de una digestión previa, ajena. Es así que cada vez es más difícil encontrar descubridores de belleza, gente con libre albedrío que, sin tener que gastar necesariamente fuertes sumas de dinero al año, corra el riesgo de asistir a eventos que por una razón de mero presupuesto pesen menos en las básculas de quienes organizan nuestros menús auditivos. 

Lector, con todo esto quiero decirte que, si al hojear una revista o un diario, al ver las noticias por televisión o escuchar algún programa radiofónico, te olvidas un poco de los paradigmas de valoración que se basan en el tiempo o espacio de los anuncios o comentarios editoriales; que si te interesas en averiguar más sobre aquello que ha quedado extrañamente velado pero que en algún momento te pareció valioso, debes arriesgarte y comprar tu boleto, o lo que es igual, debes contribuir a la diversidad y, por rebote, a la expansión de tu sensibilidad gracias al enfrentamiento con un arte distinto pero que te concierne tanto como cualquier otro. 

(Por cierto, ¿ya sabes que viene Carl Palmer con su trío al Teatro Lírico los días 9 y 10 de febrero? Carl Palmer, el baterista de Emerson, Lake & Palmer... ¿Sabes que viene el guitarrista de jazz Philip Catherine al Salón 21?)