La Jornada Semanal,  10 de febrero del 2002                         núm. 362
 El regreso de
Arreola a Zapotlán

Silvia Eugenia Castillero

"Mi tío era muy generoso, nos invitaba a la ciudad de México a su departamento cuando él vivía allá y nos dejaba su cama, nos llevaba a desayunar al Camino Real y nos paseaba por la ciudad en un taxi", me cuenta Valentina Arreola de camino a Ciudad Guzmán a la ceremonia luctuosa de Juan José Arreola. Vamos por la carretera que parte en dos la laguna de Sayula, la cada vez más seca y polvosa laguna "que viene y se va como un delgado sueño". "Un día –continúa–, un alemán fue toda una tarde a sacarle fotos, y mi tío no nos dejó salir de la minúscula cocina, nos bebimos toda el agua que había, pero como la tenía en botellitas de vidrio, se nos acabó muy rápido."

Arribamos a la casa paterna donde creció Juan José, en la calle Lázaro Cárdenas 33, justo en el centro de Zapotlán. Casa de pueblo con su pasillo largo hacia el cual dan las habitaciones, cuyos techos son altísimos, y un patio en el medio. En un extremo la sala y al otro la cocina y el comedor, en un espacio amplio y lleno de luz. Y al fondo de la casa la panadería, "pues mi casa fue desde el principio una panadería y toda ella era como una alacena olorosa", y más allá los corrales. En la sala está la urna que contiene las cenizas de Arreola, alrededor de ella sus hermanos e hijos, sus nietos y algunos parientes.

Reina el silencio, en los rostros de sus hermanas Cristiana y Anita no cabe el dolor de tener frente a ellas a su hermano predilecto, el trotamundos, reducido a una pequeña caja. De pronto todos se levantan y salen de la casa, y comienza la banda de guerra a tocar acompasadamente los tambores. Allá va la urna escoltada por la banda, cuyos miembros van vestidos de gala. Así recorre las calles de su pueblo Juan José, convertido en restos de lo que fue su cuerpo enérgico y apasionado. Por donde pasa, los escolares forman una valla, algunos con ramos de flores, otros asombrados ante este acontecimiento que rompe la rutina cotidiana. La ciudad toda se siente convulsionada, el tránsito se ha interrumpido y las personas han abandonado sus actividades para recibir con el último adiós a Juan José Arreola.

Al acércanos a la plaza principal, las palomas, esos animales definidos por el poeta como puros y a la vez lúbricos, y que nombra con un verso gongorino "el ave lasciva de la cipria diosa", en grandes parvadas dan vueltas y vueltas sobre la plaza, y ya se elevan y ya descienden, hasta aquietarse al tiempo de depositarse la urna en el jardín, en donde se hace una guardia, se ofrecen flores, y una chica zapotlanense hace un homenaje espontáneo al hombre que jamás vio pero al escritor presente y eterno.

La mañana es nítida, el cielo de un azul zafiro enmarca al Nevado de Colima, "aunque todo él está en tierra de Jalisco". A lo lejos, inmenso, parece querer desplazarse con sus destellos de nieve y deja escurrir blancos ríos por sus costados.

El recorrido continúa y cada vez más personas acuden al desfile, sobre las calles formamos la estela de Arreola. Llegamos a la Casa del Arte, una antigua casona. Sobre el muro una foto grande donde lo vemos con su capa negra y su sombrero de copa, retándonos. No existe ninguna relación entre esa expresión inmortal y la pequeña urna donde dicen que ahora se encuentra.

Las palabras en boca de su hermano Librado y luego de su hijo Orso nos llevan a conocer y reconocer diversas estaciones y algunos rincones ignorados de la vida y el temperamento de nuestro poeta. El último juglar –dice Orso–, el caballero andante de las letras mexicanas. Y Librado Arreola nos narra cómo una fiebre altísima de días causada por el sarampión, que estuvo a punto de llevarse de este mundo al niño Juan José, cambió por completo su destino, pues a partir de ese momento vivió intensamente. Y luego cómo con su palabra poderosa, su única arma, logró convencer a las autoridades de la embajada francesa en México para que le dieran una visa y realizara así su sueño más importante: ir a Francia.

La emoción se congrega en torno al autor de Confabulario, a tal grado que el viento se agita demasiado, mueve la lona que funge como techo y el día claro se transforma en noche por un instante. La sombra apostándole a la luz, la ráfaga a la calma. Maneras de Juan José Arreola para compartirnos la infinitud, la misma que perseguía cuando lograba "armarme de valor para tenderme así, en el patio, y hundir mi vista en el cielo infinito".